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CincoSentidos

Hombre con moneda

No es conveniente dejar pasar las oportunidades porque, casi con seguridad, no se vuelven a presentar. Nuestro protagonista perdió la suya por dudar siempre. Antes de tomar una drástica decisión, con la mente ocupada en varios asuntos, sin apenas darse cuenta, recogió una moneda del suelo y se la echó al bolsillo. A partir de ese momento comienza su absurdo peregrinar por la ciudad en pos de un objetivo que, por supuesto, no logra.

Sólo la tercera vez que pasó junto al buzón reparó en el brillo reciente de aquella moneda. Tenía la mente ocupada en otra cosa, y sin convicción se agachó, la recogió y se la echó al bolsillo. Uno nunca sabe cuándo hay que llamar por teléfono. Odiaba hasta la misma hez al hombre que así le hacía esperar. Había quedado con él en esa misma esquina, y ya aguantaba un retraso de doce o catorce minutos. Y en verdad no era el retraso en sí lo que le enfurecía, sino la mera expectativa de un encuentro con aquel ser que tanto le repugnaba. Sabía de fijo que en cuanto lo viera aparecer, su frustración irritada aumentaría hasta un nivel doloroso, y deseaba con todas sus fuerzas y ninguna esperanza hallarse lejos de allí, recordando ese buzón húmedo desde alguna playa remota, o desde el lecho de una dama desconocida.

Y entonces decidió lanzarlo todo muy lejos, perderlo todo de vista, escapar a las rúbricas exactas que el destino había trazado hace ya tanto tiempo en su agenda de bolsillo. Pensó incluso en dejarla caer, con todas las citas y los teléfonos, dentro de una alcantarilla, pero temió ver anegarse su futuro y se contentó con empezar a andar. Se alejó de la esquina con paso histérico primero, elástico y satisfecho más tarde, tan pronto como dejó atrás dos o tres manzanas del barrio de negocios. No importaba ya la consideración del jefe ni la posibilidad de perder un trato de millones. Sencillamente, había decidido tomarse el día libre.

El cielo gris pesaba como una lona sobre los tejados de sucios edificios. En su interior, una adolescente daba a luz ella sola en la bañera, un sacerdote grababa un vídeo porno, un dibujante de cómics comenzaba en secreto un lienzo abstracto. Nada de todo lo cual incomodaba en lo más mínimo a nuestro amigo, ese oficinista que atendía a su respiración mientras paseaba y se asombraba de lo poco que conocía un fenómeno tan cotidiano. Imaginaba por vez primera en muchos años, tal vez desde la escuela, las formas indescriptibles que portaba en la nariz, formas que sólo un espeleólogo profesional conseguiría dibujar. Había en los escaparates algunos reclamos que llegaron a concitar su atención. Notaba en el bolsillo el frío breve de la moneda húmeda que había recogido, y decidió darle un uso especial e inadecuado, poético, digno de ser comentado.

La puerta del bingo no se abría hacia adentro, pero eso entonces poco importaba, porque faltaban varias horas todavía para el comienzo de su horario de apertura. Además, nunca conseguiría un cartón tan barato. Caminó con un pie en la calzada, como cuando era niño, hasta otra parte de la ciudad. Llamar por teléfono era demasiado fácil. También lo era comprar golosinas en un quiosco, por muchas ganas que tuviera de hacerlo. Resulta difícil, pensó, deshacerse de una moneda que te quema en la mano, cuando uno se ha propuesto hacerlo de una forma verdaderamente nueva. Resistió estoicamente, como Ulises amarrado al mástil, la llamada de esa vieja timadora que posee coche y lavadora, pero a la que gusta sentarse cada mañana sobre una manta remendada para pedir limosna a los que pasan. También era algo que ya había hecho antes, y el destino de esta moneda debía por fuerza ser sin precedentes.

Dispuesto a exhibir su presencia allí donde no se le aguardaba, entró en un edificio de oficinas de una empresa muy conocida. No había contado con el conserje, hombre de cierta edad y pelos asomándole por la nariz, quien levantó la vista de su crucigrama para dirigirle una mirada despistada y una apremiante interrogación. 'Me ha citado el señor Pérez', mintió nuestro amigo, y al parecer debió de hacerlo con cierta dignidad, pues un momento después el conserje levantó un dedo manchado y, señalándole con él los ascensores, aclaró: 'Es en el piso cuarto'. Empuñando la moneda en el bolsillo, este hombre extraviado cruzó el vestíbulo resplandeciente del edificio y entró en un ascensor a la vez que lo hacían otros dos ejecutivos, trajeados como él, que en verdad no le hicieron caso alguno. El ascensor admitía gente en cada planta, sólo para vomitarla a su capricho algo más tarde. æpermil;l conocía este tipo de empresas demasiado bien. De hecho, llevaba trabajando para una desde hacía tres años y éste era el primer día que dejaba plantado a un cliente. Escapar de la rutina siempre merece la pena, por pequeña que sea la excusa, se repitió al abandonar el ascensor en el piso cuarto.

Láminas de pintores contemporáneos enmarcadas tras cristales que dificultaban su contemplación. Ceniceros instalados a media altura, sólo en los pasillos. Ruido de teléfonos. Tal era la oficina a la que sesenta trabajadores sacrificaban horas irreversibles de sus vidas cercenadas. El hombre de la moneda quería deshacerse de ella en un lugar inesperado, en un sitio donde nunca hubiera esperado encontrarla. Se acercó con cautela a una mesa atestada de papeles, cuyo dueño había abandonado un bocadillo a medio comer y el ordenador encendido, parpadeando a causa de un monitor obsoleto. Nadie reparaba en la presencia del intruso. Podía intentar un sabotaje contra esa empresa, aunque ignoraba si competía de algún modo con la suya. Bien mirado, cualquier sabotaje debería ponerlo en práctica en su puesto de trabajo. De alguna forma ya lo estaba haciendo, por haber abandonado a aquel cliente engorroso e infatuado cuya sola proximidad le provocaba la náusea. Calculó el peso de la moneda entre sus dedos, pero no supo dónde dejarla. ¿En el bote de los lápices? ¿Dentro del bocadillo? ¿Sobre el asiento? Todo parecía tan prosaico y verosímil, que a buen seguro muchas personas habrían encontrado alguna vez una moneda en cualquiera de esos sitios. Debía encontrar algo mejor, interesante. Su condición de asalariado le había atraído hasta el interior de una empresa, precisamente el tipo de sitio equivocado para depositar una moneda. Tenía que salir de allí antes de que alguien lo saludara.

La moneda volvió a la calle, aunque nunca llegó a advertirlo, oculta como estaba en el bolsillo del abrigo de nuestro hombre, que de vez en cuando la agitaba y la soltaba, para cerciorarse de que seguía en el mismo sitio. Caminaba a buen paso, registrando los alrededores en busca de un buen destino para la moneda. Se daba perfecta cuenta del absurdo general de su comportamiento, que le hacía sentirse como el infiltrado opaco y taciturno del caos dentro del orden. Su vida estaba en orden. Todo en su sitio (menos la moneda). Otros en su lugar se daban a la bebida o ingresaban en una secta. æpermil;l era mucho más inofensivo: se limitaba a pasear una moneda. Encontrarle un buen sitio era más fácil de lo que él creía, y eso era justo lo que le sacaba de quicio. A su alrededor nadie sabía que él conducía una moneda hasta donde ninguna moneda esperaba llegar. Reinaba la normalidad, la tranquilidad, el coma. ¿Era posible, entonces, que sólo a él se le hubiera ocurrido una cosa tal? Los elefantes, se dice, buscan un lugar idóneo para morir. ¿Por qué razón se negaría él a encontrarle tumba a una moneda huérfana?

Sus pensamientos eran tan extraños como nuevos. Nunca antes le había pasado una cosa así. Sin pararse a analizar lo que hacía, se introdujo en un hospital enorme y pasado de moda, donde las enfermeras, calzadas con zuecos, entretienen su ocio en leer revistas ilustradas y ligarse a los médicos con pelo. Como llegaba dentro del horario de visitas, nadie detuvo su intento de subir a la planta tercera. A lo largo de un pasillo que apestaba a cierto tipo de lejía que por suerte sólo se usa en los hospitales, una sucesión finita y duplicada de puertas entornadas, cerradas o abiertas, conducía hasta otras tantas habitaciones de hospital. Cada vez que uno se asomaba por alguna de aquellas puertas, lo más probable era descubrir a un paciente en la cama. Algunos visitantes eran particularmente ruidosos, pues reían o lloraban dentro de las habitaciones. Una enfermera cruzó el pasillo de parte a parte con un objeto de plástico inidentificable bajo el brazo. Su energía era contagiosa: nuestro amigo agarró la moneda dentro del bolsillo y entró en una habitación. En la única cama, cerca de la ventana, dormía un hombre cuyas dos piernas escayoladas habían sido izadas mediante un complicado juego de poleas. Nadie lo visitaba, pero algún gracioso había dibujado una ranura en una de las escayolas y había escrito las palabras insert coin debajo. Nuestro hombre no era políglota, pero leyó y entendió. El momento había llegado. Aquella moneda perdida acababa de encontrar su centro, el motivo de su existencia. Muchas personas no tienen esa suerte. Justo cuando estaba a punto de introducir la moneda por el borde de la escayola, una idea escandalosa golpeó su mente: ¿acaso era imposible que otro bromista en cualquier lugar del mundo hubiera escrito lo mismo en otra escayola? A buen seguro, en ese mismo hospital se recuperaban cada día seis monedas cuando el enfermero cortaba la escayola y la separaba de la pierna, o del brazo, del paciente. ¿Qué originalidad le cabía esperar, si había quemado su creatividad en un empleo burocrático, aunque bien remunerado? El paciente despertó y preguntó extrañado por la identidad de su imprevisto visitante. Nuestro amigo blandió enigmáticamente la moneda ante los ojos débiles del hombre escayolado, se la echó luego al bolsillo, y sin explicar nada, porque nada había que explicar, salió de la habitación.

Quizás llegado este punto alguien quiera saber si nuestro amigo y el hombre escayolado volvieron alguna vez a encontrarse. La respuesta es sí, pero ninguno de los dos reconoció al otro, y por eso, a todos los efectos prácticos, ese reencuentro nunca tuvo lugar. Queda por referir cómo nuestro amigo salió del hospital y encontró un buen sitio para dejar su moneda. Por desgracia, eso no puede contarse, porque al guardarla por última vez lo hizo en el otro bolsillo, que estaba agujereado, y la perdió sin darse cuenta. Quería haber cosido antes el forro de ese bolsillo, pero le tenía miedo a las agujas. Sí que volvió sobre sus pasos, pero no encontró de nuevo la moneda. Y es que su oportunidad ya había pasado.

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