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CincoSentidos

La distancia no es lo que separa

El protagonista nos informa de que su familia padece, además de un cáncer hereditario, una fuerte tendencia al suicidio. æpermil;l posee los dos y quiere averiguar todo lo relacionado con su deseo de acabar. Comienza a investigar, a preguntar... y a recibir información sobre las muertes de algunos de sus antepasados. Es una historia, o varias, espeluznante. Además, hay que tener en cuenta quiénes son sus interlocutores y qué día del año es.

Los zapatos antes eran importantes, mi bisabuelo se puso los del domingo un jueves, después de limpiarlos hasta sacarles brillo, cosa que nunca hacía, para irse a las vías del tren, en lo que entonces eran las afueras, la margen izquierda de la ciudad, y arrojarse al paso del Madrid-Irún de las seis. Quizá no supiera que en un cadáver, muerto de forma violenta, los zapatos salen expulsados por la presión sanguínea y que acaso, como no hubiera remendado los calcetines, a saber si el maquinista encontró su pie precisamente con el agujero del dedo gordo roto, o el carcaño recosido. De eso nunca se hablaba en la familia. De lo del cáncer hereditario, sí. Ya éramos demasiados los afectados por esa enfermedad laboriosa que en unos meses te hace desconocido. Pero del suicidio no, una cosa extraña, pues en nuestra familia es una tendencia oculta. Nadie nos quería explicar por qué, teniendo una parcela en el cementerio, hubo de comprarse otra mi abuela, y sin decirnos dónde estaba la antigua, como si no existiera; consiguió hacernos creer que con la reforma del cementerio había quedado trabada en burocracias y que algún día repondrían la lápida. Pero eso no era lo más extraño, sino que hubieran cambiado de apellidos y que ni en el registro del ayuntamiento estuvieran las partidas de nacimiento, lo que, según un funcionario, era normal en la época, pues durante la Guerra Civil desaparecieron documentos en todos los sitios y, además, la persona que buscaba yo seguramente fuera un rebelde y estuviera enterrado por cualquier cuneta, desaparecido. Lo que pasa es que no me dejé llevar por el pesimismo y hasta el último día de vida de mi abuela estaba tratando de sacarle la información, cosa que conseguí mientrasmoría y en nombre de mi derecho a saber. Por eso supe que lo del suicidio en mi familia era algo ocultado pero real. Eso que yo sentía por dentro era hereditario. La tumba correcta, que se hallaba a escasos metros de la nueva, tenía enterradas a seis personas, dos en la misma fecha, y las otras cuatro en el mismo día, pero de diferentes años, uno tras otro. Eso, así, no quería decir nada, sólo que había encontrado los restos de mi bisabuelo y había sabido que, un año antes de su muerte, había fallecido su padre y dos antes, una hermana, y cinco antes, su madre, y seis antes, otros dos hermanas. Todos el mismo día de julio. Como me recorrió un presentimiento, me dirigí a la única persona que podría darme una respuesta. Aunque con 97 años, encorvada hasta tocar con la cabeza el suelo y una aparente distracción, me recibió gustosa. Ni tuve que decirle quién era y habían pasado 20 años desde que se fue de la ciudad a morir. Fui directo al grano, acepté el café que me ofrecía y molí la pregunta endulzándola con halagos a su buena memoria y a los buenos recuerdos que tenía de ella, mentira pura, pero que me sirvió para saber que sí, que las dos primeras niñas murieron en accidente, en un descuido de la madre. Luego ésta, culpabilizada, no pudo aguantar y se ahorcó el día del primer aniversario de un ciprés del cementerio. Empezaron a correr rumores sobre que la verdadera causa del accidente no fuera ella, sino que estuviera atendiendo el capricho de otra de las niñas, que de nuevo presionada por los rumores y la tristeza se cortó las venas con 18 años, cosa que hundió al padre y poco después a mi bisabuelo. Todos se sentían herederos de un suceso que la mujer no me quería explicar claramente, escudándose en que llevaba años guardándolo por una promesa y que no podía romperla. No le insistí, sólo le pregunté si sabía de alguienmás que pudiera contarme cosas de mis antepasados. Me mandó muy cerca de allí, al lado de la iglesia, adonde el párroco jubilado que vivía en el convento, cuidado por las monjitas, debía de saber todo, pues fue quien se guardó los papeles del registro civil antes de la contienda y en actas judiciales podría poner lo que yo buscaba.Me despedí sin hacerla levantarse y fui al convento. Por la portezuela, cuando llamé al timbre, se asomó una voz. La expliqué quién era y que necesitaba visitar al sacerdote por una cuestión urgente. Me dijo que en dos horas volviera, que me recibiría. Me acerqué hasta la cantina del pueblo y pedí un café de puchero y alguna magdalena. La mujer que servía a los paisanos se me quedó mirando; seguro que ya me había reconocido por cualquier detalle que ni yo mismo sabía de mí. Hojeé la prensa del día y, como el interés de la señora se acrecentaba, acabó por preguntarme si era yo quien suponía. Claro que había acertado, y entonces se sentó en la silla enfrente de mí y me dijo que su madre siempre le había hablado de nosotros, de la manera en que desaparecíamos. Me adelantó que hacía muchísimos años que nadie había vuelto a aparecer por el pueblo, nadie de mi familia. Le puse al corriente de los lazos que me ataban y de las maneras de enterarme de las cosas y me dejó ver que sabía algo más de lo que decía. Se me hizo la hora y volví al convento a charlar con el cura; después volvería, ya que quería conocerme una persona, que no me quiso decir quién era.

La superiora me hizo pasar a una salita decorada con un sencillo crucifijo sin Cristo y una mesa de madera donde se posaba una Biblia abierta. Había una ventana con cristales que desenfocaban el exterior, donde se mecían las copas de los árboles a merced del viento. Mientras repasaba la celda de escasos adornos, entró un hombre con sotana, acompañándose de una cachava y del brazo de una seglar que en la otra mano llevaba un rosario. Lo ayudó a sentarse en la silla y, después de presentarme, le pregunté qué sabía de aquellas extrañas muertes. Me dijo que no eran extrañas, que la madre de mi bisabuelo estaba trastornada por las presiones que recibía del marido, militar de linaje, despectivo y autoritario, que la obligaba a someterse a todo tipo de actos vejatorios y a humillaciones delante de sus hijas por tener precisamente eso, sólo hijas, y haberle dado un varón enclenque como mi bisabuelo. Cuando por preparar la cartera del colegio de Clarita se dejó olvidadas en el cuarto a las dos pequeñas, en parte porque pensaba que las tenía el marido en su despacho, y se derrumbó esa parte de la casa debido al terremoto, atrapándolas y matándolas, el militar no tuvo compasión y se lo estuvo reprochando durante 365 días, hasta que le minó la moral y se colgó. Pero el tiempo es justo, y las desoladas lágrimas de los vivos rellenaron el alma de los que quedaban por irse. El cura no era muy explícito, pero poco a poco iba sacando más cosas. Como de pronto se ponía a contarme cosas de su vida que no me interesaban, intenté dejarle y llamé a quien que se lo pudiera llevar. Salí al pasillo y busqué por las habitaciones a alguien, incluso de voz llamé al vacío. Volví al cuarto y el cura no estaba, sin duda se lo habían llevado. Entonces me fui a la calle, y antes de salir me crucé con ella, una monja jovencísima con unos ojos grandes y marrones como los de mi familia, y un rostro tan parecido a las fotografías de joven de mi madre que no resistí preguntarle si acaso tenía los mismos apellidos que yo. La joven, que guardaba voto de silencio, me mostró la puerta y fui de nuevo a la cantina, donde, sentada junto a un hombre de barbas rojizas, me esperaba la mujer de antes. Me senté junto a ellos y me presenté; me dijo: 'No hay más que verte, tienes todo el aspecto de tu bisabuelo'. Y se quedó mirando mis zapatos.

Pero qué horribles palabras acababa de escuchar; me dirigía de vuelta a mi casa arrepentido de haber querido saber. Ya no me extrañaba por qué nadie quería hablar del tema y mi único propósito era olvidar. Poner distancia a lo sabido.

Busqué una cama donde dormir esa noche y rumié constantemente cómo debía decírselo. El viejo mirándome los zapatos me había dicho:

-Son iguales a los de aquel jueves.

Me sentía incómodo entre esos dos seres que me observaban entre atónitos y duros. Les dije:

-Si ustedes saben cosas que me atañen, deben decírmelas.

-Poco a poco, es algo que no podrías imaginar, puede dolerte.

Y entonces pensé decirles lo de la monjita que acababa de conocer y la sensación que me dio, pero hice un gesto de que no tenía importancia y aquel anciano comenzó a contarme que mi bisabuelo se suicidó a causa de su padre, que todo giraba en torno a ese hombre que yo sólo había visto en una fotografía, lancero del rey Alfonso XII, y que vestía con traje y sombrero abombado, disciplinado y practicador del incesto con sus hijos, con todos sin excepción. Nadie podía soportar esa situación provocada por la vuelta a casa de ese mando militar en retiro por las nuevas ordenanzas reales, jubilado forzosamente. Imbatido en alguna guerra, la familia empezó a ser de puertas adentro una batalla. Nadie podía imaginar lo que ocurría. La primera vez que se supo algo fue tras la extraña muerte de las niñas. Una de ella estaba despedazada, colgada como un cochinillo, y abierta en canal la otra. Debido a su poder y a sus méritos la misma Corona cerró el asunto. Pero eso fue el detonante de los demás suicidios, pues sus maneras no cambiaron hasta que él mismo ya no pudo soportarse.

-Todos se volvieron locos, y eso que tu bisabuelo era una persona cuerda, un hombre de mente abierta que lo entendió todo. Todo menos saber que también su propia mujer había sido vejada por su padre y que una de sus hijas, tu abuela, era al mismo tiempo su hermana.

En ese momento entraron unos forasteros y la mujer se levantó a servirles. Yo pensaba en los ojos de aquella mujer cuando de nuevo me dijo el hombre:

-Y la novicia que piensas es..., se empezó a oír un alboroto e hizo imposible que escuchara lo que me estaba diciendo, pues hablaba con debilidad y casi susurrando, cosa que no había captado hasta entonces que habíamos dejado de estar solos. ¿Pero qué sabía él de lo que yo pensaba? ¿Cómo lo sabía? Quizá mis rasgos me delataran. No me dejó tiempo para pensarlo, se levantó y desapareció por detrás de una cortina verde oliva, áspera a la vista.

Fue entonces cuando intenté verla y decidí quedarme hasta el día siguiente ante la negativa. Dormí agotado y desperté soñando con mi tatarabuelo sujetándome fuerte del cuello y las manos, mientras una mujer que no reconocía le decía que me dejase tranquilo y le daba a beber de un vaso. Al dejar de notar su presión abrí los ojos asustado.

Sin pensármelo dos veces ni pasar a tomar café de puchero me dirigí al convento y ella sí me quiso recibir, y me hizo pasar al mismo cuarto donde el cura me había hablado. Se sentó en el sofá y me acercó su mirada. Estuvimos silenciosos hasta que le dije:

-Ayer me hablaron de ti, no pude saber por qué razón entrabas en la conversación, pero sí que tienes que ver con mi familia, algo me lo dice.

-Estuvo mi abuelo esta mañana a decírmelo, que habías aparecido. Llevaba años esperando que llegaras. Es también tu abuelo, se casó por segunda vez con la abuela y se separaron.

-¿Entonces somos primos?, le pregunté.

-No, somos hermanos.

Algo cambió en mi interior en aquel momento, todas mis intuiciones tenían sentido. No sabía qué decir y tampoco podía apartar los ojos de la ventana y ver a lo lejos la sierra. Estaba confundido y todas mis vivencias se difuminaban.

-Yo sabía que existías; tengo un recuerdo de niña, cuando se te llevaron de casa; nunca he sabido la causa, y el abuelo hasta hoy apenas me ha dicho nada. Ayer, cuando nos cruzamos por el refectorio, sentí algo en el corazón.

Noté una punzada en el pecho al ver el calendario colgado en la pared; marcaba el 7 de julio, esa fecha oscura.

-Pero..., intenté dejar caer algunas palabras y no pude. Quería preguntarle qué sabía ella de mí, pero me quedé mudo, impactado de su serio rostro.

-Nuestro tatarabuelo no se suicidó como piensa la gente. Fue víctima de su propia demencia. Después de hacer guerras y llegar de jubilado a casa, se pudo saber que antes de casarse ya tenía una hija, la cual, sin él sospechar nada, lo conquistó y cuando estaban en la cama, lo envenenó y allí se lo encontraron, en su propio cuarto, desnudo y con convulsiones, y nadie hizo nada por él. La hija desapareció. Pero no por mucho tiempo, pues es nuestra madre, hermanastra de la abuela.

Se empezaron a oír las campanas de la iglesia y los pocos habitantes del pueblo murmuraban algo que, desde el cuarto, a través de las ventanas, no entendíamos. La miré y recordé el día que era al ver agitados sus ojos. Me miró compulsiva y salió diciendo:

-El abuelo...

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