La noche de la esfinge
Se levantó muy temprano. Había pasado el día sentado en su estudio delante del ordenador. Comió muy tarde, después de regresar del laboratorio. Se sentó delante del ordenador y se puso a escuchar música clásica antes de comenzar a trabajar. Estuvo escuchando música por espacio de tres largas, desesperadamente largas horas. Trabajó sólo durante un rato, antes de cenar. Cenó solo. Cenó lentamente. Cenó sintiendo el frío del invierno en sus huesos, el invierno prematuro que había nacido con fuerza aquel año apenas pasado el otoño. Después de cenar intentó dormir, pero no lo consiguió. Se levantó varias veces hasta que decidió esperar al sueño en el salón, encendiendo las tres pantallas de televisión para ver repetidos los últimos discursos del canciller y las emisiones deportivas. Bajó el volumen. Las caras desconocidas escupían en las pantallas de las tres paredes del salón un discurso inocuo y silencioso. Su vómito de sonrisas y de muecas apenas hacía mella en él, impasible, mientras fuera caía la niebla y el frío trataba en vano de colarse por las rendijas de las ventanas del apartamento. A medianoche se acostó de nuevo. Todavía era de noche cuando decidió levantarse. Se levantó muy, muy temprano.
Se puso la bata azul y se recortó la barba y el bigote. Eran grises. Grises como su pelo. Tenía menos pelo que antes. Empezaba a hacerse viejo. Se sentó, desayunó, se duchó, se sentó. Se levantó y comenzó a vestirse y se sentó de nuevo. Se contempló largamente en el espejo del dormitorio. El traje era de un blanco inmaculado y la camisa era blanca también y estaba decorada con unas leves líneas amarillas, amarillas como la corbata de seda. Los zapatos eran negros, como los calcetines, y estaban relucientes. Se los limpió con una gamuza antes de salir a la calle. Se contempló de nuevo en el espejo del recibidor antes de irse. Su rostro era delgado y serio, las arrugas habían empezado a formar unos pliegues peculiares alrededor de los ojos. La boca era pequeña y el gesto, con todo, era serio y decidido, a pesar del insomnio y de las pesadillas. Siempre había creído que se parecía a John Malkovich. Le gustaba creer que se parecía a él, y ahora, en el umbral del apartamento, entre las sombras, a la luz de las velas del taquillón, que reflejaban sus párpados cansados en el espejo moviéndolos en un baile descuidado y zigzagueante, le parecía que la semejanza entre los dos era más que evidente.
Los lacayos lo esperaban en la puerta y lo condujeron hasta el coche. El conductor preguntó por el destino
-¿Adónde, sire?
-Al Nueve.
Cuando se cerró la ventanilla que comunicaba el asiento del conductor del habitáculo de los pasajeros, deseó escuchar música. El coche se llenó con los acordes de La pasión según San Mateo, de Bach, y fue derramándolos por los caminos del cielo de Nueva Germania de la misma manera que una mujer madura y solitaria, distante y fría, derrama un perfume fuerte de rosas y almizcle dejando que se mezcle su aliento con el aire de la madrugada.
Cuando llegaron al Nueve, y antes de salir del coche y de decirle al conductor que se fuera, se puso el sombrero y los guantes y cogió del interior del coche un bastón de madera con empuñadura de oro. Había que hacer honor a la Esfinge. æpermil;l siempre había considerado que la elegancia define a un hombre. Había que cuidar la elegancia en todo momento. Había que mostrar un respeto por la Esfinge, como lo mostraban los antiguos griegos que visitaban la isla de Delfos para preguntar al Oráculo. æpermil;l siempre lo hacía a aquella hora, muy a menudo, cuando las pesadillas y las caras quemadas no le dejaban conciliar el sueño. Entonces, cuando aparecían los aullidos de los fantasmas en los rincones del dormitorio, se levantaba, se recortaba el bigote y la barba, se vestía con su traje de un blanco inmaculado y visitaba a la Esfinge escuchando los acordes de Bach, para preguntarle por el sentido de la vida.
Ella, la Esfinge, solía estar en el Nueve. A veces no era la misma, sino otra. Podía ser verde, adornada por dos largas cadenas doradas que decoraban su lomo a lo largo, desde el nacimiento de su cuello hasta la punta de sus pies. Otras veces podía ser roja, con la cabeza teñida del violeta del cielo tormentoso. A veces era amarilla, y algo más pequeña entonces que las otras veces. Daba igual. Fuera cual fuera, era siempre la misma, su Esfinge, su Oráculo, su hija.
Ella lo miraba en silencio. Estaba a sus pies, apoyándose en el bastón y con el sombrero puesto. Le gustaba pasearse arriba y abajo contemplándola también sin decir palabra. Paseaba durante 20 o 30 minutos, tranquilamente, con gesto a la vez serio y desafiante, como si la tantease, como si tratase de adivinar si estaba ella dispuesta a contestarle, si su disposición de ánimo era la adecuada para formularle las mismas preguntas de cada noche. Paseaba arriba y abajo, desde sus pies hasta el comienzo de su cuello, y entonces seguía andando, dejándola a la espalda, y seguía caminando y seguía y seguía y seguía, hasta que llegaba a los andamios y se internaba en ellos, y se introducía en los túneles bajo los andamios sin mirar atrás, sin mirar nunca atrás, tal como la vida le había ido enseñando. Al llegar al pie de las escalinatas y de las puertas de los elevadores, sin embargo, y antes de detenerse, de ordinario ya sentía en su corazón como un peso, como un temor. Como el miedo que sentimos cuando nos acercamos al final de un camino que ha constituido nuestra razón de ser, nuestro motivo de existir, y vemos que vamos a perderlo al doblar el último recodo antes de llegar a una meta que en realidad no significa nada; sentimos que vamos a dejarlo atrás al recibir la respuesta tan largamente anhelada a una pregunta que en el fondo ha dejado de tener sentido.
Subía al ascensor, que lo levantaba con un zumbido hasta dejarlo al nivel de los ojos de la Esfinge, 100 metros más arriba. Era entonces, no antes, cuando se atrevía a volverse y a encarar la mirada de la Esfinge. Así que levantando poco a poco la vista del suelo se quitaba el sombrero y los guantes, y se daba la vuelta.
Ella estaba allí. Fuese una u otra, la expresión vacía de sus ojos enormes y rectangulares no variaba. El espejo azulado y brillante le devolvía el rostro de un John Malkovich bañado en sudor, envuelto en un sudario inmaculado, sosteniendo en sus manos temblorosas un sombrero de fieltro y unos guantes de piel. La Esfinge tenía un vientre enorme y vacío. Sus alas se extendían, plegadas, hasta tocar los dos extremos del hangar, con las garras abiertas, prestas a recibir los cientos de crías con las que podía extender la peste hasta los confines del universo. El andamiaje a su alrededor y los millones de tuberías y cables que limpiaban su sangre, que renovaban los jugos de sus entrañas, producían miles de sombras en movimiento, preñadas de zumbidos. A la luz oscilante de los lejanos tubos de neón, que pendían de los tirantes y las cerchas 100 o 200 metros más arriba, el esqueleto desarmado de la Esfinge le provocaba una sensación fría y pegajosa, tan fría y pegajosa como la niebla húmeda y prematura en el amanecer de octubre. Toda la tecnología de miles de generaciones, desde las primeras algas que habían aparecido millones de años atrás en el mar del Edén, se había volcado en el diseño de aquel prodigio. Nada había ni había existido jamás anteriormente en el universo conocido que pudiera moverse a tal rapidez, con tal elegancia, con tamaña agilidad. Y era obra suya. Había invertido en ella los últimos 55 años de su vida. Recordaba las primeras primaveras, pasadas en un hangar como aquel, y en el laboratorio. Recordaba los primeros planos, las ecuaciones, las nuevas ramas del análisis vectorial desarrolladas por él para poder evaluar sus diseños; los ensayos, las tardes en los campos de pruebas, la mañana luminosa de un agosto lejano en el que por vez primera se había subido en su creación y había alcanzado, junto a sus pilotos de pruebas, la estratosfera en 19 segundos de vuelo en silencio absoluto. Los primeros vuelos, las primeras escuadrillas, las primeras flotas. Las primeras campañas, las primeras victorias, los primeros millones de rostros quemados, los niños convertidos en polvo, las mujeres hechas ceniza, transformadas en ceniza, inyectadas en la brisa del amanecer en medio de una espiral de fragmentos diminutos de ceniza, de ceniza manchada con trocitos impuros de calcio y de carbón. Las víctimas pulverizadas antes de que pudiesen despertarse. Pulverizadas por los disparos ciegos de las aeronaves de la flota imperial. Las primeras fotografías, los primeros informes manipulados, las primeras mentiras en la prensa, las primeras manifestaciones contrarias a la guerra... y las últimas de ellas, y el olvido, y la sinrazón, y las campañas de prensa que ya no eran necesarias, y el acostumbrarse a la victoria, y la ausencia de crítica, y las tardes de matanza cuando llegaban a través de los teletipos las series de instantáneas con las ciudades arrasadas mientras la ciudadanía se quedaba en casa viendo las series finales de las ligas olímpicas, y él se ponía su traje, su corbata, su sombrero, y podía salir a pasear y a tomarse una copa tranquilamente en los restaurantes que flanqueaban las grandes avenidas sin que nadie se lo echara en cara, sin que nadie se lo reprochara, sin que nadie se fijase en él, sin que nadie llegase siquiera a reconocerlo, a él, a Tito Andrónico, al hombre que había enseñado al canciller a diseñar autómatas; sin que nadie llegase siquiera a reconocerlo ni a darle importancia alguna. Las primeras noches en vela y las primeras pesadillas.
Una vida que no tenía el menor sentido. æpermil;sa era la pregunta que le había estado haciendo a la Esfinge los últimos diez años. Si la vida tenía sentido o no. Al principio le parecía que no, que no lo tenía. Ninguna vida podía tenerlo. Ninguna. Si no, ¿cómo era posible que todas aquellas gentes lejanas murieran convertidas en polvo? Luego pensó que quizás era su vida la que no tenía sentido, la que había perdido el rumbo muchos años atrás, cuando comenzó a trabajar en aquella atrocidad sin darse cuenta de la semilla que sembraba; pero que podían existir otras vidas que sí tuviesen sentido; pero que podían existir otras vidas, y él conocía a mucha gente así, que no había perdido el rumbo; que había mantenido el timón en la buena dirección, que había dejado tras de sí unos hijos y unos recuerdos y unas obras dignas. Y aquel último atisbo de esperanza hizo que recobrase la calma por un tiempo. Pero más tarde, mucho más tarde aún, una madrugada como aquella se despertó, se sentó en la cama, y se preguntó si la Vida, con mayúsculas, podría tener algún sentido aun a sabiendas de que al menos una vida, la suya, no lo tenía en absoluto. Pues de esto sí podía estar seguro. Al perder toda esperanza, halló la libertad. Y desde aquella noche le hacía esta pregunta a la Esfinge, cada amanecer desde aquella noche de iluminación. Siempre la misma pregunta. Siempre la misma certeza, la misma sensación, serena, callada, elegante, de vacío absoluto; de haberse asomado, por fin, a una sima profunda, a un pozo de convencimiento oscuro y definitivo.
Una vez más, como cada amanecer, mientras los primeros rayos del sol comenzaban a filtrarse en el hangar, las ventanillas de la cabina del bombardero le devolvieron la misma oscura mirada.