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CincoSentidos

Bolero

Pascual, con siete años, fue salvado de morir ahogado por Tomás, un vecino del pueblo que pereció en el accidente. Aquel mortal accidente no impidió que se hicieran inseparables, forjando una relación más allá de la muerte que les acompañó hasta que Pascual, ya con familia, se trasladó a vivir a la ciudad. 20 años después volvió para esparcir las cenizas de su mujer por un cerro que ella adoraba y Tomás lo acompañó. Pero la despedida de los amigos ya era inevitable.

Abrió con la gran llave de forja negra e inclinando sus trabajados riñones, levantó el pestillo oxidado. Hacía años que no cruzaba aquella vieja puerta de dos hojas y bisagras chirriantes. Recordó a su suegra, que con algo menos de metro y medio de estatura se aupaba con dignidad para recoger la leche o parlar con las vecinas.

Bajó el pequeño escalón que daba al pasillo y aspiró profundamente. La casa olía a humo, a humedad, a viejo… a recuerdos. En el suelo, el terrazo se dividía en triángulos de color blanco roto y granate pálido que, colocados aleatoriamente, dibujaban formas psicodélicas. Tropezó con algunas baldosas sueltas por el calor de la gloria.

Se preguntaba cuándo aparecería…

La casa era pequeña: dos alcobas, una fresquera y una cocina. Entró despacio, como con miedo. Se recreó en cada uno de los desollones, en las puertas carcomidas y en los detalles anacrónicos. Como el calendario del Sagrado Corazón del 71 o la pequeña concha de hojalata de agua bendita colgada en el pasillo. La fresquera, sin chorizos ni jamones, estaba desolada y, en la cocina, sobrevivían unos pocos muebles. Dejó la maleta encima de la robusta mesa que tanto servía para comer como para cocinar o para las matanzas. En una esquina, la cocina económica todavía olía a hollín y al lado, fruto del progreso de los sesenta, otra de butano.

El servicio estaba en el patio; consistía en una taza de váter, un palanganero, un espejo y un grifo con un trozo de manguera encajado en la boca para que no salpicara. Cuando hicieron la obra, allá en los setenta, su suegro le dijo solemnemente 'ahora lo que hace falta es que Dios me dé salud para no tener que usarlo', y es que desahogarse en la cuadra era otro cantar.

El sol pegaba fuerte, pronto sería ocho de mayo, el día de la fiesta de San Miguel, patrón del pueblo. Los astros quisieron que él naciera poco después. Su madre contaba que se le adelantó el parto por andar bailando en el sindicato el día de la función. Pascual sospechaba que su nacimiento, siete meses después de la boda y con buen peso, se debía más bien a causas sociales que físicas. Pero fuera como fuere, nacer el diecisiete de mayo, San Pascual Bailón Confesor, fue toda una premonición.

Salió al patio y observó que todavía quedaba parte de la alambrada del gallinero, e incluso algunos excrementos pegados al comedero.

-Es curioso lo que perdura en el tiempo. ¿Dónde estarán ya las gallinas?-, dijo una voz conocida detrás de él.

Se giró y sonrió. -Me preguntaba cuando aparecerías…

El viejo Tomás, azul como lo recordaba, le sonrió. Observó brillo en sus ojos -si pudiera llorar, lloraría-, pensó Pascual.

-Mucho tiempo ha pasado, Bailón.

Pascual dio una gran carcajada. Hacía veinte años que nadie me llamaba así, viejo redoblante, le contestó.

-Y yo hacía veinte años que no hablaba con nadie. Me preguntaba cuándo aparecerías…

Pascual se sintió culpable, no había vuelto al pueblo desde que murió su madre.

-¿Sabes a qué he venido?

-Algo he oído. ¿Cuándo llegará?

-Mañana, con mis hijos. Yo me he adelantado, no quería que estuviera la casa sucia cuando llegara. Miró la puerta del sobrado, miró a Tomás y le preguntó: -¿Me acompañas?

-Por supuesto.

La puerta estaba destartalada, vieja y sucia. No era muy resistente (en casa de los pobres no hay sobras que robar). Estuvo tentado a darle una patada y echarla abajo, pero pensó en su mujer y se reprimió, seguro que se enfadaría. No sé si todavía estará, le dijo a su amigo.

-Sí está. Contestó con sus labios morados, señalando una vieja caja alargada y sellada con cinta de embalar.

Pascual se acercó nervioso, le flaqueaban las piernas -tantas veces pensé en venir a buscarla...-. La desenvolvió con dificultad y… ¡allí estaba!, radiante como siempre, pero algo oxidada. La bajó a la cocina con cuidado, intentando no tropezar con los viejos peldaños de madera carcomida. La limpió por fuera con un trapo, llave por llave y le puso aceite de almendras dulces por dentro. Cuando estuvo seca sacó un tudel y una pipa nueva de la maleta.

-Venías preparado, viejo dulzainero.

-Ya soy viejo como tú, creí que nunca te alcanzaría.

-El tiempo pasa.

-El tiempo nos hace viejos, o… ¿es el cúmulo de sentimientos que nos invade y machaca?

-Supongo que todo hace mella en el cuerpo y en el alma…

Tomás murió mucho tiempo atrás. Se arrojó a la acequia del tío Blas para salvar a Pascual. Consiguió sacar al niño que sólo tenía siete años, pero su corazón no lo pudo resistir y se apagó. Desde entonces fue su eterno acompañante. Al principio, todos pensaban que se había traumatizado con el accidente; hasta los diez años sufrió los remedios de todos los curanderos de los pueblos de alrededor, de todas las vecinas con buena voluntad e incluso algún exorcismo. Harto, aprendió a callar y desde entonces Tomás desapareció para todo el mundo menos para él.

Salió a la calle y se apoyó en la reja de la ventana donde dormía su mujer de moza. -¿Te acuerdas de cuando venía a ponerle la enramada en el Corpus?, sonrió. -Si no le ponía la más grande, se enfadaba.

-Hay tres jueves en el año que relucen más que el sol, Jueves Santo, Corpus Cristi y el día de la Ascensión…, recitó Tomás.

-Las calles asfaltadas, el Corpus en Domingo… Ya nada es lo que era.

Mientras, la gente que pasaba lo saludaba, los más jóvenes no lo conocían, otros no lo reconocían. Los más viejos se sorprendían al verlo y se quedaban un rato hablando del pasado. -¿No te acuerdas?-, se decían -es ese chico raro de la señá Castita, parece que todavía habla solo, ¡pobre!

Anocheció y los viejos amigos se despidieron, el día siguiente sería muy duro. A solas, después de adecentar la casa, Pascual cogió la vieja dulzaina, llenó el estómago de aire y sopló intentando conseguir una buena afinación. No era fácil, habían pasado muchos años y ya ni la práctica ni los pulmones eran los mismos, pero poco a poco y con paciencia consiguió hacer sonar las notas, incluso el re bemol, su punto débil.

En un viejo colchón que le hacía de cama y acompañado de un silencio que no recordaba, volvió a su juventud. Entre brumas, divisó claramente a su mujer bailando delante del santo en la procesión. Mientras él tocaba, ella daba vueltas y vueltas embrujándolo. El manteo se abría, giraba y volaba a la altura de la cintura y las castañuelas seguían el ritmo casi con vida propia. Fue entonces cuando, entre jota y jota, se hicieron novios.

Regresó a las vendimias, a los prados con los lagos ya desaparecidos, saboreó el arrope, el chocolate de San Antón (con agua cuando no había leche), participó en las carreras de cintas… ¡Tantas cosas que no volvería a vivir! Sintió un pinchazo en el estómago y con angustia aparecieron los viejos fantasmas del hambre y la miseria que padecieron y que los empujaron a emigrar a la ciudad. Pasó muchos años metido en una oscura fábrica para sacar adelante a la familia. -La vida es así y no hay que darle más vueltas-, se dijo con resignación y se durmió… como solamente duermen las conciencias tranquilas.

Por la mañana llegaron los hijos. Familiares y vecinos que se habían enterado se acercaban en procesión para dar el pésame -menos mal que no hay sillas y no se quedan-, pensó irónicamente. Al atardecer Pascual y sus hijos subieron al pequeño cerro que su mujer adoraba, todavía sobrevivían los cuatro olivos que les daban sombra cuando merendaban en las tardes de estío. El paisaje había cambiado, la carretera sustituyó al viejo camino y unas cuantas naves salpicaban de color rojo y blanco las tierras de labranza. El pueblo, contra todo pronóstico, creció gracias a los habitantes de fin de semana y a los jubilados que regresaban buscando sosiego y paz lejos de las ciudades.

Nadie dijo nada; unos lloraban, otros rezaban y Pascual miraba el horizonte ajeno a su alrededor. Sacaron la urna con las cenizas y las esparcieron por el cerro. Todos dieron el adiós a su manera y al cabo de unos minutos decidieron regresar.

-¿No vienes?-, preguntó su hija mayor.

-No te preocupes, quiero quedarme un poco más, volveré dando un paseo.

Los hijos se fueron en los coches y Pascual echó una mirada a su alrededor buscando a Tomás. Sacó la vieja dulzaina de la bolsa, metió el tudel, chupó la pipa, cogió aire y empezó su propia oración, su particular adiós… Oyó un redoble que se acercaba y vio la vieja figura que subía a acompañarlo. Se miraron con complicidad y tocaron un bolero tan triste, tan triste, como sólo puede serlo una despedida.

Aquella tarde Pascual volvió a la ciudad y pocos años después regresó para fundir sus cenizas con las de su esposa y con aquella tierra que amaban.

Era verano y, a pesar de estar anocheciendo, hacía calor; la familia bajaba del cerro después de la pequeña ceremonia. El más pequeño de los nietos andaba muy rezagado, no hacía más que observar, extrañado, los olivos.

-¿Te pasa algo?-, preguntó el padre.

- Oigo tambores-, contestó el niño.

-Estás cansado, ¿te subo a hombros?

El pequeño, encantado, le dijo que sí a su padre. Minutos más tarde, cuando en el horizonte el sol casi no se distinguía, el niño miró atrás y, alzando la mano, se despidió de aquella figura espigada que, con una caja colgando, decía adiós para siempre.

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