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CincoSentidos

Salvado de las aguas

Nuestro protagonista se llama Moisés (que significa §el rescatado§) y, al igual que su homónimo bíblico, es salvado de las aguas a las que su última tormenta vital lo ha arrojado. Hace tres días que ha salido de la cárcel y, con su escaso equipaje tanto físico como sentimental, se dirige caminando al encuentro de la felicidad más absoluta. Sólo le faltan dos kilómetros para llegar a ella. Cuando lo consigue, llama deseoso a su puerta.

"Dos kilómetros nada más". La silueta de la sierra de Béjar se recortaba en el horizonte, mientras la mochila comenzaba a pesar más de lo que Moisés podía soportar. "Debería haber dejado dentro alguno de los libros que me regalaron Antonio y Teresa". Pero Moisés había dejado ya demasiadas cosas atrás, era poco lo que conservaba de su pasado. La última tormenta de su vida lo había arrastrado hasta lomás profundo del océano, y cuando logró salir a la superficie rescató de entre los restos del naufragio muy poquitas cosas, y aúnmenos personas. Sólo dos nombres: Antonio y Teresa. Antonio quedaba dentro, en su biblioteca, rodeado de tesoros manoseados, con ese olor peculiar que envuelve a los libros que han pasado por muchasmanos. Teresa estaba fuera, también rodeada de libros, pero éstos limpios, nuevos. Libros que Moisés imaginaba que sólo habían sido acariciados por los ojos de la mujer. ¢Cuando salgas podrás conocer mi biblioteca", eso le había prometido Teresa. Y Moisés ya estaba cerca de esa biblioteca.

La libertad es una eterna mañana de primavera...; él llevaba tres años privado de ella. Hacía sólo tres días que le habían abierto la puerta de la jaula, y lo primero que sintió fue miedo. En la fría mañana el miedo se aferró a su mochila nada más salir del Centro Penitenciario de Topas, y allí seguía instalado, tozudo, tenaz, dispuesto a ser su compañero de viaje. Su amigo Antonio, el funcionario encargado de la biblioteca, le había dado un abrazo de despedida y le había deseado suerte. Con la calidez de ese abrazo en la piel, y con la tristeza de la despedida de un amigo en su corazón, miró hacia adelante y no vio nada. La misma niebla que se enredaba en las encinas, también se enredaba en sus pies, en su pelo, en sus ojos..., le impedía caminar, ver, pensar con claridad. Y allí se quedó Moisés, sumergido en el río de la niebla, esperando a que alguien le salvara de las aguas en una canastilla, pero nadie llegó. Ningún familiar, ni amigos. Veintidós años de vida y sentía que estaba en el punto de partida de su existencia. 'De todos modos, soy muy afortunado, no todo el mundo tiene una segunda oportunidad'. En la cárcel quedaban tantas vidas destrozadas..., tantos ojos que sólo podían ver espacios abiertos mirando hacia arriba..., y ahora él, el afortunado, el libre, el que se había ganado una reducción de condena por buen comportamiento, por prestar ayuda desinteresada en la biblioteca del centro, por participar en obras de teatro, en debates radiofónicos...; ahora él sólo miraba hacia abajo, hacia sus pies, cuando se había pasado años mirando hacia arriba, y lo único que pensaba era hacia dónde encaminarse. El sonido de las ruedas de un coche sobre la grava lo sacó de su atontamiento. El crujir de los neumáticos del coche patrulla de la guardia civil sobre el asfalto le hizo reaccionar, y se puso a caminar. Cuando llegó a la carretera principal vio el indicador que señalaba 'Salamanca' y hacia allí se encaminó.

Moisés había nacido en un barrio pobre de Cartagena de Indias. Allí había visto nacer y morir a varios hermanos, había visto pasar a su madre por las manos de distintos hombres y había descubierto que su vida estaba acotada entre alambres de espino, que era una parcela muy pequeña, que tenía muy pocas posibilidades de sobrevivir en aquel paisaje de chabolas y calles de barro, donde los niños se hacían hombres aprendiendo a pelear primero con los puños, luego con navajas y después con pistolas. Sabía que la salvación tenía un nombre, y ese nombre era Europa. Y un buen día la salvación se presentó disfrazada de amigo de un amigo que conocía a un tipo que ofrecía dinero por pasar coca en el estómago. Y doble salvación, porque no sólo conseguía dinero, sino que además se introducía en España, y ese tipo amigo de un amigo, también se encargaba de conseguir que Moisés aterrizara en Madrid como estudiante. A partir de ahí, y una vez llevada la coca a su punto de destino, Moisés tenía las puertas abiertas a algo llamado primer mundo. Era como un truco de magia: hoy vives en la miseria y mañana conoces el paraíso. Pero el truco salió mal, el mago se equivocó y cortó a Moisés por la mitad. Las dos mitades pasaron tres años en prisión. Sólo Antonio y Teresa habían conseguido soldarlas y que Moisés ahora se pareciera un poco al chico que soñaba con salir de aquel pozo de Cartagena de Indias.

Cuando Antonio le conoció pesaba diez kilos menos y llevaba en la mirada todo el resentimiento que en su corta vida había podido acumular. Apenas hablaba, sólo leía. Llegaba a la biblioteca y ayudaba al funcionario en sus quehaceres. Antonio no dejaba de admirarse de la pasión con que devoraba las obras de García Márquez. Lo explicaba pensando que tal vez el acento de Gabo transportaba a Moisés hasta su país de origen, aunque al rato se decía que el entorno del escritor poco tendría que ver con el ambiente en el que el chico habría crecido. Así pasaban los días, unidos por el silencio y la rutina. Aprendieron a entenderse con la mirada, con los gestos. Antonio le recomendaba libros dejando entre las páginas un papel que sobresaliera. En él tan sólo anotaba: 'Te gustará' o 'No dejes de leerlo'. Cuando el chico terminaba el libro, tiraba la nota, que había usado como marcapáginas, y se lo devolvía sin mediar palabra. Pero una tarde le devolvió un libro con un papel entre las páginas. En él decía: 'Si mi madre supiera escribir, escribiría como Teresa Alba'. Antonio lo miró y trató de sacarlo de su mutismo con una sonrisa, pero Moisés le dio la espalda y se fue a colocar los libros que los internos habían devuelto aquel día. Antonio continuó sonriendo... 'Ha tragado el anzuelo', se dijo. Y es que Teresa Alba era una vieja conocida suya. Estudiaron juntos Filología en Salamanca y mantuvieron una estrecha amistad durante varios años. Luego ella se casó y se fue a vivir a Béjar, mientras que Antonio se dedicó a estudiar oposiciones hasta que sacó una plaza de funcionario de prisión en Topas. Desde la biblioteca del centro había seguido la carrera literaria de Teresa, quien ya apuntaba como escritora en sus años de facultad. Ahora, con 57, según confesaba la biografía impresa en la contracubierta de sus libros, era una escritora consagrada. Esa misma noche, Antonio telefoneó a Teresa. Charlaron, recordaron anécdotas, se informaron mutuamente de cómo iban sus vidas y, finalmente, Antonio descubrió el motivo de la llamada: quería que Teresa acudiera al centro a dar una charla sobre su vida y su obra literaria. Ella accedió encantada, y pasado poco más de un mes se presentó en el salón de actos de la prisión dispuesta a cautivar con su charla a un público bien diferente del que acostumbraba a encontrar. Y allí, en la tercera fila, casi sin pestañear, estaba Moisés, escuchando, mirando, saboreando cada una de las palabras que salían de los labios de la escritora. Habló de su formación literaria, de sus días de estudiante en Salamanca, de su boda con un periodista, de sus viajes con él persiguiendo conflictos bélicos, injusticias, inundaciones, huracanes…, de todo el material que había ido recogiendo a lo largo y ancho del globo terráqueo y de cómo lo utilizaba para contar historias. Cuando concluyó la charla, Teresa se encontró frente a ella a un chico de tez morena de unos veinte años, más bien bajo, con el pelo lacio, largo, que casi le cubría la cara. Sus ojos negros delataban muchas heridas y en las manos portaba una única tirita: uno de los libros de su admirada autora. Teresa lo abrió sosteniendo su mirada y con una sonrisa le preguntó su nombre: 'Moisés', dijo él. Entonces iniciaron una conversación, la más larga que Moisés había mantenido desde su llegada a España. Estuvieron horas hablando, con Antonio de testigo. Hablaron sólo de libros. Teresa no se explicaba cómo había adquirido tanta cultura en tan poco tiempo. Llevaba dos años viajando sobre las páginas de unos libros que no conocían los barrotes. Moisés le confesó que apenas dormía, que apenas hablaba, que sólo leía. Cuando llegó la hora de la despedida, Teresa le dio la dirección de su editorial y prometió seguir en contacto con él a través de esas señas.

Durante los meses siguientes la actitud de Moisés cambió. Se volvió comunicativo, al menos con Antonio. Compartieron muchas confidencias y la amistad de Teresa. En las cartas que se cruzaban, Moisés le mandaba relatos que escribía, ideas que se le ocurrían, historias pasadas y por venir. Teresa le fue contando retazos de su vida, fue confiando en el chico alentada por Antonio, que le explicó el motivo de su condena y que el corazón de Moisés estaba limpio.

Ahora Moisés estaba a casi cien kilómetros de distancia de Antonio y a pocos metros de encontrarse con Teresa. Le pesaba la mochila, las tres jornadas de marcha sin descanso, desde Topas hasta Béjar, pero lo que más pesaba eran los recuerdos.

La villa se asentaba en un recodo del camino de subida al Castañar. Una valla de piedra abrazada por una enredadera la rodeaba. Moisés atravesó la cancela y cruzó los pocos metros que le separaban de la puerta de la casa de Teresa. Llamó al timbre y un hombre de unos treinta años le abrió la puerta. Las palabras no acudían a la boca de Moisés, pero el joven dijo:

-Hola, ¿qué deseas?... No sé… igual me equivoco…, pero estoy casi seguro de que tú debes de ser Moisés.

æpermil;ste sonrió y adelantó su mano para estrechar la del que debía de ser uno de los hijos de Teresa.

-Pero pasa, hombre, no te quedes ahí fuera. ¡Mamá, mamá, tienes una sorpresa!

Moisés siguió al hijo de Teresa a través de un largo pasillo. Toda la casa olía a melocotón, la luz de las habitaciones era color melocotón, el tacto de las paredes sugería la caricia de la piel del melocotón. 'Duraznos' -pensó Moisés-, 'la casa de Teresa tiene el tacto, el olor de un inmenso durazno'. De las estancias que daban al pasillo salían voces alegres, risas infantiles y risas de adultos que no han dejado de ser niños. 'Son como el sonido aterciopelado de un durazno al abrirse'. Cuando por fin llegaron a la cocina, encontraron a Teresa con la atención centrada en los preparativos de una cena familiar. Cuando levantó la mirada sus ojos se iluminaron aún más.

-Carlos, hijo, un plato más en la mesa, que tu hermano Moisés por fin está en casa.

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