Alguien ha llamado
æpermil;ste es un relato algo agobiante. Nuestro hombre ha recibido una llamada en la que alguien le informa de que ha muerto un antiguo compañero de estudios. Acude al funeral e intenta reconocer a algunos de los presentes, cosa que apenas logra, pues el tiempo ha sido cruel con ellos. Presiente que pronto recibirá otra llamada como la de ayer por la mañana, en la que lo convocarán en el mismo sitio a la misma hora. Es un adivino y no lo sabe.
Ya se sabe cómo suceden esas cosas: una voz desconocida nos llama por teléfono nos anuncia la noticia en tono neutro y nosotros asentimos con igualmatiz de voz, con calibrada sorpresa, frases cautas como: ah, caramba y no me lo esperaba, la voz ya no tan desconocida nos informa del lugar y la hora, y a la mañana siguiente allí estamos, hemos tenido que dejar colgadas una serie de cosas, estábamos citados a esta hora en la oficina, justamente hoy teníamos que, pero es igual, todo sea por el compañero muerto, ese condiscípulo del que si bien recordamos el nombre no conseguimos de momento ver la cara. Y allí, en la iglesia, encuentras a los otros, todos con una cara crecida, un bigote crecido, una papada. No sabes ya quién te ha llamado, pero es lo mismo, da lo mismo, los observas a hurtadillas, los vas identificando poco a poco ubicado en el último banco, porque has llegado tarde, como siempre, el oficio ya ha empezado: aquél junto al pasillo podría ser Félix, aunque hay que ver lo gordo que está, ese otro, moreno y casi calvo,Mateo, y este que ahora vuelve la cabeza y sonríe, pero, hombre, si ése es..., tienes su nombre en la punta de la lengua, o sea, en fin, es él, como quiera que se llame. A todo eso te vas levantando/ sentando/ arrodillando, en una especie de gimnasia ritual de la que no intentas extraer significado alguno, te limitas a copiar los del penúltimo banco, que a su vez copian a los del antepenúltimo, y así hasta la cabeza de la ola, a los del primer banco, a los que saben, y sabían ya, aquí como en el colegio. Sí, se llama..., y allá abajo el cura, entre argentinos sones de campanilla, dice algo con voz dulce y profesional, te enteras de que la muerte no existe, de que la materia se transforma, y de que nuestro amado hijo ¿Miguel? ¿ha dicho Miguel? ya no está entre nosotros, oremus. Y tú no logras todavía recordar su cara, bastaría cualquier detalle para, pero hay horas del día fatales, hay situaciones negadas. Entretanto el cura ha terminado, ahora un elevado bulto oscuro navega, a hombros de tus compañeros, por el pasillo central en dirección a la salida, alguien abre la puerta principal de par en par, una luz blanca golpea la proa de la caja, hace brillar las aristas de ese paralelepípedo de falsa caoba en cuyo interior se supone está el desconocido difunto. Y sales entre el cortés tumulto de la gente, estrechas las manos consabidas, te reúnes al azar en el atrio con unos pocos condiscípulos que temiran y a la vez parecen estarmirando a otra persona situada inmediatamente tras de ti, y tú los miras de igual forma, el tiempo ha sido cruel con todos ellos y te figuras que no tardará en llamar otra voz desconocida para darte la misma noticia en tono neutro y convocarte en el mismo lugar y la misma hora. Y he aquí que de repente descubres aMilán el gordo, al inconfundibleMilán, coñoMilán, para ti no pasa el tiempo, y piensas que él justamente será el próximo, y con súbita ternura dices cuéntame, cómo te van las cosas, gordo, y ya vais calle abajo los dos, menosmal que la iglesia queda relativamente cerca de casa, piensas, no perderás del todo la mañana, porque ya has decidido cepillarte la oficina, hoy es día de nostalgias y recuerdos, de revolver papeles viejos, de huir de esa plomiza luz del día y sentarte a leer con la lámpara encendida. Y Milán, mientras, va contando, es mecánico, y además padre de cuatro hijos, a ti eso te hace mucha gracia, te paras a reírte en mitad de la calle, cuatro hijos son precisamente los que tú tienes, vaya hombre, nunca habíais coincidido en nada y, de repente, ¿cuatro, eh? Seguís caminando por la calle, es una calle sin urbanizar, sólo están trazadas las aceras de bordillos casi inaccesibles, y las tapas de las alcantarillas, altas también, como pequeños volcanes brotando en el centro de la calle, porque el piso de tierra tiene que recubrirse de grava y asfalto, en realidad camináis por el subsuelo; a ambos lados han construido hermosos bloques de pisos, pisos en venta, insonorizados, totalmente exteriores, llaves en mano, carteles amarillos de inmobiliarias asoman por las azoteas, están edificando por todas partes. Al fondo, la calle se interrumpe, pero Milán sabe por dónde pasar, es un atajo, te dice sonriendo con astucia: como en los tiemposmágicos, ¿recuerdas? Y a propósito, dices tú, cuéntame algo de ese que, la verdad es que aún no sé quién es, o era, uno de la segunda, ¿verdad? Yo diría que de la tercera. ¿Uno rubito, de pelo rizado? No, ese era Luis Agois, te informa. Agois, Agois, repites tú hasta que el nombre pierde su significado, es ya una simple gargarización agggg aggggg la verdad es que os estáis haciendo un lío, hay material de construcción por todas partes, tablones de albañil carcomidos por el yeso,montones de codos de uralita en ángulo recto u obtuso, jambas de puerta, marcos de ventana sujetos con listones transversales para mantener su cuadratura y más allá pirámides de ladrillos, una hormigonera volteando, hombres con casco amarillo llevando carretillas de arena o de mezcla o lo que sea, todos en pleno trabajo, pero ya no podéis retroceder, eso significaría un gran rodeo, al fondo hay una puertita, al fin, por allí saldremos a la otra calle. La puertita está cerrada, pero Milán la abre audazmente, somos aparejadores te informa un se segundo antes de abrir, por encima del hombro, siempre ha sido un carota el tal Milán. Pero el interior no está vacío como pensábamos, hay varias personas con bata blanca sentadas en anticuados escritorios o ante tableros de delineante, afortunadamente apenas nos miran, aunque después de todo algo nos miran, y nosotros cruzamos cautamente el espacio entre las mesas como si pisáramos una superficie empavesada de huevos, en dirección a una puerta correspondida que hemos visto nada más entrar y esa sí que es la segura, y nos encontramos de ese modo bajo un armazón interminable de vigas de cemento sostenidas por columnas sin revestir. Está claro que es la planta baja del edificio en construcción, o quizás el estacionamiento, no se sabe, un día esto se llenará de coches y de tubos de fluorescente, de momento es una selva oscura, una caverna donde las líneas verticales de las columnas, sólidas sin duda, no logran disminuir la angustia de la aplastante horizontalidad del techo, tenemos que salir de aquí, basta con caminar hacia la luz, nuestros pasos resuenan a hueco, no lo entiendo, oyes decir aMilán, y tú hace tiempo que no entiendes nada, y callas. Y salís a un inmenso cuadrado al aire libre y bloques en todo su perímetro, una sucesión de planos verticales ciegos, algunos taladrados por ventanitas todas iguales con unas SS de yeso en los cristales, otros con terrazas voladas, pero todavía sin barandillas, y tú estás seguro de que aquello era hace poco un desmonte lleno de yerbajos y caquitas oscuras en espiral como serpientes de pega amagadas entre el diente de león y la avena loca, y niños correteando por allí, y los domingos muchachos con casco de trial y motos ensordecedoras; un desmonte al lado de tu casa y ahora declarado como solar edificable, coño, es que edifican que no te das cuenta, y os internáis sin más por el complejo en construcción y veis de nuevo hombres con casco amarillo llevando materiales arriba y abajo, cargando plataformas sujetas con cables, el extremo de los cuales se halla en el infinito, en grúas cuyo brazo de acero formado por triángulos concatenados, mejor dicho, por pirámides, planea sobre los terrados rayando el cielo con todas las curvas y rectas posibles, eso empieza a ser preocupante, lleváis ya cuántas horas así, empezáis a estar cansados de tanto subir y bajar rampas de cemento y escalar ventisqueros de azoteas y, de encontrar algún hombre de bata blanca, está demasiado ocupado o apresurado para atenderos, y es inútil preguntar a esos de las carretillas, son argelinos y no os van a entender; esto hay que tomárselo con calma, guiño un ojo al fatibombay os sentáis un rato a descansar, los ojos fijos en la estructura próxima, con el castillo del andamiaje amedia altura, redes, cubos y cuerdas colgando. Milán murmura a tu lado que la salida tiene que estar lógicamente a nivel, no vale la pena subir más por esas peligrosas escaleras sin protección, si esos tíos de las batas se dignaran atender, pero no, pasan por tu lado con papeles e instrumentos de medida, la casa tiene que terminarse, ellos tienen un plazo, ¿comprendes?, y a partir de ese plazo pagan por cada día que pasa, pero no creas, es un buen oficio, cobran no veas, y a ti te duelen músculos y ligamentos ignorados, sobre todo detrás de las piernas, ¿el femoral?, y te sientes como muy débil y condescendiente, reblandecido como un bizcocho en vino dulce, y asientes a todo lo que oyes, pero maldices la hora en que atendiste a esa voz desconocida que te sacó de casa a una hora subitánea. Y así te duermes o crees que te duermes y al despertar descubres sin sorpresa que Milán no se encuentra a tu lado, y ahora eres tú el que caminas a solas, subes y bajas, tuya es la elección de cruzar los rectángulos bien por los lados, o sea, los catetos, utilizando la fórmula a + b o bien por la diagonal del mismo siguiendo en este caso la variante c=a2 + b2
Y un día, porque han pasado varios días, ves venir a Milán hacia ti con bata blanca y paso rápido, el cual te lanza al pasar sin detenerse una mirada culpable, con un leve encogimiento de hombros, un gesto de ¿y qué quieres que haga? Y sigues caminando solo, Milán siempre ha sido así, un tipo blando, no confiable, un traidor, ya lo era de pequeño, olvídalo, para qué lo necesitas, encontrarás tú solo la salida, tienes que encontrarla y escapar de la trampa euclidiana prefigurada desde el Punto de Encuentro por la geometría del ataúd, el abominable paralelepípedo que aún no sabes a quién o qué contiene, pero que ya no te importa. Y una tarde, cuando el día muere, sales a un vasto espacio de tierra a cuyo extremo las excavadoras, ahora inmóviles, han abierto una gran zanja, un foso a todas luces insalvable. En una carretilla volcada arden unos trozos de tablón secos como yesca, un hilo de humo se eleva recto en el crepúsculo, todo es así de dulce y sencillo. Y tú te acercas sin ninguna prisa, has comprendido, y te detienes en el borde la zanja para, más allá de los solares edificables, ver la ciudad, ver el barrio: aquellas calles de enfrente, tan cercanas y, sin embargo, tan lejanas, son tus calles, allí vives tú, o vivías hace poco; aquellas ventanas altas donde ahora fulge la póstuma luz y que contemplas con lágrimas en los ojos, como el náufrago Enoch Arden, a su regreso a la patria contempla a su familia perdida en aquel poema que leías en tu infancia, ¿recuerdas?, aquellas ventanas son las tuyas, las de tu casa, y tus hijos deben estar dentro, en el cálido interior, entregados a sus juegos, bien ignorantes de que tú estás ahí, tras los cristales, bien ignorantes de que no te verán más, pues tú, en la lucidez crepuscular, respirando ese aire frío que se oscurece por momentos y en el que se disgrega tu conciencia como el humo de la carretilla, sabes que nunca llegarás hasta ellos, porque en definitiva es a ti a quien han llamado.