La escondida senda de Lucania
Sólo en Italia, tan opulenta culturalmente, puede suceder que dos poblaciones como Venosa y Melfi sean casi un secreto por descubrir. Se esconden en la Lucania, como llaman a esa región de los Apeninos, entre la Campania y la Apulia; el nombre le viene del latín (lucus, bosque), y es cierto que sorprende la dulzura de colinas apresadas en una malla de bosques contenidos. Es un paisaje, más que para ver, para sentir. No en balde su ciudad principal fue consagrada por los romanos, con el nombre de Venusia, a la diosa del placer y la belleza.
Allí, en Venosa, nació Quinto Horacio Flaco (65-8 antes de Cristo), el autor del épodo famoso que comienza 'Beatus ille...', 'Qué descansada vida / la del que huye el mundanal ruido/ y sigue la escondida/ senda...', en traducción de nuestro Fray Luis: toda una clave para buscar ahora sus propias huellas, en su ciudad escondida. Una estatua broncínea del autor de las Odas y del Arte poética preside la plaza mayor, y acoge bajo su pedestal a cuantos quieran tomarse la foto. La aurea mediocritas horaciana y el espíritu del carpe diem parecen espolvoreados por las calles mudas y escuetas, casi pobres, aderezadas apenas con geranios y flores humildes.
Claro que la ciudad romana no era así. El Parque Arqueológico sorprende por su riqueza y solapa tres niveles: el estrato romano comprende unas termas, un anfiteatro y algunas viviendas; una de planta semicircular sería la supuesta casa de Horacio. Sobre esos restos se alzan otros de época paleocristiana (basílica). Y ya de época medieval son los vestigios y catacumbas de una comunidad judía, que prosperó entre los siglos IV y IX, y el imponente conjunto de la Trinidad, que engloba la iglesia vieja del siglo XI, con frescos deliciosos, la casa abacial fortificada, y la iglesia nueva, imponente, que nunca llegó a rematarse.
La antigua catedral de San Felice se alzaba donde ahora está el castillo; convertido en museo, conserva los ecos de Carlo Gesualdo Príncipe de Venosa. Uno de los músicos pre-barrocos cuyos madrigales melancólicos, de hirientes armonías, se entienden mejor en el ambiente un tanto sombrío y pesante de este castillo donde nació este artista retraído. Tenía motivos para serlo: su mujer le había sido infiel, así que mató a la mujer y al amante, en 1590. Aunque pronto casó de nuevo con una rica heredera.
A un paso de Venosa, en Melfi, otro gigante y otra sorpresa. Allí se alza el castillo de Federico II Hoenstaufen, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico que dirigió la sexta cruzada y fue proclamado rey de Jerusalén en 1229. Le apodaban stupor mundi, el asombro del mundo: hablaba latín, griego, árabe, francés, además de italiano y alemán, y reunió en la soberbia fortaleza que domina Melfi una corte de poetas e intelectuales. También trajo una jirafa: la primera que se vio en Europa.
El castillo, patrimonio de la humanidad, es ahora museo. Abajo, entre calles de humildad casi hiriente, la catedral altiva y distante recuerda lo mal que se llevaban el emperador y el papa, siempre peleando. Muchos vecinos y aldeanos son rubios, con ojos azules; dicen las malas lenguas que ello se debe al ius primae noctis o derecho de pernada de aquel tiempo medieval. Una costumbre que no escandalizaba mucho en tierra consagrada a Venus, y cuya escondida senda buscan ahora quienes emulan a 'los pocos sabios que en el mundo han sido'.