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CincoSentidos

Marco Antonio de noche, Tarzán de día

Aquí tenemos a Paco, que habitaba en el Lugar, donde no existían murallas y todo era hermoso. Pero un día un hecho aparentemente trivial, como es que no le salieran las cuentas, le sacó de quicio y se vino a vivir con nosotros. Descubrió que allí había pasión, ansia y deseo, pero no amor. Aquí no hay infinito y con eso nos basta. Incluso, muy de vez en cuando, en los momentos menos esperados nos podemos sentir plenamente felices.

Ser habitante de un Lugar que casi no existe fue una bella rutina. Visitarlo ahoranodauna idea,ni siquiera aproximada, de su auténtico calibre. Se cuentan muchas historias sobre él, pero la verdadera historia la guardo en mi cabeza, que es donde han de permanecer las cosas para que nadie las manosee. A fin de que tengan alguna referencia les diré que, en el Lugar, no existían murallas, porque los habitantes creían que su belleza bastaba para detener a cualquier enemigo. Algo delirante. O que los círculos de flores aplastadas no indicaban otra cosa que por dónde habían saltado los grupos de ninfas. Una locura, decididamente. Había profetas perorando constantemente que todo era símbolo y que a la mínima de cambio hacían brotar cálices, cientos, hasta que no disponías de espacio para moverte. Magos que encerraban demonios en botellas (yo siempre preferí beber de los ríos, por si acaso). Conocidos que se murieron en día anterior, andando por ahí, tan panchos. Algunos tipos que sabían provocar la lluvia con un par de frases y otros que dibujaban puertas y desaparecían, así, sinmás. Gente muy, muy rara, se lo aseguro, aunque la mayoría, si les soy sincero, se mantenían sentados y miraban, como si esperaran algo o a alguien. Para un carácter como el mío no dejaba de ser chocante, aunque no desagradable; en realidad, no me encontraba mal, lo que terminó por decidirme a dar el paso fue un hecho que, no obstante su trivial apariencia, fue el único capaz de sacarme de quicio. Una mañana no me salían las cuentas; repetía las operaciones una y otra vez sin acabar de obtener un resultado concluyente. Después de pensarlo mucho, repasé la tabla por si la hubiera olvidado, verificando mi buena memoria. Finalmente, debí recurrir a la cuenta de la vieja para acabar con mis dudas, y cuál no sería mi sorpresa cuando me vi en graves dificultades: porque la primera vez que conté los números estaban todos.

Por fortuna, la imaginación también tiene sus fronteras. Con el propósito de entretenerme, me solía acercar a ellas para ver a los hombres. Nos contemplábamos mutuamente, yo intrigado por aquellas personas sobre las que recaía todo el pesado andamiaje de la realidad, y ellos arrebatados, sin sospechar que sostener la magia por el mango, por lo que posee de mecanismo y de monotonía, se asemejaba bastante a esos escenarios altísimos de guiñol manipulados mediante ruedas, piñones, aparejos y artificios. Me aficioné tanto que pasaba semanas completas observándoles, cobradores de recibos, viajantes, taquilleras, funcionarios... desconcertado por la causa de su aparente carencia de ambición y, por ende, de toda frustración. Me hubiera gustado saber qué misteriosas razones les sustentaban, qué era lo que les llevaba a pensar que una vida pobre y vulgar era digna de ser vivida, alejados de toda especie de eternidad, gloria, sueño o codicia... Qué era, en fin, lo que les apartaba del suicidio.

Comencé a amarles. Era inevitable. Resultaban tan distintos. Amé sus corbatas cutres, sus calcetines zurcidos, sus gafas bifocales, sus zapatos de rejilla, sus pantalones planchados a raya, arreglados a medida que iban engordando; amé sus grises, humildes aspiraciones: llegar a fin de mes, tener un hijo, envejecer acompañados; amé su puntualidad en el trabajo, su paciencia, su estrechez moral y cultural, su fidelidad a la pareja, metódica, escrupulosa. Aquello representaba para mí un verdadero reino ignoto y misterioso, y no los nuestros, repetidos como cromos, llenos de palacios y jardines numerosos de pájaros y prodigios. Todos ellos me fascinaban, pero, de entre todos, uno en especial. Aquella mujer, ya otoñal, maltratada por la vida, que casi había borrado definitivamente la palabra amor de su vocabulario. Me parecía como el filamento de una bombilla, ya carbonizado, pero que debía de haber brillado con muchísima intensidad. No acertaba a explicarme por qué resultaba tan excepcional; ¿quizás porque era el resumen de todos?, ¿por qué esgrimía su calidad de carne derrotada y a la vez su dulce desamparo?

La mayoría no sabemos cómo introducir en nosotros mismos una nueva experiencia que no se adapta a nuestros prejuicios establecidos. Yo mismo vagué largo para arriba y para abajo, como el padre de Hamlet, con mi ansia enclaustrada en la ausencia de voluntad, en uno de esos días que se omiten de las biografías. Pero, a veces, la idea más descabellada arraiga de tal manera que acaba por aparentar viable, y si a ella va unida el deseo apasionado, entonces adquiere formas necesarias, fatales, predestinadas. Aproveché ese intervalo en el que cada seis segundos los párpados interrumpen la visión de los hombres. Fue tiempo más que suficiente para unirme a ellos.

El primer problema que se me planteó antes de buscar a la mujer fue su idioma. No lograba pronunciar una frase entera sin enredarme en cada letra. Y es que su lengua, carente de poesía, sólo servía para calcular, contratar o dominar; es decir, que no valía para crear, sino únicamente para conservar. Y acostumbrado como me hallaba a tanta fábula, leyenda, figuración, etcétera..., lo cierto es que sólo en chapurrearlo tardé bastante (lo que más me costó fueron los tacos, que son las palabras más cercanas al hecho). El segundo problema consistía en moverme a base de presunciones: abrir las puertas suponiendo que detrás no se encontraba una playa del Caribe, mentalizarme de que los pájaros sencillamente volaban, empuñar un pincel como quien empuña un pincel... cosas así. El tercer problema, que no resultaba el menos grave, fueron los rascacielos. Las grandes alturas y los excesivos espacios intermedios hacían desaparecer las calles y plazas, convencionales en los cuentos como lugares de reunión, disolviendo así el tejido social, eliminando la cohesión y fomentando la fricción, la ansiedad y el estrés. El cuarto problema era habituarme a vivir obsesionado con la muerte (la única manera consistía en imaginarme caminando sobre un cable suspendido a mil metros sobre un cañón, y a veces ni aun así). El quinto..., bueno, el quinto tiene que ver con el decimoséptimo, y éste se relaciona con el quincuagésimo segundo, y así hasta ciento veinte obstáculos confabulados para provocar mi rendición, pero ésa es parte de otra historia que quizá algún día cuente. Lo palmario es que siempre hay mil razones para echarse atrás y tan sólo una para continuar. Sometido a tan fiero peaje, había que ser dueño de una muy grande decisión para atreverse a ser feliz.

Una vez solventados la mayoría de los obstáculos, era evidente que antes de ponerme a buscar a mi desconocida necesitaba un trabajo. Lo conseguí de lavaplatos en un restaurante llamado El Corazón de la India, en el que como su propio nombre indica se servía comida italiana. Había que laborar como un negro, de firme, y la verdad es que yo hice de negro, mulato, de chino y hasta de ñáñigo. Pero no se me puso malo el cuerpo; del lado de la desventura aumentaba mi conocimiento mucho más rápido que entre rosas. Aunque no contaba con que ganarme la vida me robaría tanto tiempo para las pesquisas; apenas disponía de horas libres, anexionado como me encontraba a aquel reino subterráneo de detergentes líquidos y vajillas taiwanesas. Y tarde, muy tarde, tan tarde que ya estaban quitando incluso las calles, cuando llegaba agotado a mi cuartucho de alquiler y encendía la única lucecita que había en él, que era como una pequeña hoguera alrededor de la cual no me esperaba nadie, la única forma de no capitular era refugiarme en una cala del conjunto cartográfico de manchas de humedad del techo, e imaginar corazones latiendo en dirección a un Happy End.

Lo que ha juntado el azar que no lo separen los hombres fue lo primero que pensé cuando la vi, tras meses de infructuosas averiguaciones, sentada en la mesa número siete pidiendo el menú número cinco. Para entonces ya había ascendido a camarero y cambié rápidamente la mesa con un compañero, pues aquella no entraba en mi asignación. Tan preparado llevaba todo lo que iba a decir cuando la encontrara que al ir a servirle la sopa no me salieron más que algunos cumplidos de galán de cine mexicano lo suficientemente horteras como para que una honda desconfianza se instalase en sus ojos. Ni siquiera esperó al segundo plato y se largó como alma que lleva el diablo. Me dejó KO en el primer asalto, así que tuve que recoger todos mis dientes y continuar la vida por signos. Como el único amigo que me quedaba era el mono de la botella de anís que me acostumbré a ventilar cada noche, no pude contarle a nadie el nefasto cruzamiento de cables que había provocado que en vez de intentar concertar una cita, pasase directamente a la fecha para irnos a vivir juntos. Y delante de mí quedaron únicamente multitud de horas de reflexión individual sobre lo mucho que la penumbra acentúa el silencio y lo fríos que se te quedan los pies cuando no duermes con alguien que te los caliente.

Estaba cantado que en esas circunstancias no duraría demasiado en el restaurante. No tardaron en despedirme, cosa normal teniendo en cuenta que la pasta marinera no combina demasiado bien con las camisas de seda y que la ensalada con azúcar sólo le gusta a los chinos. Aunque logré que los dueños del restaurante me regalaran (con nocturnidad y alevosía) la mesa número siete a modo de posible pañuelo o zapato extraviado por mi amor. Me obsesionaba aquel fetiche por la repulsión-atracción que suscitaba en mí: por un lado había sido el escenario de mi ridículo y por otro era lo único que conocía que ella hubiera rozado. Pero no me rendí; seguía dispuesto a esperar un siglo o a pensar que no esperaba.

Pasaron los años, cinco en concreto, que no fueron de vida, sino de interrupciones (claro que el tiempo no deja de ser una convención). Y como al no ser rico es obligado que parezcas útil, recorrí todo un abanico de oficios: vendedor en el rastro, transportista, traductor, pintor de brocha gorda, ensayista... Considerando que cada situación lleva inherente un tiempo de permanencia, no era capaz de evitar un sentimiento de angustia cuando rebasaba el mío en cada uno de ellos y desaparecía sin pedir siquiera el finiquito. Conocí a otras mujeres, claro, pero ninguna me desveló los misterios por los que merecía la pena aquella vida en la que eras lo que no eras, amabas a quien no amabas y sentías lo que no sentías. Podría parecer que la solución de mi problema se prolongaría ad calendas graecas, pero corresponde a la excepción querer la muerte de la regla.

Presentía un futuro poco promisorio, cuando se me ocurrió inventármelo; es decir, cubrir la mesa-fetiche con una pieza de terciopelo, colocar encima una bola que se iluminaba como el abdomen de una luciérnaga y montar un consultorio astrológico que anuncié en los canales televisivos a altas horas de la mañana, entre las ofertas de contactos y clubs de streap-tease. No fue complicado, me apoderaba de las fantasías de los clientes y las hacía realidad, les contaba lo que deseaban escuchar. Y la ciudad, que tan mal me había recibido, terminó por hacerme un guiño: la mujer, buscando señales de su futuro, apareció una tarde pluviosa provocando que el mío comenzase de nuevo como recién sacado de un arca.

Allí estaba, ajena al frío o al tamaño de su desesperanza. La noté triste, pero vieja y sola como se encontraba me hubiera asombrado verla alegre. No me reconoció con mi tocado de maharajá de Ramaputra y mi posición siniestra y encorvada como para escuchar confidencias de espíritus enanos. Aquella tarde no le dije la verdad, sólo el porvenir, pero bastó para que volviese otras veces, únicamente en sus días más negros, cuando su cuerpo le discutía y su corazón la dejaba a la deriva, como si mis pases mágicos pudiesen disolver tanta amargura. Hablaba poco, la vida le había ido comiendo las palabras, y sus movimientos equivalían a diálogos completos, así que aprendí a interpretarla; era como el trozo de terciopelo que tapaba la mesa, que según hacia qué lado lo recorrieras acariciaba o raspaba. Yo sabía que todo era cuestión de calma, no hay ternura apresurada. La tarde en que logré su primera sonrisa al tropezar inevitablemente con las consonantes en una revelación profética, fue la misma que conseguí invitarla a un café con gotas. A las dos semanas ya prolongábamos nuestras charlas en su piso y, a la tercera, en su dormitorio. Teníamos semejanzas, aunque honestamente eran muchas más las diferencias, pero un hombre es lo que intenta, no lo que consigue, y la pedida de mano la realicé mientras comíamos un bocata de calamares en una fiesta de barrio, con la orquesta destrozando una canción de moda, entre oleadas de churros fritos y su rostro cambiando de color a medida que estallaban los fuegos artificiales. De todo esto hace ya un par de años.

El hombre es un animal simbólico, aunque cada día cumple un aniversario, sólo en el cambio de año hace recuento de su existencia; al son de las campanadas y mientras le pongo agua fresca al canario, pruebo a buscar en mi vida algún signo aéreo, sonriendo al no hallarlo. En nuestra vida sálmica, suspirada y leve, encontré al fin respuesta a mis preguntas. Aprovecho que ella está sentada leyendo una revista del corazón para acercarme por detrás y robarle un beso. En su boca yo sentía el mundo, y creo que ella en la mía lo olvidaba. Y qué deciros de la maravillosa aspereza de sus manos cuando llega a mi alma, directamente desde el detergente, del olor celeste de la cebolla, de tus te quiero con estornudos o de sus gritos a nuestros cinco hijos. Cuando a veces rompo la hucha de los recuerdos y dejo que éstos rueden por el suelo, ya apenas me queda alguno del Lugar; sí, allí había pasión, celos, ansia, deseo... pero no, no amor, el amor es otra cosa, ese algo fungible, ese aburrimiento, esa costumbre, ese agarrarse por debajo de la mesa, y unos días follar como locos y otros quedarse en blanco por dolores de cabeza.

Cada uno tiene el mundo que se merece, y yo he comprendido que el mío está aquí. Nunca se ha visto nada parecido en el Lugar. La extrañeza en la normalidad, lo fantástico a través del hiperrealismo. Aquí, las pocas veces que miras a lo lejos, miras a los ojos de tus hijos. Y es distinto. Y no es algo despreciable. Es hermoso. Y además, ¿quién ha dicho que hay que vivir necesariamente en la cornisa de las cosas, buscando lo imposible? ¿De verdad es necesario ser excepcionales? Aquí no hay infinito, y con eso nos basta. De vez en cuando, en los momentos menos pensados, somos felices.

Continúo mis estudios para graduarme en humanidad. Ya devoro platos enteros de patatas fritas con huevos, soy capaz de quedarme sin problemas dormido viendo una función de teatro, me he acostumbrado a pagar a plazos, a sacar unas oposiciones y a sudar bajo el sol en vez de apagarlo de un soplo. Así que ahora, por la noche, soy Paco, fiel esposo y padre modelo, y por el día, Francisco Valdés Rodríguez, funcionario de Correos. Reconozco que aún dudo momentos antes de abrir una puerta, como dando tiempo a los fantasmas para que desaparezcan, y tampoco acabo de vocalizar bien, pero confío que con el tiempo podré subsanar esos pequeños fallos. Hace poco nos hemos comprado un casita de fin de semana, y en esto, como en todo, es tanta mi fe que, aunque todavía no tenemos jardín, ya me compré una podadora.

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