El espejo de Casablanca
Desde hace un par de años, el turista mitómano puede al fin encontrar aquello por lo que siempre preguntaba: el Rick's Café. La película Casablanca, de Michael Curtiz, estrenada en plena guerra (1943), protagonizada por Ingrid Bergman y Humphrey Bogart y crecida con el paso del tiempo, se ha convertido en una de las diez mejores de la historia del cine. Y ha hecho de Casablanca un mito. Unos empresarios avispados le han dado cuerpo; el Rick's Café está ahora en el bulevar Sour Jdid, ocupando Dar ben Tahar, una casa de principios del siglo XX donde nació el pintor Ghattas. Del pintor, ni rastro. Pero las paredes del café-restaurante están repletas de carteles y guiños a la película, y el ambiente es exacto al del filme: hasta el piano está allí, junto a la barra, por si alguien repite la muletilla play it again, Sam.
Lo cierto es que no hay que entornar mucho los ojos para revivir la ciudad cosmopolita e intrigante que se vislumbra en la película. Casa, tal el apodo cariñoso entre los vecinos, conserva mucho de aquel ambiente seductor. La ciudad fue planificada a partir de 1912 y mantiene, a espaldas de la medina y del puerto, un trazado desahogado, repleto de edificios coloniales que mezclan art decó con una arquitectura neo morisca. La plaza Mohamed V, centro del que derivan avenidas y calles en forma de tela de araña, reúne algunos de los más representativos, como el de Correos, el Palacio de Justicia, la Prefectura, el Consulado de Francia o el Banco Nacional.
Todo lo cual coloca al turista en la pista de lo que Casa representa, y no sólo para el país: es la gran metrópoli del Magreb, la más populosa y capital económica de Marruecos. El 60% de las empresas del país están radicadas allí, donde se consume un tercio de la energía nacional y donde tienen sede todos los bancos importantes y la Bolsa, y donde han abierto sucursal todas las grandes cadenas hoteleras. Su puerto es el primero del país y el cuarto de toda África. En Casablanca se vive y se piensa en términos de futuro.
Algo está claro: no tiene el lastre histórico de ciudades como Rabat, Salé o las urbes imperiales. Pero no carece de reclamos. El más abrumador, acorde con sus delirios, es la gran mezquita de Hassan II. Varada junto al mar, entre el puerto y la corniche, es un cúmulo de superlativos que atrae a turistas como a moscas. Y es la única de Marruecos a la que pueden entrar. Es un edificio verdiblanco en cuya sala de oración cabría holgadamente Nôtre Dame de París y cuyo techo puede abrirse en tres minutos, convirtiendo la nave en patio. El alminar tiene 200 metros de alto, todo un rascacielos de color. Unos 10.000 artesanos tardaron más de 13 años en cincelar a mano su prodigiosa decoración. Dentro caben 25.000 hombres y 5.000 mujeres, separados. Pero algún día de Ramadán, con las puertas abiertas, han llegado a juntarse en la explanada hasta ¡1.600.000 devotos!
No carece, por otro lado, del encanto de los zocos, o de la antigua medina. Pero Casa es especial. Su pulso vital hay que buscarlo en la corniche, el largo paseo salpicado por la espuma del océano, donde abundan las terrazas, piscinas y restaurantes, con un bullicio permanente. Casa es tan buen lugar para hacer turismo como para hacer negocios; es tan asombrosa de día como seductora de noche. Es una ciudad a la altura de su propio mito.