Estimada amante
Queridísima amante.
Este primer párrafo que ahora escribo no es aquel con el que hubiese deseado comenzar esta carta. Puedes creer que no exagero si digo que, en distintos momentos de insomnio, he pensado y soñado aun sin encontrar el sueño almenos diez misivas completamente diversas que podrían haber sido. Sin embargo, hasta hoy no he podido hallar la fuerza suficiente para sentarme delante de mi portátil ya no se estilan aquellas viejas máquinas de doble carrete que al citarse hacían más literarios los textos y dirigirme a ti de forma gráfica. Encontrarnos sin barreras, sin plumas ni lápices, a través de la palabra pensada de la imaginación y los soplos de la noche siempre nos unió, y por ello mismo sabes demi pereza para usar elmás frecuente y vulgar texto escrito. Debo, pues, antes que nada, y más aún por la especial y larga amistad que nos une, relatarte cómo he llegado hasta el instante presente en que empiezo mi narración de forma tan poco apasionada y en cierto sentido perdida. Así que he de confesar que hace sólo unos minutos había optado por admitir mi incapacidad para el negro en blanco, para la tinta en papel; había decidido abandonarte una vez más a tu extraña soledad en la confianza de que, aunque tú no recibieses la prueba escrita de mis cartas, encontraras todas sus esencias, como siempre, en lo más profundo de tu ser. Sin embargo hace bastante que he comprendido que una relación amorosa (por muy diferente que sea la nuestra de las demás) requiere trabajo para sobrevivir: aunque sólo sea porque el esfuerzome haga a mí sentirme vivo, y a ti sentirte querida por mí.
Por eso me vine hasta el Parador de San Sebastián de la Gomera. Porque necesitaba un lugar donde tuviese la paz y el tiempo suficientes para escribirte. Paz y tiempo. O guerra y paz, ya que el tiempo es el campo de batalla donde se desarrollan todas las guerras. Y aun así, al menos durante unas horas, tiempo y guerra no debían ser sinónimos, porque yo las necesitaba -las horas- llenas de paz (discúlpame, estos maximalismos son propios de poetas y escritores) para, en papel, moldear mi carta.
No quiero aburrirte con lo que ya sabes: hubo guerra en el tiempo y en la paz, y volví a ti, querida mía, como siempre hago, sabiendo que sólo bajo tu mirada podría llegar algún minuto tranquilo. Pero no debía sólo decírtelo. ¡Tenía que escribirte! ¡Tenía bajo cualquier otro concepto que escribirte! Hace unos minutos, como te apuntaba antes, había desistido de ello. ¡Claro! Tienes que escribir, dice el alma enamorada y sensible, creyendo que, como en un conjuro, se producirá el milagro. C'est voilà!... Pero nada tangible surge y las letras quedan vagando en el limbo poético. Y ha sido así como tú has conocido mis otras muchas cartas: todas aquellas cartas que nunca se encarnaron...
Aunque el escritor, henchido de un orgullo de casta un tanto extraño, crea, por un momento, en las posibilidades de la magia, acaba por descubrir que siempre los prosaicos ganaron a los creadores -luego no hay magia- y que también siempre al fin la vulgaridad y el fracaso reinan si no reina cierta armonía -aun conviviendo con la guerra- en otros lugares del ser. No te hablo, pues, de una utopía (que, como bien sabes, significa lugar inexistente), pero tampoco del reino de Guadalupe -viene muy al caso por motivo del lugar en el que ahora mismo me encuentro- que, etimológicamente, es el reino del río de los lobos. ¡Qué curioso! ¡Virgen de Guadalupe! La Virgen del río de los lobos. Supongo que cuando uno quiere encuentra en las palabras el significado que desea que tengan: de esta forma aquellas uniones de vocablos que parecen intencionadas no son más que sema agazapado. Pero, convendrás conmigo, que, aun así, Utopía y Guadalupe resultan antónimos en un muy amplio sentido. No, no es necesaria la utopía para crear, pero tampoco es posible escribir bajo la advocación de Guadalupe. Y, sin embargo, vine a La Gomera sólo para ello... ¿Ves? Ya siento que desvarío, pero ahora con un papel -o mejor pantalla- como indiscreto intermediario. Para desvariar son mejores los caminos libres de la imaginación. Sin embargo debo esforzarme. Debo esforzarme. Y seguir escribiendo una carta que cuando tú y yo ya no estemos (¡tú siempre estarás!) puedan entender aquellos otros que entonces estén y la lean.
Sí, sí. Lo sé. Sé que no he sido preciso: la pregunta era, ¿cómo he podido al fin escribirte? Porque de lo único que no cabe duda es de que lo estoy haciendo. Probablemente, ya lo sabes. Hubo una época en que intenté plantar sobre el volcán alguna flor más o menos risueña, más o menos mustia. Debía, infatigable compañera, repetirlo de nuevo. Al menos una vez más. Pero no dudes que ni yo sé por qué, finalmente, estoy golpeando estas teclas...
Creo que uno se enamora de alguien cuando se siente deslumbrado, pero también comprendido. En el amor siempre hubo egoísmo, ¿por qué negarlo? A fin de cuentas en todos los actos humanos hubo, hay y habrá egoísmo. Pero en algunos también hay entrega: tú nunca me has abandonado. Has sido mi amante fiel siempre: primero, cuando mi vino joven te alegraba la existencia; después, cuando mi vino, ya algo añejo, te llenaba de emociones y llorabas con alegre melancolía. Y también cuando mi vino agrio convertía en vinagre las propias lágrimas que por mí derramabas. No huiste nunca entonces. No hace falta que yo te lo diga, ni hace falta que tú lo oigas. Pero debo escribírtelo para que quede constancia en el futuro, aunque en el futuro ya todo dé igual.
Recuerdo siempre en tu boca la palabra adecuada, la palabra de consuelo, la palabra de apoyo e, igualmente, la palabra crítica cuando era necesario. Todas las palabras fueron y son tu palabra porque tú eres la palabra. Es curioso. Casi borro esta última línea porque me ha parecido confusa: iba a escribir excesiva, pero no es excesiva, sino sólo confusa. Sí, ya sé que tú también te has dado cuenta. Eres inteligente, la más inteligente sin duda. Pero también la más irónica. Puedo imaginarte la sonrisa al ser comparada con el Verbo Divino... ¡Porque al principio fue la Palabra! ¡Cómo ríes! Cuando quieres puedes llegar a ser ácida e incluso irreverente. Sí, sé que también lloras de emoción y pena ante la imagen de Dios crucificado. Por eso te quiero. Porque me lo das todo. Ahora te has ruborizado. Reconócelo. Te puedo ver las mejillas de adolescente sonrojadas. Y al mismo tiempo un gesto inocente y cándido. Y tal vez ahora te molestes porque creas que estos últimos comentarios sobre la mujer no son los propios para una Mariana Pineda. Por eso también te adoro. Sé que ahora habrás impostado la voz -al sonido, una tras otra, de las voces Mariana y Pineda- y ya estarás oyendo himnos triunfales de tierras -utopías de nuevo, ¡cómo es el lenguaje!- que no fueron más que el país de nunca jamás. Y, súbitamente, lloras llena de nostalgia, invadida por una saudade que comenzó como un recuerdo de una ilusión juvenil y se desliza hacia la angustia única. Sí, a ti también te desconcierta como a mí. ¡Cuánto hemos hablado de Unamuno! Parece que hubiéramos hablado incluso con él, y no sólo de él. ¿Con quién podría yo charlar así? Sólo contigo. Tú, sin embargo, podrías encontrar otros hombres No, ya sé que no. Tú también me quieres sólo a mí. Nadie será capaz de conseguir que piense de otra forma porque, sea como sea, es derecho del hombre enamorado creer aquello que más se le antoje. De modo que puedo cavilar lo que me venga en gana disfrutando entonces de mi pequeño reducto de libertad. ¿O no? ¿Existen reductos de libertad? ¿Cómo podría ser si mi conciencia no excede a las leyes de la bioquímica? ¡También lo hemos hablado tantas veces! Aunque en esto debes reconocer que yo te he dicho algunas cosas que te han sorprendido bastante. Sí, ya sé que eso lo deberías afirmar tú y no yo. Y en la carta que tú me escribas. Pero también sé que querías una carta espontánea. Perdóname entonces. No volverá a ocurrir. ¡Dios mío! Me siento desvariar de nuevo, aunque sabes que todo cuanto enuncio tiene un sentido exacto. ¿Exacto? Bueno, tal vez sólo aproximado. Ayúdame ahora. ¿Te das cuenta? Por ejemplo, creo que ahora te necesito. Ya, ya. Si estás aquí mismo. A mi lado. Puedo sentirte cerca. A veces estás tan cerca y a veces tan lejos. ¡Si hasta en eso eres como mi dios! De pronto he sentido miedo. No sé si debo irme ya. Acabar esta carta, no sea que escriba algo que luego no me guste. Porque hace dos líneas, ¡exactamente dos!, hice un alto, la releí y me pareció sincera. Y eso es lo que deseaba por encima de todo: que fuese sincera. Y no sólo que lo fuese -de eso he estado seguro desde varios párrafos antes; o al menos tanto como no resulte imprudente afirmar-, sino que nadie pudiera creer lo contrario: tal vez sí decirlo (ya sabes, la maldad), pero de ninguna forma pensarlo. Te he querido -y te quiero- de tal forma que no aceptaría -no sé si es mi amor, mi dignidad o mi soberbia lo que me lo impide- que alguien que pudiera leer esta carta (y los dos sabemos que las cartas íntimas acaban llegando a manos de todo el mundo) dudara nunca de mis profundos sentimientos de amor hacia ti. Aunque, ¿qué más da el resto del universo?
Como no me gustan las despedidas y tampoco sé llevarlas bien a cabo he decidido no hacerla. Además sabes que nos veremos en breve -tal vez hoy mismo- en el territorio de la noche que tanto nos ayuda a comunicarnos sin necesidad de lápices, ni papeles, donde te he leído tantas cartas que has escuchado atentamente y donde me enamoraste con tu compañía, no siempre alegre (hasta en eso acompañas), pero siempre única compañía.
Y todo lo dicho aunque todavía no sepa con seguridad tu nombre siquiera... ¿Poesía, tal vez, te llames?