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Triste final para un ejecutivo de éxito

Estremecedora la historia del brillante ejecutivo bilbaíno de 36 años, que esta semana en un ataque de ira le reventó el cráneo a su hija de dos años. Llevaba una vida aparentemente perfecta y envidiable: ocupaba un puesto de alto ejecutivo en una compañía de seguros en Londres, ganaba 750.000 euros al año, tenía esposa e hija y vivía en un lujoso edificio a orillas del Támesis, en el que también se acomodaban los protagonistas de la película de Woody Allen Match Point. Parecía encantado de su destino, así lo han asegurado sus allegados. Pero debía ser muy infeliz, sobre todo en su trabajo y acabó pagándolo con la persona más inocente de su entorno. Dicen que estaba sometido a demasiadas presiones y responsabilidades por el puesto que ocupaba. Estaba obligado a tomar decisiones constantemente, para las que no cabía el más mínimo error.

El domingo, cuando se sucedieron los terribles hechos, cometió, sin duda, el fallo más grave de su vida, el que va a marcar el resto de su existencia. Probablemente, cuando recobre la consciencia y se de cuenta de la gravedad de su acto, maldiga el día en el que aceptó el cargo y no se paró a calcular si iba a ser capaz de asumir tanta responsabilidad y sus posibles consecuencias. El primer deber de un ejecutivo debería ser analizar, antes de aceptar un puesto de dirección y sin estar cegado por la jugosa compensación que va a recibir, si va a poder afrontar con naturalidad y normalidad todas las exigencias del cargo, que van a ser muchas.

Tampoco conviene generalizar ni decir que todos los ejecutivos están al borde de un ataque de nervios, porque no sería cierto. El caso del directivo vasco es un hecho aislado que debería hacer recapacitar a más de uno sobre el índice de estrés y de presión que se está dispuesto a soportar. Y sobre todo de las consecuencias que puede tener sobre su vida personal.

La presión debe ser fuerte, pero también hay que saber afrontarla, dándole al trabajo la importancia que tiene, sobre todo cuando hay amenaza de destrozar lo más valioso que se tiene, la vida. Un puesto laboral que conlleva una existencia autodestructiva no tiene sentido, por muy atractivo que sea el poder y la remuneración que se maneje. Hay otras cosas mucho más valiosas que la cuenta de resultados de una compañía. Por ejemplo, la vida de una niña de dos años.

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