La plaga
¡Qué diferente es la visión del mundo dependiendo de dónde se viva! Esto es lo que nos plantea este relato. Por un lado están Sahib y sus millones de seguidores muertos de hambre y de cansancio. Por el otro, las grandes potencias occidentales que se sienten presas del pánico por esa §plaga§ que crece sin cesar y se desplaza ininterrumpidamente hacia ellas. Deben pararla. Lo hacen. El presidente recibe la mayor ovación de la historia.
El aliento helado de la Tierra se desmadejaba lentamente desde las cumbres, ocultas entre nubes, empañando la montaña. Al recién llegado, tan propenso siempre a prosternar su espíritu ante lomaravilloso, se le antojó que aquello tenía más de milagro que de hallazgo. El hombre admiró los ovillos desflecados de bruma desvaneciéndose en mil añicos sobre las copas de los árboles. Se agachó, tomó entre sus manos de olivo un puñado de nieve y hundió en ella el rostro. Por fin comprendió lo que era el frío.
-Sahib, hay alguien que querría volver a casa. Echa de menos a sus hijos.
El hombre de la cara llena de nieve interrumpió su oración y echó al vuelo una sonrisa llena de virutas blancas.
-Pues que vuelva.
En el campamento, la música de los que acababan de unirse empezó a sonar de nuevo y él la saludó con un escalofrío de placer y melancolía. Recordó la palabra: gaiteros, y se levantó despacio, izado por esa melodía que sonaba a invocación y que parecía emerger de la ladera, de las raíces grises, de los aguazales, como si con ella hubiese despertado al fin la Diosa de los Pobres.
Miró sus botas recosidas, las únicas que había tenido, y recordó los pies reventados de huir hacia ningún sitio que habían hecho célebre a su pueblo. Recordar era su principal alimento. Sahib, por cierto, aprendió a andar de hambre, mientras sus padres se pudrían al sol hechos una mueca sin encías, un amasijo infecto de trapos, sangre, moscas y barro. En el país sólo quedaban pastos negros, cielos amarillos, pajarracos insolentes y cunetas atestadas. Un viejo malandrín que hacía silbar las cañas lo recogió para instruirlo en el arte del dolor y en la esgrima del odio contra el poderoso. Su cabaña olía a fe y a pólvora.
-No quiero tus armas -le había dicho Sahib, entonces sólo un niño-. Quédatelas. Quédate también tus dioses de hueso y entiérrate con ellos. Porque yo sólo quiero saber cuántos somos.
Desde una atalaya, el viejo le mostró el horizonte.
-Somos todos los que ves. Y de ahí hasta el mar.
Sahib calculó como pudo la cuantía de hambrientos, heridos y despojados, porque el mar estaba muy lejos.
-Entonces, ya tienes un dios en el que creer -dijo al fin.
Y se marchó colina abajo. Al llegar a la aldea saltando sobre sus pies quemados, una mujer lo detuvo de un empellón y se mofó de él y de su expresión poderosa, pero Sahib no tenía tiempo para hacer enemigos.
-¿Por dónde se va al mundo de quienes nos han hecho esto? -preguntó, señalando las cunetas y los pajarracos.
La mujer difundió el rumor y enseguida, bajo la cáscara de la curiosidad, despertaron los primeros fervorosos. Uno de los que vio pasar al muchacho le reprochó, en su calidad de venerable asceta, que careciera de los estigmas del salvador largamente esperado y le advirtió de que, dada su deleznable genealogía, no era quién para marcar caminos. El muchacho le extendió las palmas de las manos y le pidió que tomase un cuchillo y le explicase sobre su piel de qué estigmas estaba hablando. El santón le talló la virtud y, arrodillándose, lamió la sangre de la hoja.
-Ahora te reconozco -sollozó-. Tú eres el enviado. Tú, Sahib.
-Sí. Me envían mis pies y mis tripas.
Muchos de aquellos fieles habrían de morir con los primeros bombardeos, hasta que las rotativas hicieron que la leyenda del líder niño le despejara a éste los caminos y forzara durante algún tiempo el silencio de los fusiles. La comitiva aprovechó la tregua para convertirse en una proeza. El muchacho intuía que el mundo de los fuertes tenía muros de papel; la ley permitía interceptar e incluso abatir a tiros a quienes se saltaran las fronteras, pero daba por supuesto, tal vez por falta de munición o de aptitud para el genocidio, que nunca serían cinco millones de personas dispuestas a no dar un paso atrás.
'La palabrería y la indolencia de los Estados le han franqueado un pasillo por el mundo a este mocoso al que la anemia moral de Occidente ha proporcionado, además, un formidable estímulo a su paranoia. Lejos de cualquier teoría viable sobre lo que ha de ser la justicia global (un empeño, por cierto, en el que aquellos a los que ofende llevan gastados muchos miles de millones), su pretensión es convertir el mundo en un remedo de su triste persona: pobre, inculto, demagogo, desubicado, ingenuo, perverso, primitivo. En su universo de dibujos animados todos hablan de comer, pero nadie de instalar los cables de la luz ni de abrir pozos en las minas. Su manual para ser feliz en quince días no dice una palabra de lo mal que se pasa para serlo; he ahí uno de los porqués de su pobreza. De ahí que su éxito vaya a durar lo mismo que nuestras reservas, después de las cuales no hallarán nada que llevarse a la boca ni modo de producirlo. Ni medicinas ni energía ni transportes ni comercio ni producción ni progreso de ninguna especie. Es, en el sentido cabal de la palabra, una plaga. Y como tal ha de ser tratada. Si no, ¿qué nos espera?'
-La barbarie -había dicho el muchacho, tras escuchar la lectura del periódico-. Yo no sé qué mundo es ése del que hablan y que tanto quieren proteger. Y la culpa de que no lo conozca ni lo aprecie es de ellos, no mía. Nunca tuve luz ni grifos ni bálsamos ni libros. En nuestros pueblos nos las hemos apañado muy bien para morir sin ellos. ¿Qué me importa que les duela la cabeza o que no vuelen sus aviones? ¿Cómo puede ser eso más importante que lo que les pasó a mis padres? Avanzaré sobre ellos y los eximiré de sus necesidades de pacotilla, a fuerza de hacerles comprender las mías.
Sí. Recordar. Asomado a la muchedumbre, y con la piel aún escarchada por la nieve, Sahib recordó también el regreso de los tanques. Pero el paisaje era demasiado sagrado como para contaminarlo con pensamientos corruptos. En otras ocasiones, cuando se inflamaba de tristeza, se vengaba de ella cantando. Pero la música hacía ya rato que se había apagado entre las montañas, y sólo se oía el cada vez menos lejano rugido de los motores.
-¡Sahib! ¡Sahib! ¡Sahib!
Descendió hacia los suyos. El rumor de los aviones estrechaba el horizonte.
-¡Sahib! ¡Sahib! ¡Sahib!
De los cinco millones que cruzaron el mar a los cincuenta que hollaban el valle. Debajo de ellos, de todos ellos, estaban los senderos de hojas secas, los prados escarchados, las autopistas, las orillas de los ríos y de los mares. No había un solo hueco por donde ver lo que quedaba bajo los pies. Seguían llegando las caravanas y los carros repletos. Años atrás, ante las primeras alambradas, apenas habían estado él y un par de cientos de rebeldes más; luego, frente a los uniformados y sus líneas fronterizas, tal vez varios millares en gestación de otros cuantos más. Al cabo de un mes, cuando cruzaron el primero de los mares que se les puso por delante, alguien en un despacho propuso una cifra sin imagen que los informativos reproducían para dar miedo. Y aquel día, con las montañas a un lado y al otro los rascacielos de la ciudad más protegida del mundo, un muchacho de entre la multitud había enarbolado un diario en el que se hablaba de esos cincuenta millones de rebeldes en marcha, de insurgentes terribles dispuestos a rescatar la propiedad y el uso del mundo.
-¡Sahib!, ¡Sahib!, ¡Sahib!
De todos los extrarradios, de todas las selvas, de todos los cenagales, de todos los baratillos humanos del mundo seguían llegando los barcos y las piernas y las voces de un mundo nuevo. 'Las legiones del Anticristo avanzan por Europa'. Antes de regresar del todo, el hombre al que otros llamaban niño se volvió una vez más para acompañar su recuerdo del frío con una última contemplación del monte helado.
-¿Nos matarán esta vez, Sahib?
El líder no tenía respuestas para el miedo. Sólo preguntas.
-¿Tú para qué tienes los pies? Pues camina o huye.
Y echó a andar de nuevo al frente de la plaga.
'El mundo que amamos resurge hoy cimentado sobre los huesos de cincuenta millones de muertos. Es el precio más alto jamás pagado por la paz, en tiempos de guerra. La deshonra de haber producido este episodio marcará por siempre la historia del ser humano, que sólo hallará algún consuelo si, merced a tan dolorosa e infame experiencia, aprende a vivir y a convivir de forma más justa y compasiva, en lo sucesivo. Esta esperanza no habría sido posible, por más que nos destroce el corazón pensarlo, de no haber acabado lo que se dio en llamar la Plaga: un equivocado esfuerzo que produjo su propia condenación'.
Dijo el presidente, conturbado y firme.
'No ha habido victoria ni derrota. Ni cabe celebración de ninguna clase, como tampoco venganza entre quienes, por su condición, se sientan representados en las víctimas. Antes bien, los países más poderosos y quienes los habitamos debemos esforzarnos de aquí en adelante para la consecución de esta prioridad común. Puedo asegurar que tomaremos todas las medidas a nuestro alcance para combatir la pobreza, la desigualdad y la escasez allá donde se encuentren. Y ayudaremos a los pueblos a reencontrarse con ellos mismos, con su naturaleza, sus modos de organización política, su idiosincrasia social y sus virtudes consustanciales, sin injerencias de ningún tipo. Ese objetivo marcará la próxima cumbre de las potencias, de la que saldrán reforzados, sin la menor duda, los principios fundamentales del Derecho Internacional'.
'Pueden creerme'.
Nadie recuerda una ovación igual. La historia, al menos, cuenta que nunca antes la hubo.