El piloto de guardia
Se ha quedado al frente del temporal que azota Europa. Intenta calmar los ánimos, pero aunque su carácter es optimista, a veces no lo consigue.
El verano parece que no llega a Europa, donde este año no hay largos y cálidos días. El frío hace tiritar al Viejo Continente. La crisis financiera es algo más que una ligera tormenta estival. Y en medio de los rayos y de los truenos, un hombre: José Manuel Durão Barroso (Lisboa, 1956), que intenta capear el temporal, y achica aguas para que las finanzas europeas no se vayan por la borda. Hace ya tiempo que sus compatriotas portugueses le apodaron cara de palo. Esto sucedió cuando fue elegido primer ministro de su país. Desconfiaban además de unos ojos a medio camino entre la inocencia y la inseguridad. Estos días, al presidente de la Comisión Europea no se le ha ido el gesto de incredulidad, pero está teniendo que desplegar todo su savoir fair para advertir a todos los países del euro que nadie es ajeno al mal endémico que afecta a esta zona, y que todos han de tomar medidas para hacer frente al acoso de los mercados. Ardua tarea.
Porque además del tsunami que inunda Europa este verano, la sombra de que la economía mundial caiga en recesión cada vez se hace más alargada. Además de no poder controlar a los especuladores financieros, ha intentado convencer a los pesos pesados del euro, sobre todo a las reacias Alemania y Holanda, de que este crisis no afecta solo a los "estados periféricos". Nadie está libre y una de sus grandes preocupaciones es mantener el equilibrio financiero en Europa. La misiva enviada a los 17 jefes de Gobierno de la eurozona, alertando de la extensión del peligro, no ha sido bien entendida y el enfado es monumental.
Sin embargo, el responsable del Ejecutivo está al pie del cañón, no se ha marchado de vacaciones (de algunos líderes europeos no hay rastro de su paradero, pero al francés Nicolás Sarkozy sí le siguen la pista los fotógrafos de la prensa del corazón, y se le ha podido ver con su embarazada esposa en la Costa Azul). El detalle no pasa desapercibido, independientemente de los logros conseguidos. Es importante saber que hay alguien que está ahí, vigilando. Saber gestionar una crisis es lo que hace grande a un líder (le pasó al entonces defenestrado alcalde de Nueva York cuando sucedieron los atentados de las Torres Gemelas, que se puso al frente del operativo y recuperó toda la gloria perdida).
En Europa alaban su optimismo, a pesar de su aparente timidez, que con el frenesí de los acontecimientos va perdiendo. Y se ha ido ganando el respeto de aquellos que, en un principio, desconfiaban de él. Le ocurrió en su propio país, donde reían a carcajadas con sus meteduras de pata. Siempre ha intentado inculcar a los portugueses, como ahora lo hace a Europa, un mensaje positivo. Una corriente que está calando en todo el mundo, sobre todo en EE UU, donde se extiende la idea de que, sin obviar la gravedad de cualquier situación, hay que mantener un mensaje optimista. Por ello ha intentado que los portugueses confiaran en ellos mismos como país. Solo esa confianza les haría salir adelante.
José Manuel Durão Barroso comenzó su carrera política en 1974 después de la Revolución de los Claveles. Se afilió al Partido del Proletariado (MRPP) en el que militó hasta 1977. Un año más tarde se licenció en Derecho, hizo un máster en Ciencias Políticas en Ginebra (Suiza), y se afilió al Partido Social Demócrata. Fue elegido diputado y fue uno de los defensores de la candidatura de Cavaco Silva, que fue nombrado primer ministro. Con 29 años fue secretario de Estado de Interior, y en 1992 ocupó Exteriores, donde comenzó a fraguar su carrera en Europa.
En 2002 tomó posesión como primer ministro y dos años más tarde fue elegido presidente de la CE, puesto en el que fue reelegido en 2009. Está casado, es católico practicante, tiene tres hijos y parece que una infinita paciencia y sentido del humor. Durante la campaña electoral de 2002, su esposa, Margarida Sousa Uva, le dedicó el poema Sigamos o Cherne (Sigamos al mero), del poeta portugués Alexandre O'Neill, lo que le valió el apodo de mero. Un pez que se esconde cuando ve amenazas.