Otra vez la lechera hecha pedazos
Las correcciones como la registrada desde el martes pasado, tan violenta como la del mes de mayo de 2006, dejan en el bolsista una cierta sensación de orfandad. Ha sido acunado y amamantado durante meses por un parqué tierno y atento como una niñera. Hasta los más curtidos se rascaban la oreja pensando que esta vez podía ser distinta a las anteriores. Pero no es así. Todo el mundo sabía por qué razones la Bolsa iba a subir, las firmas de inversión celebraban con vuelos transoceánicos el cobro del bonus anual y los foros de internet especializados en la especulación echaban humo. Pero ay, resulta que la Bolsa se ha desplomado en una semana. Y, ahora, ¿qué?
La rapidez y virulencia de estas caídas hacen imposible deshacer posiciones. Las variaciones en precio se trasladan directamente a la cartera, lo que multiplica el impacto psicológico. Pero por eso, precisamente, es por lo que estos días se escucha el tópico de que la corrección es sana. Los tópicos no brotan de la nada, son generalizaciones de trazo grueso, pero nacen de la experiencia.
El mercado de los últimos meses había dado sobradas señales de exceso de confianza. De una preocupante apetencia por el riesgo. Se le había olvidado muy rápidamente el concepto de riesgo asociado a una inversión, pues sólo se fijaba en la otra parte de la ecuación, en la rentabilidad. Ahora el bolsista escaldado se lo pensará un poco más antes de lanzarse al parqué a pecho descubierto. Igualmente, los gestores de las empresas quizá se replanteen la política de compras toda vez que los precios, a veces, bajan.
Que el lobo asome las orejas es bueno. La alternativa, un mercado más caliente y una percepción de riesgo inferior, sería peor a la larga. Medio año más de euforia y la burbuja sería ya imparable. Una corrección no es mala, porque los cuentos de la lechera siempre acaban mal, y mejor es que terminen cuanto antes. Ahora bien, que sea sana tampoco quiere decir que la corrección se pueda dar ya por cerrada.