La viuda del soldado
Los indios yaquis dicen que se debe dejar descansar a los muertos y que se debe rogar para que éstos no vuelvan. Pero la viuda del soldado no rogaba; se empeñaba constantemente en recordar a su difunto marido. æpermil;ste murió en la guerra, en una guerra tan espantosa como todas las que se han desatado. Los militares llevaron a cabo hechos atroces. Nuestro soldado lloraba a causa de la imposibilidad para soportar tamaño horror.
Es el paisaje el que empuja al argumento del cuento. Y los personajes existen y tienen vida propia, antes de llegar a lamente del escritor.Manejarlos equivaldría a manejar títeres; pero ellos no son títeres; hay algo mágico en los personajes: están vivos. Como en las playas de mares lejanos en las que nacen las princesas de los cuentos, los personajes tienen su propia vida. Dicen que Wellington estaba terriblemente exhausto después deWaterloo. Mientras le leían la lista de bajas de la que había sido la mayor victoria de una fuerza coligada en Europa,Wellington a duras penas contenía el llanto. Los nombres se iban desgranando como en una letanía antigua, que se hubiese aprendido en los tiempos de la infancia; los nombres resonaban por un momento en el ambiente y los rostros que evocaban se iban perdiendo en el humo de las hogueras, en el viento del atardecer, en el olor a carne quemada.
A ella la encontré en una tarde de invierno, en uno de los trenes que recorren las llanuras de Nuevo México, hacia el sur, hacia la tierra de los indios yaquis. Los indios yaquis dicen que no se debe pensar en los muertos, porque entonces los muertos no alcanzan la paz. Los indios yaquis dicen que debemos dejar descansar a los muertos y debemos rogar para que los muertos no vuelvan. Ella no rogaba. Ella se empeñaba en recordar. O quizá sencillamente no podía dejar de hacerlo. En cualquier caso, mientras el tren recorría el aire plomizo de la tarde, los recuerdos y las almas de los muertos danzaban a su alrededor y a veces, en un destello, regresaban como la luz de una antorcha entrevista en medio de la noche. Entonces, el sol quebraba por un momento la capa de nubes, y su luz rebotaba en el verdor triste de los campos y les daba vida por un momento, y luego estallaba en un resplandor azulado que iluminaba las nubes como una vela. El tren atravesaba velozmente la llanura y los muertos regresaban a la vida.
Dicen que Wellington nunca se sintió orgulloso de lo que había hecho en Waterloo. Que afirmó, aquella misma noche, que si bien era afortunado por no haber conocido nunca la derrota en el campo de batalla, no podía ser mucho más amarga que la victoria, con la pérdida de tantos amigos entrañables.
La viuda del soldado era rubia y ya había dejado atrás la juventud, aunque era delgada y alta; sus ojos claros y su pelo rubio debieron de haber sido hermosos tiempo atrás. Se recostaba sobre una gabardina verde, hecha un rebujo y convertida en almohada. No llevaba joyas, a excepción de un reloj y de unos pendientes, unos pendientes sencillos, con dos perlas. Sólo dos perlas. Sólo dos perlas, la gabardina verdosa, y los fantasmas. La mirada de la viuda del soldado era melancólica. Su perfil era anguloso, los rasgos de la cara eran duros. La mirada parecía aprehender en el vacío los ojos del soldado muerto. El tren iba escupiendo los noticieros a través de las pantallas de la TV de la pared. Vivíamos en un mundo enloquecido, en el que los guerreros de los gobiernos nativos visitaban las escuelas con las ametralladoras en la mano y les decían a los niños que delatasen a sus padres si eran rebeldes; había mesías de ojos cínicos, relojes de precisión y gafas de montura plateada, que sonreían a través de sus barbas y se burlaban del mundo. Los fanáticos se prendían fuego en las calles de las ciudades santas, y para contenerlos se levantaban muros de alambre.
Después de Waterloo, Wellington no volvió nunca a combatir. Porque no era solamente la pérdida de los amigos. Era sobre todo el horror de la guerra. Una jornada espantosa, repetía.
Una jornada espantosa.
La viuda del soldado viajaba en silencio, mientras en los campos de batalla del otro lado del mundo, los reactores lanzaban desde la estratosfera lluvias de fósforo ardiente sobre los poblados de los campesinos más allá de las fronteras de la coalición. Los rebeldes veían llegar del cielo el corazón mismo de las estrellas, y sus huesos se volatilizaban. El humo se elevaba radiante y se mezclaba con las nubes y luego regresaba en una lluvia de gotas doradas y aceitosas, como las de un perfume.
La viuda del soldado llevaba sobre su regazo un par de guantes, pero no eran los guantes de una dama, sino los guantes negros de suboficial. Los guantes que llevaba el soldado en combate. Los reactores cruzaban a veces el cielo y sus estelas parecían las de un cometa.
El tren recorría las tierras sagradas de los indios, hacia Casa Bonita, y ellos se revolvían en sus tumbas. Y ella recordaba. Fijaba su vista en un punto indeterminado del lejano horizonte, y se acordada del soldado, los relatos del soldado, de las palabras del soldado, viajando a través del aire, de la misma esencia que las ondas que transportan el amor, de la misma naturaleza que aquellas otras que recogen los recuerdos e impiden que los muertos descansen en paz. El sol iluminaba el llano y las palabras del soldado volvían a hacerse presentes. Los guantes bailaban sobre el regazo y ella los sostenía con mimo, como se mece a un recién nacido.
El escritor siempre pasará su vida a la búsqueda de la frase perfecta.
El perímetro alrededor del control estaba dividido en dos áreas imaginarias, la externa verde y la interna roja. Todo vehículo o persona que entrase en la zona roja era un objetivo legítimo, fuese o no una amenaza. Era un grupo de niños que no tenían ningún problema incluso en profanar los cuerpos de los enemigos muertos. En dos días mataron a muchos civiles que cruzaron la línea roja. Le dije a mi capitán: 'Hoy ha sido un mal día, hemos matado un montón de civiles'. Y él me replicó antes de marcharse: 'No, hoy ha sido un buen día'.
No. Hoy ha sido un buen día.
Era la guerra. Era ella. Un ente con vida propia, con su propio aliento, con su propio corazón, o quizás era el universo entero, los mismos demonios, los que cantaban en lo más profundo del corazón del hombre, levantando una pira que elevaba al cielo el humo de la locura a golpes de timbal.
A veces atábamos a los prisioneros una cadena al cuello y los hacíamos ponerse a cuatro patas y los paseábamos como si fuesen perros. No importaba, porque no eran humanos. Y los timbales no dejaban de sonar en medio de la oscuridad, engendrando la misma lluvia en las nubes del invierno, la lluvia fría y sagrada del mal. Del mal eterno. A veces les poníamos capuchas en la cabeza y bolas en la boca y les hacíamos estar, así, a oscuras, durante días, en habitaciones en las que no había ningún ruido, para que pudieran escuchar los cantos de los demonios y pudiera penetrar en su cabeza el horror de la guerra.
Cuando dispararon contra un civil que tenía las manos levantadas, el soldado dijo que no tenía ningún problema para matar al enemigo, pero que no quería seguir matando civiles inocentes. Los soldados llevaban gorros y cadenas, y anudaban cintas de munición de ametralladora a sus cuellos, y sus ojos estaban encendidos y vivos, y cantaban las canciones de los demonios. Llevaban insignias en los hombros y escudos en sus cascos, y ocultaban sus ojos con gafas de sol. La saliva de las mujeres que eran violadas, al gritar, saltaba en el aire y se mezclaba con el sudor de los soldados. Su pelo, enmarañado, agitaba las nubes de incienso de las piras sagradas de los demonios. La viuda del soldado lanzaba su mirada a través de las nubes lluviosas y se encontraba con los fantasmas de los tanques danzando en el aire, bailando entre la arena. ¿Por qué las mujeres de los rebeldes se hacían volar cargadas de bombas? El soldado lloraba al atardecer, con los guantes negros secaba el sudor de su frente y escondía las lágrimas, y suplicaba alzando los ojos al cielo que se le concediese el valor de no bajar nunca del barco, nunca, nunca, nunca bajar, nunca bajar del barco, pasase lo que pasase.
Una vez encontraron un francotirador en las ruinas de una ciudad. Lo persiguieron durante días, lo persiguieron a través de las ruinas, le cercaron, pero no pudieron atraparlo. La sombra de aquel hombre solo los perseguía. Pidieron refuerzos, y siguieron dándole caza, pero sus armas automáticas y sus visores de infrarrojos no podían detener a la sombra. Los tanques no podían detener a la sombra, que se escondía en los agujeros y comía arañas y estaba desnuda. El fósforo que reducía la piedra a cenizas no podía alcanzarla. Trescientos hombres tuvieron que peinar palmo a palmo la ciudad entera hasta que lo encontraron, y cuando lo encontraron, se había abierto las venas.
Y le tuvieron miedo.
La viuda del soldado recordaba a las madres de los soldados muertos y a las viudas de los otros soldados. Recordaba a los soldados que escribían cartas diciendo que los habían engañado y que querían volver a casa. Recordaba los aviones. Recordaba a los soldados que lloraban al atardecer por la pérdida de la inocencia del hombre.
Una tarde lanzamos una bomba contra una escuela. La llama ardía roja al viento, desafiante y hermosa como una estrella orgullosa. Los niños salían del colegio envueltos en plasma, y un abuelo, llorando, alzaba en brazos a una niña pequeña, muy pequeña, de cuya pierna derecha desgarrada colgaban jirones de piel y de carne.
El escritor siempre pasará su vida a la búsqueda de la frase perfecta.
A ga maeba kuwashmine yoini keri
A ga maeba teru tsuki toyomu nari
Yobai ni kami amakudarite
Yoba ake nuedori naku
Una diosa que nace es un suspiro entre la lluvia, un recuerdo entre la bruma.
Un alma que nace debe morir.
El 16 de marzo, en pleno auge de la guerra, un grupo de soldados llegó a una aldea, esperando enfrentarse a fuerzas rebeldes. Pero no estaban. Así que decidieron destruir la aldea. Torturaron a los hombres, violaron a las mujeres y mataron a los niños y a los ancianos. El soldado estaba sentado bajo la lluvia junto al templo de la aldea. Allí, los gritos parecían no llegar a sus oídos con tanta nitidez. El cielo estaba cuajado de estrellas. De modo que se levantó, se puso los guantes de suboficial. El casco. Cargó su arma, apoyó la punta del fusil bajo su barbilla y abrió fuego. Los verdugos respondieron ante Elaine. Nadie supo cómo murieron. La aldea, con cientos de cadáveres desnudos, pero también con doce oficiales formados y firmes, vestidos con el gris de gala de los Dragones del Imperio, fue arrasada con una bomba atómica lanzada desde un crucero imperial.
Pero esa es otra historia. La viuda del soldado no la conoce. La viuda del soldado atraviesa el llano de la tierra bonita de los indios en un tren, se acurruca y se abraza a sí misma, mira con sus ojos, incapaces siquiera de llorar, a un punto de horizonte. Las nubes grises sólo son atravesadas de tanto en tanto por un sol perezoso. La viuda del soldado aprieta con fuerza los guantes negros y en su bolsa lleva una fotografía de una mujer joven, pelirroja, casi una niña de ojos marrones y piel clara, arrodillada en el dintel de una puerta, apoyándose en una ametralladora de posición y dando indicaciones a un grupo de sombras que esperan tras ella para lanzarse al otro lado de la puerta.
Combate urbano. La cabo al mando da instrucciones a los binomios.
La cabo al mando da las órdenes de asalto durante el combate dentro de la casa.
When you are dancing, a beautiful lady becomes drunken
When you are dancing, a shining moon rings
A god descends for a wedding
And Dawn approaches while the night bird sings
God bless you, God bless you
God bless you, God bless you
En algún paisaje del recuerdo dos muchachas bailan.
El verde de la guerrera, los gestos decididos, la plegaria del mando (Don't let me to betray you, oh Elohim; don't let me to betray my men). El mentón firme, la piel clara, los labios; los labios tan dulces. La hermosa mirada del color de la miel, bajo la música sutil de la tarde. Los labios, los susurros, las caricias. El pelo rojo, los guantes negros. El pelo rojo, los ojos fuertes, orgullosos, de fuego. Los labios de la diosa, perdidos para siempre. Los labios de la diosa, tan amados.