Timiama
El Señor dijo a Moisés: (...) Quien prepare una mezcla semejante para usarlo como perfume, será borrado de su pueblo.
æpermil;xodo 30,38
Pertenezco al clan de los queatitas, de la tribu de Leví. A los siete años, mi padre me enseñó lo que significa pertenecer a la tribu de Leví: somos los elegidos para servir en la tienda del encuentro, yo fui escogido para ser iniciado en la fabricación del perfume sagrado.
Pinjás tenía la misma edad que yo cuando se nos anunció que realizaríamos nuestro primer viaje con el maestro. Durante dos meses acompañaríamos a una de las expediciones comerciales; nosotros nos dedicaríamos a la búsqueda de múrices, moluscos cuyo opérculo emite un agradable aroma cuando arde. æpermil;ste es el ingrediente principal del Timiama, el perfume salado y santo.
Aún recuerdo aquella mañana, veo a mi madre vistiéndome con esmero, estrechándome contra su pecho, me veo partiendo con la caravana, acariciando con insistencia mi cuchillo de sílex prendido en el cinto. Me habían dicho que el mar era como una balsa sin fin, una extensión de agua inconcebible. En mi imaginación se fundían estas imágenes con las diversas metáforas de la gracia y el poder infinitos de Dios. Para mí el mar era su viva imagen. Olvidé todo eso cuando lo divisé por primera vez desde las suaves laderas por las que avanzábamos. Sin duda, mi mente adolescente prefería esta realidad, el juego de las olas, a las ideas abstractas sobre las que debatíamos con el maestro.
A pesar de que la posición de Pinjás era muy superior a la mía, pues él estaba destinado al máximo rango sacerdotal, en aquellas playas deslumbrantes nuestra relación se desarrollaba con naturalidad. Salíamos del campamento al amanecer, aprovechando la marea baja, y llenábamos nuestras bolsas de conchas. Después, nos dedicábamos a separar los opérculos con nuestros cuchillos y dejábamos que se secaran al sol. Algunas tardes corríamos por la arena hasta caer exhaustos, ebrios de una libertad que sólo se interrumpía antes de la cena, por el severo estudio de la Ley que nuestro maestro no olvidaba jamás.
Pinjás tenía la piel oscura, era más alto que yo, y su cuerpo delgado y musculoso tendía a inclinarse hacia adelante cuando andaba, lo que le confería un aire de cierta dignidad y concentración. Solía llevar el cabello negro y rizado sujeto con una cinta bordada sobre la frente. A veces se quedaba callado, mirando el horizonte, sin un gesto que delatara lo que estaba pensando. Yo creía ver en él un temperamento sensible y reflexivo al que admiraba.
A mí me gustaba hablar de Dios con la falta de prejuicios propia de la inexperiencia. æpermil;l siempre tenía una respuesta para las preguntas que me inquietaban: '¿Por qué permitía Dios, por ejemplo, el sufrimiento de los hombres buenos?'
-Las leyes de los hombres son para los hombres. Si ellos sufren es debido a su propia insuficiencia. æpermil;l no tiene nada que ver en eso -respondía Pinjás con absoluta seguridad.
Su serenidad me abrumaba. Su imagen del mundo era de una simpleza sorprendente: existía un mundo trascendente, inalcanzable, que aceptaba sin problemas, y otro que pertenecía a los hombres, insuficiente, sí, pero susceptible de dominarse.
-Dios es tan grande -continuaba-, que no podemos conocerlo por completo. Eso dice mi tío.
-¿Y cómo lo sabe?
-Es un sabio.
-Sí. Estudia y estudia, pero él no ha visto a Dios como lo vio Moisés -respondía yo-. ¿Cómo sabe que tú o yo no podemos conocerlo? ¿Acaso no podríamos verlo, como se ve el mar?
Me observó, como si me viese por primera vez.
-¿Verlo? -preguntó sorprendido-, ¿para qué?
-¡No sé!... ¡para ser Santos! ¡O Profetas! -respondí con una vehemencia recién descubierta.
-Escucha, Pinjás -continué-, ¡podemos hacerlo! Podemos intentarlo. Quizás æpermil;l nos escuche, nos dé las respuestas a todas las preguntas, la sabiduría. ¿Por qué no? Podemos... convocarlo. Con el Timiama.
-¿Convocarlo con el Timiama? ¡Sabes que está prohibido fabricarlo fuera del templo! -afirmó escandalizado.
-Lo sé. Pero sólo es una ley humana -insinué, devolviéndole su propia teoría.
Pinjás guardó silencio y permaneció mirándome a los ojos unos instantes. Después se levantó, escogió algunas conchas de entre la arena y avanzó unos pasos para lanzarlas hacia la orilla del mar. La brisa hinchaba su túnica de lino, que contrastaba con su piel dorada por el sol, y que destacaba su figura sobre el horizonte azul. Regresó a mi lado:
-En ese caso, tendríamos poder... mucho poder -reflexionó.
-Supongo que sí.
-Está bien. Lo haremos.
No sabíamos con exactitud las medidas, y ello requería un lento proceso de pruebas secretas y excitantes. Elegimos una pequeña cueva de las muchas que salpicaban la playa, muy cerca del campamento, para poder desplazarnos de noche sin llamar la atención, y allí depositamos nuestros precarios instrumentos. Pinjás se limitaba a traerme lo que yo le pedía de las pertenencias rituales que guardaba su tío, y después se recostaba mirando las volutas de humo que yo producía quemando mezclas, aprobando o despreciando con un ligero movimiento de cabeza los resultados.
Una de aquellas noches nos quedamos dormidos en la cueva hasta que los gritos de las gaviotas nos despertaron al amanecer. Apenas sin tiempo para llegar a la oración, corrimos apresuradamente hacia el campamento dejándolo todo como estaba.
Ese mismo día, a la hora del estudio y sin mediar palabra, el maestro nos mostró la cinta olvidada en la cueva con la que Pinjás sujetaba su pelo. La sangre ardiente subió hasta mis mejillas, pero no era a mí a quien interrogaba el maestro con su grave silencio.
Entonces vi el rostro de Pinjás: impasible, duro, sin un solo gesto que delatara angustia o incertidumbre:
-No podía dormir. Me levanté y fui hasta la playa; amanecía cuando lo descubrí en aquella gruta... -explicó, señalándome con su fría mirada.
De un solo golpe, la certeza transformó mi sorpresa en terror. æpermil;l era el elegido del clan, él era el protegido, su destino estaba decidido, mientras que yo era uno de tantos. 'No, Pinjás. No. Somos amigos', le gritaba con toda la fuerza de mi pensamiento. 'No lo hagas, no puedes hacerlo. Por favor, por favor. No puedes...'.
-Me asusté cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo -continuó-, yo no quería que fuese castigado, maestro. Intenté disuadirlo, nos peleamos, debió de ser entonces cuando perdí la cinta. Le obligué a salir de allí y corrimos juntos hasta el campamento.
'No lo hagas, por favor...'.
La deliberación fue rápida e implacable. Se me asignó un camello, agua y comida para dos semanas, y la carga de un exilio que no me creí capaz de llegar a soportar. Durante ese tiempo anduve sin rumbo deseando la muerte, pidiéndole al mar que me sepultara, pero las olas o mi cobardía me devolvían una y otra vez hacia la vida.
Una mañana desperté con el olor de la tormenta pegado a la piel, las gotas de lluvia lavaban mi rostro quemado por el sol apaciguando la quemazón de las llagas. En aquel instante sentí que estaba absolutamente vacío, pulido, limpio, como el pomo listo para recibir las esencias de un perfume.
Y emprendí la marcha. Tomé el camino del desierto y atravesé sus frías noches en compañía de los comerciantes ismaelitas que viajaban desde Galad cargados de estoraque, láudano y tragacanto. Aprendí los secretos de la madera del cedro y del sándalo, del cinamomo que destila la sustancia de la mirra, traslúcida y amarga, y del incienso, cuyos árboles crecen en los confines del Mar Rojo; conocí las facultades del hisopo, de la casia de flores dulces y amarillas; me entregué al estudio de raras y delicadas mezclas cuyos secretos guardan con celo los químicos del país de Egipto.
A través de los aromas, descubrí la ternura, la tentación, la sutileza; lo que significa el aborrecimiento, la transparencia, la agudeza, la oscuridad, la plenitud y también la tristeza. Percibí que hasta entonces, mi vida había carecido de matices.
Me había establecido en Atenas cuando regresé a la aldea donde nací. Se había transformado en un lugar próspero y apacible, donde nada interrumpía la tranquila y dogmática marcha de las costumbres. Mis padres habían muerto dos o tres años atrás; me lo contó la vieja consumida que había servido a mi madre. De mi casa no quedaba nada. A mis padres se les había permitido conservar su posición gracias a la deferencia de los sacerdotes, pero a su muerte, todas sus posesiones habían pasado a manos de los legisladores. Yo no existía, era un proscrito.
Me sentí atraído por el bullicio de la plaza, era día de mercado. Lo recorrí con gusto, estaba bien surtido; nada tenía ya que ver con las esteras extendidas en el suelo que recordaba, donde se ofrecían unas hortalizas escasas. Me entretuve mirando las telas, elegí una hermosa colcha para la mujer que había servido a mi madre, compré higos y me dispuse a saborearlos mientras admiraba el trabajo de los orfebres. Desde el centro de la plaza, una pequeña comitiva vino hacia mí. Reconocí a Pinjás, encorvado bajo el manto sacerdotal, acompañado por sus acólitos.
Extendió los brazos y me besó en la mejilla; no había perdido aquella frialdad en la mirada, aquella actitud escrutadora que me había impresionado hacía ya tanto tiempo.
-Eres bienvenido, Eliacer -me saludó con un amago de sonrisa, al cual correspondí con una leve inclinación de cabeza.
-Me han dicho que te ha ido bien -continuó-. Creo que eres perfumero...
-Maestro perfumista -corregí, condescendiente.
-¡Ah! Sí, claro, claro, maestro perfumista. Bien. Y dime, ¿cuánto tiempo te quedarás entre nosotros? Sería un honor que asistieras al rito del sábado...
-Lo siento, me marcho esta misma tarde. Tengo un cargamento urgente esperando a las puertas de la ciudad -mentí.
-Como quieras. Yo había pensado que podrías participar en la fabricación del Timiama, ya sabes, quizás el aconsejar a los aprendices te produciría una pequeña satisfacción...
-El Timiama es un perfume vulgar -me límite a responder, sosteniendo su mirada.
Apoyó su mano sobre mi hombro. 'Siempre fuiste un estúpido', susurró junto a mi oído, sin perder la sonrisa.
Mientras se alejaba, un olor áspero, polvoriento y gris permaneció unos instantes junto a mí, para correr después, raudo hacia su dueño.