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Relatos de verano

Los brazos del agua

He aquí a una mujer muy insegura que siente el peso de su soledad como una losa que la aplasta con fuerza. No puede más; sólo resiste por María, su hija. El relato forma parte del diario de la narradora; en él nos cuenta sus tribulaciones e inquietudes, pero, sobre todo, nos habla de la niña, de su niña, y de la estrecha relación de dependencia que hay entre ambas. María siempre va a tener quien la cuide, siempre estará acompañada.

En el fondo todos estamos solos.

Solos.

Como la gota de lluvia que se desprende y cae. La gota que se precipita transparente para fundirse en el charco, donde termina su viaje, donde terminaron su viaje todas las gotas. El largo trayecto solitario, empuñando su equipaje vacío. Se hunde en el charco, se deshace entre las capas de agua, verdosas unas, cristalinas las menos. El lecho acuático, blando, donde expira.

Sola.

Yo también estoy sola. Como la gota de agua. Como el charco donde ha llovido.

La soledad habita en mí como yo habito en ella. Recipiente y contenido, contenido y recipiente. Y es que a veces estoy dentro de mí, incubando crisálidas en torno al ombligo, y a veces, en cambio, me doy la vuelta, como un forro desgastado, y me cubro de una manta de anhelos, o trato de vestirme con las pieles del aire. Pero tras un día y otro sigo siendo la misma, arrastrando los cabos de una prenda deshecha.

Hoy me he sentido más sola. Me he vuelto a querer buscar, pero desde hace tiempo me sé perdida, y este diario que sigo cuando me acecha el sueño me abruma con su monótona espiral. Pretende ayudarme con sus efluvios de tinta, llenando páginas que antes dormían en blanco, pero cada letra escrita, cada sílaba que trazo con la esperanza ciega de resistir, me emborrona el alma. Si no fuera por María...

Esta tarde tuve que dejarla en casa de Pilar. Me dijo que podía encargarse de ella hasta que volviera, fuese a la hora que fuese. Pero, ¡qué va! Hoy no he pasado de la primera entrevista. Nunca me he sentido más insegura. Hasta me temblaban las manos encima de la mesa. ¡Qué impresión debo de haber causado! Pilar siempre me dice que lo primero es creérselo, que ese trabajo va a ser mío. Y cuando una va a la entrevista, lo que hace es defenderlo con los dientes, traérselo a su terreno. Dice que valgo, que no me faltan cualidades, pero no lo veo así. Deberá pasar mucho tiempo antes de que me vea de ninguna manera.

Tras el fracaso de esta tarde me senté en un banco a llorar, a vaciar toda esa contaminación que me obstruía el estómago. Había quedado en recoger a María a las seis y media, así que me quedé en el parque, haciendo tiempo mientras trataba de recobrar la calma.

Me hubiera gustado llevar a mi pequeña a la piscina. Era su primera clase de natación y, tal vez sea una tontería, pero tenía ganas de sentarme cerca del borde y verla flotar como una torpe tortuguita. A ella le hacía ilusión también. Le había hablado mil veces de aprender a nadar y en la pajarería muchas veces nos habíamos quedado eclipsadas mirando a través de los acuarios. Le había dicho que así nadaría ella algún día, como un caballito de mar, como una sirena de cuento. Ella me miraba fijamente, quizá al principio no comprendía, pero con el tiempo fui abriéndole las ganas e incluso fue ella misma la que eligió el bañador.

Este mediodía se probó 20 veces el gorrito de látex. Venía a mí con él puesto, me hacía una mueca y se volvía soltando carcajadas hacia el baño, donde se situaba frente al espejo para contemplarse, ya muy seria. Creo que le costaba trabajo reconocerse, pues ponía unas caras muy raras. No sabía que la espiaba, y hasta yo misma me abrumé con esa seriedad extrema que proyectaba contra el cristal.

'Estos niños no maduran. Viven anclados en la infancia, que se les hace eterna', me han repetido mil veces. Pero creo que se equivocan. Yo lo estoy viendo con mis propios ojos. María me sorprende cada mañana con un gesto nuevo que me trastoca todos los esquemas. Vivir a su lado, he terminado por comprender, es enfrentarse a un continuo descubrimiento, y quiero estar ahí para no perderme nada. Quiero estar frente a ella, impaciente, alerta, como el objetivo de una cámara, y hacer una película con las mil variantes de su sonrisa.

Tal vez en la búsqueda de mi hija me encuentre a mí misma y pueda romper así con todas las ficciones. La de la vida, para empezar, la del levantarse sin horizonte, la de este diario tonto con que me lamo las cicatrices...

Lo de la natación fue idea mía. En algún sitio vi un cartel en el que anunciaban cursos en la piscina cubierta, y mencionaban uno en concreto para niños con síndrome de Down. Al principio no le presté mucha atención. Luego no pude dejar de pensar que sería interesante para María, que, aparte de ir a la escuela (éste es ya su segundo año), no practica ninguna otra actividad complementaria. æscaron;ltimamente la noto más activa, lo mira todo con unos ojos que parecen querer traspasar la materia; a continuación me mira a mí, exigiendo aclaraciones. Por la calle se le van los pies detrás de los otros niños. Saluda a todo el mundo. Irradia simpatía, y a mí me llena la vida. Aquella tarde pensé que la natación le podría ayudar a canalizar toda esa fuerza que desprende. En mi subconsciente puede que también esté intentando luchar contra esa absorción que, sin querer, ejerzo sobre ella. No lo pienso nunca, pero quizá sea bueno separarnos, algo tan tonto como la hora que dura la clase. Y poder verla desde la grada de la piscina, desde otra perspectiva, pataleando, como ya he dicho, como una tortuguita con su gorro de nadar. Por eso hoy me fastidió tanto no poder acompañarla a su primera lección. Pero ni que decir que cuando la bajé a casa de Pilar, ésta estaba encantada de hacerse cargo.

-Anda, mujer, vete tranquila de una vez, ¿qué le va a pasar? Vamos, si hace falta me tiro yo de cabeza -me dijo.

Antes de cerrarme la puerta, me volví hacia María y la besé en la frente.

-Esta tarde Pilar te va a llevar a la piscina, a nadar.

-¿Como la sirena? -me preguntó con su voz, tan ronca, jugueteando con los botones de la chaqueta.

-Sí, y como los peces. ¿No te acuerdas, en la pajarería?

Primero me miró fija, pensativa como yo nunca la había visto. Parecía no haber comprendido, pero en dos segundos tuve frente a mí una enorme sonrisa que le desplazaba los mofletes. Con todo el dolor de mi corazón me lancé escaleras abajo, nerviosa como un flan, programada para mi primera entrevista. Ahora me arrepiento de no haberme dejado llevar por mi instinto. Ojalá en ese momento en que María mencionó la sirena con esa inocencia suya, la hubiera cogido en brazos y llevado yo misma. Y pasar la tarde juntas e inflarnos las dos de pasteles en alguna cafetería.

Cuando, un par de horas más tarde, toqué de nuevo al timbre de mi amiga, llevaba dibujada en el rostro la terrible sensación de haber perdido mi tiempo en citas que nada me reportaban.

-Anda, tonta, no me digas que has llorado otra vez por eso -me lo notó Pilar enseguida-. Pero, ¿cuándo vas a escarmentar?

María salió a recibirme como una bala. Todavía traía a cuestas la mochila y el pelo húmedo de la ducha. Se me tiró a los brazos y la levanté con las escasas fuerzas que me quedaban esa tarde.

-Pero, ¿qué se cuenta mi niña? ¿Has hecho la sirena?

Tantas cosas quería decirme que se le amontonaban las palabras en la boca. Pocas veces la había visto tan excitada. Agitaba los brazos sin medida y con los dedos de las manos me enredaba los cabellos.

-Tendrás que comprarle unas gafas de nadar -apuntó mi amiga, abriéndome una lata de Coca Cola-. Se le han puesto los ojos rojos.

Seguidamente me contó que se lo habían pasado de maravilla. María no había tenido miedo en ningún momento, ni siquiera tras la primera inmersión, cuando Pilar liberó sus manitas rechonchas y la dejó a merced del agua, pendiente de un ligero flotador. La vio hacer mohines a medida que el cuerpo se le hundía y el líquido empezaba a calarle el bañador, pero luego ni un suspiro, como si flotara en una burbuja. Una vez que hubo inspeccionado el área y se sintió dueña en el centro de esa circunferencia invisible, comenzó a dar palmadas y a recibir con risas cada gota que venía a estrellársele en el rostro.

-Para ser la primera vez, se ha portado como una valiente. Los otros niños que había con ella apenas se movían del susto. Tenías que haberlos visto, cómo lloraban, pero ella...

Me ha dicho Pilar que, además, la clase ha estado muy bien atendida, todo perfectamente organizado y con un enfoque exclusivo a este tipo de chavales, de los que, por lo visto, ninguno pasa de los siete u ocho años. Aparte, comentaba, el monitor era un chico muy competente, con una paciencia exagerada, que no dejaba un hilo suelto en toda la clase. Por lo visto, también es muy guapo. Dice Pilar que se le ha presentado creyendo que era ella la madre de María, y se ha quedado embobada. Para la próxima clase dice que se apunta otra vez, que no se lo pierde por nada del mundo. La verdad es que ya hasta me han entrado ganas de conocerlo, sólo de oírla hablar de él. Así que para el jueves ha quedado en pasar a recogernos. Nos va a llevar en su coche y, a la salida, iremos a hacer la compra al centro comercial. Ya va haciendo falta llenar la nevera. A María le encanta el centro comercial, especialmente, la pajarería.

Pilar dice que soy una tonta, que no puedo ir así por la vida, emocionándome a la más mínima. Ya le he dicho mil veces que no lo puedo remediar, que el ser así no lo elige uno. Se nace y ya está. Hay ocasiones en que pienso que si los humanos perteneciéramos a uno de los sentidos, del mismo modo que pertenecemos a un signo del zodiaco, yo sería tacto, toda piel. Piel para erizarme con las alegrías, para sentirme calada con el chaparrón de los días grises; piel para las agujas del sufrimiento, piel sola, piel desnuda, como una sábana tendida que el viento, a su antojo, elige mecer en esta u otra dirección.

Hoy me pudieron las lágrimas. Desde que no tengo a Javi, mi cuerpo es acequia por la que corre el llanto. Me derramo entera en un pañuelo de papel, que luego lanzo y se vuelve contra mí con la silueta adquirida de una gaviota de tristezas.

Hubo un momento en que tuve que abandonar las gradas de la piscina. Le pedí a Pilar que, por favor, no me siguiera, que necesitaba estar sola. Ella se quedó perpleja. Comprendo que la cogí desprevenida. Fue todo un ataque sorpresa, una reacción para nada común, aun en mis actuales circunstancias. Ni siquiera había metido kleenex en el bolso. Hasta yo misma me sentí descolocada; por eso, corrí hacia el exterior intentando disimilar mi estado, pero lo cierto es que por dentro el alma se me derretía como un metal maleable.

Había estado observando a mi pequeña, tan segura en medio de ese corro de patitos que trataban de mantenerse a flote. Varias veces la vi buscándome con los ojos por todo el graderío. Yo agitaba una mano en su dirección, atrapando con mi gesto su mirada inquisidora. Varias veces me tuve que incorporar, alterada, pues se me figuraba que, al verme, se pondría a llorar y se le agriaría la expresión con un puchero. Sin embargo, ya en pie y dispuesta a acudir a ofrecerle mi cercanía, me regalaba lo que, en realidad, era un amago de risa. No podía creerlo, con qué soltura se desenvolvía en el elemento líquido, con qué disciplina respetaba el halo de sus pequeños compañeros, todos con sus gorritos rosados o amarillos, dispuestos en corro al afanado monitor.

-æpermil;se es Luis -me lo había señalado nada más entrar.

Lo vi en el borde de la piscina, preparando unos materiales para la clase, mientras por las distintas calles, separadas por banderines, los aprendices se disponían en grupitos, cada uno con su instructor. El grupo de María todavía esperaba fuera del agua, todos concentrados en una esquina, expectantes. Apenas si eran unos cinco, y sus madres los ayudaban a cambiarse la ropita. Yo los contemplaba con una pizca de melancolía, una mezcla rara de alegría triste, o de tristeza sonriente. Me inspiraban mucho cariño, irradiaban familiaridad, y María no hacía más que tirarme de la manga para que le ayudara a sacar las cosas de la mochila.

Mientras tanto, Pilar seguía con los ojos cada movimiento de Luis, que, absorto en su faena, posaba bajo nosotras con la desnudez inocente de un maniquí, esa desnudez que, más que mostrarse, se insinúa, a pesar de no ir cubierta más que de un bañador que cubría apenas un palmo.

Yo misma acudí hasta la escalerilla, llevando a María de la mano, cuidando de que no tropezara con esas chanclas que tanto trabajo le costaba llevar. Además, con la sorpresa de verse rodeada de sus compañeros de chapuzón, costaba horrores dirigirla hacia el agua. A todo el mundo parecía dispuesta a saludar, y daba risa verla con sus pernotas rosadas, agitando la mano en señal de 'hola', tan contenta, con sus chanclas de rana estrellándose aquí y allá.

Luis se encargaba ya de animar a sus alumnos a entrar en el agua. Desde dentro de la piscina, los ayudaba a bajar los peldaños metálicos para, posteriormente, sujetarlos y ponerlos a flote. Lo mismo hizo con María, que se desprendió de mi mano para entregarse a las suyas. En el momento en que se deshizo el contacto de nuestros dedos y la vi volar en los brazos de otra persona, sentí que se me rasgaba algo por dentro. Fue una sensación agria que me inundó de pies a cabeza, y mi primera reacción, estúpida, fue la de intentar arrebatarle a la cría. No sé cómo no me lo notó. El caso es que, cuando recobré la conciencia, María estaba ya chapoteando entre sus compañeros, una cabecita que sobresalía inquieta sobre las aguas.

No sé qué es lo que se me había pasado por la mente, pero nunca jamás había sentido ese miedo a que me separaran de mi hija. Noté las palmas de las manos vacías, como si quemaran con su ausencia, y por segundos me quedé plantada junto al borde, mirándola con las pupilas dilatadas, como cuando se presencia una despedida. Así que permanecí inmóvil un instante, lo suficiente para convencerme de que todo estaba bien y de que allí estaba ya haciendo el ridículo, erguida sobre aquel mar de azulejo como un faro inservible. Se me escapó un suspiro, casi un vómito, y di media vuelta, a sentarme junto a Pilar.

Dudé de si serían celos esas punzadas o los temores de la ausencia repentina o simples nervios de dejarla sola a merced del agua y sus vaivenes. De sobra sabía que María estaba bien. Desde allí arriba la estaba viendo, que no perdía nunca ese gesto de felicidad, ese aire inquieto cada vez que intentaba dar una brazada, esa desenvoltura tan suya, tan de María, que yo hasta entonces había confinado a un rinconcito del sofá, a su cama llena de muñecas, al pasillo por el que corría con mi delantal puesto, buscándome por cada habitación. Sí, lo sabía. María estaba bien. Tenía que convencerme de ello. Lucía la sonrisa del primer retrato, posando conmigo y con su padre, todos mostrando los dientes, felices.

Ahora yo estoy sola, pero tengo a mi niña, que está conmigo, que estaba conmigo aunque yo estuviera en lo alto de la grada. Incapaz de quitarle la vista de encima, hubo un momento en que mi angustia mal disimulada cedió a un remanso del alma que me abrió los ojos y me ayudó a comprender, y me forzó a salir corriendo en busca de aire.

María estaba en mitad de la piscina, tan diminuta que parecía un arrecife en la inmensidad del océano, con la cara roja de la fatiga, rodeándole el cuello a su monitor, revolviéndole, como hace conmigo, las greñas que se le escapan bajo el gorro. Luis giraba en torno a su cuerpo con una ternura inconmensurable, mirándola en el fondo de los ojos, donde sólo yo me he atrevido a mirar, bailando en el centro del agua con el tiempo detenido. Yo ya desaparecía, cerrando la puerta de vidrio, cuando vi que María, con la inocencia gratuita de estos niños, le regalaba un beso. Emocionada, compungida de esa paz que me invadió, salí a hartarme de llorar. Ahora lo recuerdo y escribo este diario. María estaba bien, lo estará por siempre. Tiene más de lo que imagino. Empezando por mí, por el aire, por los brazos del agua que la sostienen.

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