La gallina de los huevos de oro
Parece ser que la forma de hacerse rico no es comprar una casa y mantenerla cerrada a cal y canto, sino comprar las acciones de una inmobiliaria. Preferentemente de una cuyo nombre haya aparecido en los periódicos últimamente ligada a una gran empresa energética. Cuyo presidente negocie hábilmente su entrada en la elite empresarial aunque lo haga, en ocasiones, no con su dinero sino con el de sus accionistas.
Ayer hubo ración doble. Sacyr e Inmocaral. Las dos se dispararon más del 10%. O, dicho de otra forma, los inversores creen ahora que Sacyr es un 15,21% más empresa que el pasado viernes. Sí, Sacyr presentó resultados ayer, pero antes de hacerlo estaba igual de disparada. Algo habrá pasado en la empresa que justifique el movimiento, o bien se ha filtrado información privilegiada sobre una gran operación o, finalmente, el mercado ha entrado en fase de delirio alcista y la compañía asiste tan atónita como la mayoría de los bolsistas a su espectacular revalorización. Atónita y agradecida pues, como sucedió en la burbuja de internet, las subidas bursátiles dan a las empresas dinero para, con relucientes billetes del Monopoly, comprar otras empresas con lo que alimentar a la hambrienta máquina.
Lo de los rumores es harina de otro costal. Como en la vieja historia del huevo y la gallina, es imposible saber si primero se extiende el rumor y, a raíz de éste, la acción sube, o si es primero el mercado el que empieza a tirar de un valor y, después, internet se inunda de argumentos sólidos y operaciones en ciernes. Hablar es barato, y la red sólo contribuye a difundir más y más peregrinas ideas.
En todo caso, hay mucha gente dispuesta a gastar su dinero en acciones con precios que, si no son aberrantes por lo caro hoy, eran aberrantes por lo barato ayer. Como decía el gestor Anthony Bolton en una entrevista el pasado lunes, seguir el consenso es peligroso incluso cuando acierta, porque para cuando uno entra, el precio ha descontado la mayor parte de lo que se podía ganar.