La otra cara de Ibiza
La floración hippy de la década de los setenta y el desmadre discotequero de los últimos tiempos son una mera anécdota, en una isla vieja y curtida en el arte de vivir.
Como olas de un mar incesante, los guiños frívolos se suceden. Primero fueron hippies recién rebotados del Paraíso, en los sesenta y setenta. Luego, la moda ad lib, la arquitectura blanca y los famosos de papel cuché. Finalmente, las expediciones low cost que pasan cuarenta y ocho o más horas ininterrumpidas en algún agujero negro de la isla, con posibilidad de salir a alguna playa a desovar, como las tortugas.
Pero hay otra Ibiza. Es más, para un paseante neutral, los noctámbulos pasados de rosca son perfectamente invisibles, sólo se detectan sus huellas (algún coche que amanece destripado en una cuneta, por ejemplo). Hace pocos años, la Unesco declaraba Patrimonio de la Humanidad a cuatro elementos de la isla agrupados bajo el epígrafe Ibiza, biodiversidad y cultura. El primero es la acrópolis fortificada de Dalt Vila, bastión renacentista de estilo italiano que sigue haciendo de la capital una estampa inolvidable. Otros dos bienes culturales son el poblado fenicio de Sa Caleta (donde tuvo origen la población) y la necrópolis fenicio-púnica del Puig des Molins, con enterramientos y objetos que nutren el Museo de sitio (la visión histórica se completa en el Museo Arqueológico, junto a la catedral).
La cuarta partida tiene que ver tanto con la historia como con el medio ambiente: la Reserva Natural de Ses Salines, con sus praderas submarinas de posidonias y las salinas milenarias explotadas por todas las culturas que colonizaron el territorio. Estos y otros bienes culturales son objeto de continuas mejoras. Lo último que se ha hecho es acondicionar (y en cierto modo musealizar) el recorrido por murallas y defensas; con paneles explicativos, maniquíes y un cierto atrezzo, el anillo fortificado se ha convertido en una especie de museo al aire libre.
Está pendiente de una restauración que nunca llega el antiguo palacio asomado al adarve, que podría convertirse en Parador. Algunas actuaciones no están exentas de críticas, como el tramo de autovía que pretende descongestionar el acceso a la capital. Lejos de ésta, los hoteles rurales con encanto, restaurantes de lujo y tiendas exquisitas se agazapan sin mucha publicidad en una isla que, pese a todo, contemplada a bulto, sigue siendo verde y un punto inocente.
El oasis de Hacienda Na Xamena
En los años sesenta, en plena floración hippy, el arquitecto belga de origen polaco Daniel Lipszyc adquirió una gran finca al norte de Ibiza, asomada al mar sobre unos acantilados inaccesibles de doscientos metros. Su hijo Alvar, y la mujer de éste, Sabine, pusieron a punto un cinco estrellas de estilo muy personal que se inauguró en 1971. El hotel Hacienda Na Xamena es un oasis apartado, arropado de bosques, con vistas grandiosas, en el que reina un cierto espíritu de fusión con el misticismo zen.Entre los servicios más singulares destacan el taller de cocina que el chef âscar Bueno imparte al aire libre, frente al mar y los acantilados (un escenario que se usa también para eventos o presentaciones, de coches, por ejemplo), las excursiones en barca o a pie con catering de diseño, y los tratamientos personalizados en el spa La Posidonia: se realiza un estudio holístico del cliente y se le aplican las técnicas más adecuadas, mezcladas con la base elegida por él mismo (envoltura de té verde o chocolate, masajes con aceites de algas o albaricoques, etc.); se le facilita además un manual personal para que continúe en casa el tratamiento, cuyo seguimiento atenderá el hotel después de la partida. Otra de las novedades más espectaculares son las cascadas suspendidas, circuito de aguas al aire libre, en la falda del acantilado, sobre el vacío y frente al mar.Hotel Hacienda Na Xamena Está en San Miguel, al norte de Ibiza, tel. +34 971 334500, info@hotelhacienda-ibiza.com, www.hotelhacienda-ibiza.com. Habitación doble entre 225 y 547 euros, suites entre 380 y 1.736 euros.