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CincoSentidos

Trinitaria

La hechicera Aleida Fernández murió hace 200 años. El protagonista del relato, ambientado en Cuba, conoció su historia gracias a los cangrejos y a la niebla. Se dirigía hacia Sancti Spíritu, pero una avería en su automóvil le obligó a pernoctar en Trinidad, donde al ambiente es misterioso y asfixiante. La bruma lo envuelve todo. Nuestro hombre ve a extraños personajes, edificios..., y a una bellísima mujer con una perversa sonrisa.

Hace 200 años que murió Aleida Fernández, y yo no conocería su historia de no ser por los cangrejos. Fue un camionero el primero que me lo advirtió. Era un negro, gordo y enorme, como el habano que hacía equilibrios entre sus labios mientras me indicaba el camino a Sancti Spíritu, donde tenía previsto pasar la noche.

-Es tarde para andar por estos caminos -dijo-. Yo que usted haría noche en Trinidad -entonces movió el puro hacia un lado, señalando el camino que debía seguir-. En cualquier caso, tenga cuidado con los cangrejos.

Mi coche traqueteó durante media hora, bajo una lluvia intermitente que formaba grandes charcos sobre la carretera. Un rebaño de vacas se cruzó en mi camino cuando el sol llegaba al ocaso.

-Tenga cuidado con los cangrejos -dijo el pastor-. Será mejor para usted si descansa en Trinidad. Sancti Spíritu queda demasiado lejos.

Minutos después tropecé con el primer cangrejo. Era grande y rojo. Levantó sus poderosas tenazas en señal de amenaza antes de esconderse entre la maleza. Más adelante los cangrejos cruzaban la calzada en pequeños grupos. Regresaban a sus nidos en las estribaciones de la sierra de Escambray, después de desovar en el mar. Finalmente tuve que detener el vehículo, porque ya no veía el asfalto. Los faros reflejaban un enorme manto rojo en incesante movimiento. Estuve admirando aquel prodigio de la naturaleza hasta que un coche se detuvo a mi lado. Me sobresalté porque no lo oí llegar. Fue como si surgiera de la nada. No podía retroceder, me dijeron, la carretera estaba cortada a causa de unos desprendimientos. Trinidad quedaba a sólo 15 kilómetros.

-No se detenga -dijo el conductor-. Acelere duro, porque la puya de los cangrejos le puede pinchar un caucho.

No pude ver bien sus ojos, pero me pareció que eran blancos, vacíos, carentes de vida. Lo achaqué a la oscuridad y a la impresión que me producía ver tanto cangrejo. Continué la marcha, aplastándolos sin remedio, durante demasiados kilómetros. Una fina niebla se adueñó de la carretera y justo entonces desaparecieron los cangrejos. Cuando llegué a Trinidad mi coche apestaba. Tenía una rueda en el suelo y eran más de las 11 de la noche. El pueblo estaba desierto, pero una tenue luz y una puerta entreabierta me llevaron a La casa de la Trova. Era un local pequeño, con tres mesas y una tarima que servía de escenario. Pregunté al mesonero por un lugar donde pasar la noche. Detrás del humo de un puro tan grande como una mano, sus ojos me miraban con recelo.

-Veré lo que puedo hacer -dijo-. Siéntese y tómese algo.

Pedí un mojito. Me dolían los ojos y mi espalda crujía después de tantas horas al volante. Los únicos clientes eran tres individuos que jugaban a las cartas en un rincón oscuro. Me extrañó ver sus vasos llenos. Había algo en ellos que me resultaba familiar. Los dos hombres que podía ver se parecían al camionero y al pastor que me indicaron el camino al pueblo. El tercero me daba la espalda. Cuando volvió el mesonero, haciéndome gestos para que lo siguiera, noté que miraba con ansiedad la mesa de los tres jugadores. El que estaba de espaldas se volteó y pude ver unos ojos blancos que me miraban sin verme. No protesté, estaba demasiado cansado y seguí al mesonero por los callejones desiertos.

En seguida me encontré en una casa antigua, con unos ancianos de sonrisa franca y una cama grande y vieja. Toda la noche me persiguieron cangrejos. Cangrejos enormes, veloces, terribles. Dos veces me desperté a punto de morir devorado y dos veces volví a dormirme sin dejar de soñar con los dichosos cangrejos.

Al día siguiente me despertaron unos ruidos secos. Me asomé a la ventana y vi a un hombre limpiando a machetazos los hierbajos que crecían entre el empedrado. La niebla se había espesado. Mi casera, doña Eloísa, preparó un desayuno a base de papaya, café y tortilla. Su marido, don Roberto, me observaba preocupado.

-No salga a la calle -me advirtió-. No se debe salir con niebla, especialmente por estas fechas...

-Me encanta pasear con niebla -respondí-, y quiero conocer el pueblo.

-Es peligroso -dijo doña Eloísa-. Este pueblo es muy antiguo. Las casas son viejas. Con la lluvia las tejas se pueden desprender.

-El empedrado se vuelve resbaladizo -añadió don Roberto-, y además hay otras cosas…

No les hice caso. Cuando salí a la calle pude ver que la casa era rancia y de ventanas ojerosas. La niebla era densa, pero ya no llovía. Caminé sin rumbo por las calles desiertas. Los charcos reflejaban las fachadas coloniales. La bruma formaba pequeños remolinos que se elevaban hasta las tejas criollas. Llegué a una plaza que precedía a una iglesia de estilo barroco. Unas rejas blancas protegían los jardines, y en el centro había un pedestal vacío, como si el viento acabara de llevarse la estatua que lo presidía. Unos galgos me ladraron, como asustados por mi intromisión, y se perdieron por un callejón junto a la iglesia. Eran los únicos seres vivos que había visto desde que salí de la casa. Tal vez por eso seguí la dirección que me marcaban, ascendiendo por unas calles cada vez más estrechas. El empedrado se abría en huecos por donde salía una tierra clara y movediza. El único ruido lo producían mis pasos sobre las piedras centenarias. Llegué a una calle de tierra que subía hacia una niebla aún más espesa. Allí estaban los galgos. A los lados del camino discurrían dos hilos de agua sucia, restos ociosos de la que cayó sobre el pueblo durante la noche. Desde arriba me llegó el sonido de una canción que se filtraba entre las ramas que la niebla tendía sobre las casas. Al acercarme, la canción se fue definiendo en una voz clara y suave, como un dulce susurro. Entonces surgió una puerta de madera labrada. Después, tres remates barrocos y la espadaña de una iglesia pequeña, recién pintada de amarillo pastel. De la niebla surgió una figura que entró en la iglesia. Llevaba una larga falda y un pañuelo que ondeaba cubriéndole el rostro. No resistí la tentación de seguirla. En el interior de la iglesia, la niebla se colaba entre dos hileras de bancos de madera y llegaba hasta el final de la nave, presidida por una virgen negra. La mujer del pañuelo estaba frente a ella; primero de pie, después postrada de rodillas. Tarareaba la canción que me atrajo a la iglesia. Su voz surgía como un murmullo de entre los bancos laterales, del artesonado del techo y de las losas pétreas del suelo. Me senté en la última fila. Esperé hasta que la mujer se levantó y regresó por el pasillo central, con la cabeza gacha envuelta en el pañuelo. Restos de niebla, enredados en su vestido rojo, ceñían la estrecha cintura, acariciando los senos abultados, y le ocultaban el rostro. Sólo se despejó un instante, y entonces vi que ella también me miraba. Tenía dos ojos verdes como esmeraldas, brillando en el rostro más hermoso que había visto en mi vida. Sus labios perfilaron una sonrisa perversa y dos hoyuelos se dibujaron en sus pálidas mejillas. Un mechón de cabello oscuro se rebelaba contra el pañuelo que lo oprimía. La visión duró un instante, lo que tardó en perderse en la niebla que aún cubría la calle. Después, simplemente se desvaneció. De nada sirvió mi carrera, ni mi búsqueda desesperada por todos los callejones desiertos. Desapareció del mismo modo como entró en la iglesia.

Cuando la niebla aclaraba, tuve el segundo encuentro de aquella mañana. Era un hombre vestido de harapos, cubierto con un sombrero de paja, sucio y desgastado. Se detuvo observándome en silencio, como midiendo las palabras que iba a pronunciar. Cuando habló, un jirón de niebla le ocultó el rostro. En ese momento me volteé asustado, porque sentí que su voz, o mejor estertor, procedía de algún lugar a mi espalda. Pero allí no había nadie y el viejo andrajoso desapareció entre los restos de niebla, sin darme tiempo a preguntarle nada.

Regresé al hostal, donde me esperaban una taza de café caliente y unas tostadas. También una mirada de honda preocupación en el rostro de doña Eloísa. Mientras le contaba lo que había visto, ella tejía unos calcetines fingiendo una calma que no era real.

-Debió de ser por la niebla -dijo-. Todo es muy extraño, sin duda. Tómese el café. Mi marido dice que los cauchos están listos. Será mejor que se marche antes de que se le haga de noche.

Le dije que estaba cansado y que pensaba quedarme al menos un día más, para conocer mejor el pueblo. La mujer me miraba fríamente. Noté que una sombra crecía bajo sus ojos. Apretó los labios antes de hablar.

-El auto está listo. No teníamos previsto que se quedara más tiempo -la sombra le cubría todo el rostro-. Debe partir de inmediato si quiere llegar a Sancti Spíritu antes de que anochezca.

-¿Quién es la mujer que entró en la iglesia? -le pregunté.

Ahora me miraba ansiosamente, con dos puntos brillantes bailando allí donde estaban los ojos.

-¿Le gustan los calcetines? Son para mi nieto, le harán falta para el invierno -afirmó-. ¿Qué le dijo el viejo haraposo?

-No le escuché bien, me pareció que había otra persona hablando a mi espalda… Deje en paz a la señora, eso me pareció entenderle.

La mujer suspiró y se dejó caer hacia atrás en la mecedora.

-En Cuba, mi hijito, suceden cosas que nadie intenta explicar. Cosas que ocurren los días de niebla, cuando los cangrejos vuelven a la sierra. Esos días no se sale a la calle, es fácil de entender. Usted no hizo caso y ahora le asaltan las preguntas. Comete un error si se queda… después de lo visto hoy. Hágame caso, recoja sus cosas y márchese. Nada se le perdió en Trinidad -me miró fijamente a los ojos, después suspiró resignada, se levantó y entró en mi habitación para arreglarme la cama. Pasé la tarde leyendo. Los señores me evitaban. Tampoco los vi durante la cena que encontré servida en el comedor. Sólo tuve la compañía de un colibrí juguetón que libaba entre las flores del patio interior.

Al día siguiente me despertaron los machetazos sobre el empedrado. Los señores habían salido. Tenía el desayuno servido, pero apenas probé bocado. En la calle el sol brillaba sobre un pueblo que parecía haber envejecido 200 años en un solo día. Las casas amanecieron tristes y descoloridas. El empedrado se abría en huecos por donde el suelo primitivo se desbordaba desordenadamente. Pasé por un animado mercadillo donde un grupo de turistas compraban encajes y artesanía. Los vendedores los observaban con cierto desdén expectante. Decidí subir la colina para ver la iglesia en la que entró la mujer que me había robado el sueño. Lo que encontré al final del sendero era una ruina abandonada que apenas conseguía mantenerse en pie. En lugar de la puerta labrada, unos maderos podridos me impidieron entrar. No podía creer lo que veía. Después me dejé llevar por mis pasos, sumido en turbios pensamientos, hasta que llegué a la plaza. Allí estaban los galgos que ayer me ladraban, junto a los jardines enrejados. Pero eran de bronce. En el centro de la plaza, el pedestal sostenía la estatua de una mujer de intensa hermosura. Tenía los mismos ojos que ayer se clavaron en los míos.

-En este pueblo, suceden cosas que no todo el mundo está preparado para comprender -la voz de don Roberto sonó a mi espalda, sobresaltándome. Estaba sentado en un banco de hierro, mirando al pueblo que se extendía hasta el final de la colina.

-Ayer traté de advertirle -dijo-, pero usted no quiso escuchar.

-¿Quién es la mujer de la estatua? -le pregunté.

-Una mujer muy extraña -contestó mientras se disponía a encender un habano-, dotada de una rara belleza. Se llamaba Aleida Fernández. Pero usted ya la conoce.

Siguió una historia que nunca podré olvidar. Después me dejó sólo a los pies de la estatua. Allí estuve hasta bien entrada la tarde, cuando el sol empezaba a declinar. Tenía el tiempo justo de llegar a Sancti Spíritu antes de anochecer. Los señores no quisieron cobrarme. Está pagado, dijeron. Está más que bien pagado. Cuando me marché tenía la intención de no volver jamás a Trinidad.

Han pasado más de tres años, pero algunos días, cuando el sol se acerca a su ocaso y la niebla asciende por las montañas cercanas a mi casa, jirones de ésta alcanzan el jardín y suenan como unos nudillos tocando en la ventana. No he vuelto a Trinidad, pero regreso allí todas las noches. El final de la historia que me contó don Roberto vuelve entonces a mi memoria:

No encontró las preguntas que tanto buscó, ni buscó otras respuestas el día en que con una sonrisa en los labios, Aleida Fernández, la hechicera, se entregó a la muerte en el cadalso. Su último deseo fue ver la luna entre la bruma, como tantas veces la vio en la sierra de Escambray, pero el sol brillaba en lo alto de la plaza de Trinidad. Fue su último pesar. Uno más no importa, dijo a su verdugo, y estas fueron las últimas palabras que le escucharon decir. No las últimas que pronunció, pero aquellas quedaron ocultas a los oídos ajenos. Fue un íntimo susurro que sólo ella retuvo y no quiso repetirlas aun cuando el verdugo le preguntó el porqué de una sonrisa al borde de la muerte. Su voz quedó muda y sonriendo inició el viaje hacia el lugar que ningún vivo conoce. Años después, cuando empezaron a oírse historias que hablaban de los días de niebla, le hicieron una estatua, para intentar sujetarla de nuevo. Pero ella sería siempre libre, como el viento, como el mar… como la niebla.

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