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CincoSentidos

Misas y comuniones

Cuántas veces tuvo que comulgar el protagonista para poder ver, e incluso rozar, a su amada Begoña. Fue el consejo que le dio su gran amigo Eulogio, que elaboró una estudiada estrategia para alcanzar un final feliz. No produjo el resultado deseado y el pobre enamorado fue incluso golpeado para que dejara a su amada en paz. Al cabo de varios años averiguará lo que realmente ocurrió. Huelga decir que jamás volvió a pisar una iglesia.

Cuando a tu irremediable timidez se une esa consideración extrema hacia los demás que apenas te permite sincerarte con alguien, y menos en el terreno de los avatares amorosos, es fácil caer en el desánimo y aceptar, no sin mala conciencia, el creciente ostracismo de tu desgracia.

Ese derrotero llevaba yo, consumido por mi amor platónico hacia Begoña Arienza, que a sus catorce años era una amazona rubia que humedecía mis sueños y aturdía mis vigilias, coadyuvando a que mi condición de repetidor se viese abocada otra vez al fracaso escolar, cuando mi amigo Eulogio Otero me zarandeó una tarde, al salir de la sesión continua, y después de llamarme gilipollas me sonsacó el penoso secreto.

-Me figuraba que era ésa... -dijo Eulogio-, porque hay que ser tonto del culo para no darse cuenta de que también está por ti.

Mis sesiones continuas favoritas eran aquellas en que coincidía una película de María Schell, actriz duramente denostada por mis amigos, que la tildaban de cursi y floja a la hora de besar, y a la que yo guardaba una secreta devoción desde mi infancia, también secretamente compartida por Eulogio, que era el único que me acompañaba a esas sesiones.

Supongo que aquella tarde yo estaba dispuesto a confesar porque el secreto ya no me cabía en el cuerpo, y menos después de haber visto cómo María Schell caía en las garras de un ser mezquino ante la dolorosa pasividad del pobre desgraciado a quien amaba.

-Grandísimo gilipollas... -repitió Eulogio y, antes de ofrecerme una calada de la colilla que acababa de encender, me conminó a aceptar una rigurosa estrategia de las que podríamos denominar de acoso y derribo, según sus experimentadas acciones en casos análogos.

El plan me pareció muy osado, pero tuve que jurarle que lo intentaría seguir al pie de la letra. Para forzarme más me confirmaba que alrededor de Begoña había muchos moscones y, antes o después, ella caería en manos de alguno.

-Fíjate el bobo ése cómo se dejó birlar a María, qué manera de hacerla una desgraciada y quedarse en ayunas...

Todas las mañanas, a primera hora, comencé a ir a misa, obligado a arrodillarme al lado de Begoña, a rozar siempre que fuera posible su codo y a mostrar una intensa devoción paralela a la suya. Ella jamás faltaba a aquella misa madrugadora, a la que asistía sola antes de ir al colegio, dato convenientemente facilitado por Eulogio como elemento sustancial de la estratagema.

-Tienes que comulgar todos los días -me había advertido-. Te sitúas siempre detrás de ella, de modo que cuando regrese pueda percatarse de que tú avanzas hacia el comulgatorio. Y la vigilas, en ese instante en que os crucéis tienes que conseguir que te mire, aunque sólo sea de refilón...

Detallar mis torpezas e indecisiones me cuesta mucho trabajo, pero lo cierto es que al cabo de dos semanas mis ojos ya no temblaban en aquellos momentos cruciales, aunque, no lo voy a negar, la procesión iba por dentro.

Más de una vez los nervios me hicieron tropezar y caer sobre el comulgatorio y el copón con las sagradas formas estuvo a punto de írsele de las manos al padre Meana, que empezó a tomar discretas medidas de prevención conmigo para administrarme el sacramento.

Pero Begoña alzaba los ojos y los míos se derretían con una mezcla incontrolada de fervor y emoción y, en ese instante, sentía un agradecimiento infinito hacia Eulogio, valoraba de veras la ayuda y la sabiduría inestimable de su amistad.

Fue más o menos al cabo de un mes cuando ya se hizo conveniente variar de estrategia, consumada esa primera fase de acercamiento y merodeo. Ahora tenía que acrecentar los roces con mi codo, evidenciando que el reclamo no era meramente casual, y tenía que acercarme lo más posible en la fila que nos conducía al comulgatorio, procurar arrodillarme a su lado y regresar tras ella haciéndole sentir mi cercanía del modo más intenso que pudiera, como si, poco a poco, según dictaminaba Eulogio, aquella experiencia espiritual, sin duda compartida, contribuyese a promocionar la sensación de que ya éramos dos almas gemelas.

-Y llegado a este punto, macho -aseguraba mi mentor palmeándome la espalda-, y sabiendo como sabes que la tienes en el bote, ya sólo te queda decirle algo, porque el auténtico riesgo que corres es el de convertirte en un meapilas...

Yo estaba convencido de que todo iba sobre ruedas y no me importaba seguir dando tiempo al tiempo, porque aquellas misas y aquellas comuniones se habían convertido en la costumbre de mi felicidad y con ellas me conformaba.

Me venía a la memoria otra película de María Schell, que desgraciadamente no habían vuelto a poner, en la que ella se encuentra una y otra noche con un desconocido y son felices en esas horas en las que pasean juntos sin apenas decirse nada, sin saber siquiera sus nombres.

Hasta que una mañana vi que Begoña se cambiaba de reclinatorio cuando yo tomaba posición a su lado, y otra sentí que huía de mí, entre nerviosa y asustada, en la fila de regreso de la comunión, después de haber evitado ostensiblemente arrodillarse conmigo.

Estos gestos esquivos se incrementaron en los días siguientes y hubo un descorazonador momento en que tuve la certeza de que sus ojos me miraban con una indefinible mezcla de temor y hostilidad.

No quise comunicarle a Eulogio mis zozobras, pero el presentimiento de la desgracia que promocionaban aquellas contrariedades apenas me dejaba vivir, y la ansiedad me había convertido en un huérfano que roía las vigilias sin el mínimo recurso para entender nada, más allá del desamparo.

Seguía yendo a misa con la rutina del creyente que pierde la fe y algunas veces, al comulgar, el padre Meana tenía que indicarme disgustado que abriera la boca.

Una de aquellas infaustas mañanas, especialmente penosa porque la tarde anterior me habían comunicado los tres cates en las tres asignaturas más importantes del curso que repetía, salí de la iglesia tras el rastro presuroso de Begoña y, a la vuelta de la primera esquina, alguien me dio un empujón y en seguida sentí que una mano me apretaba el cuello y que un puño inmisericorde me rompía la nariz.

-Deja en paz a mi hermana, cerdo... -dijo una voz amenazante-, porque además de la nariz te voy a romper todos los dientes. Que no te vuelva a ver detrás de ella...

Basilio Arienza era de mi edad, pero más corpulento, aunque en absoluto tenía fama de pendenciero. Habíamos jugado juntos muchos partidos de fútbol y sólo recordaba haberle propinado en una ocasión un balonazo en el estómago. También sabía que tenía mala opinión de mí como defensa porque en una final metí tres goles en nuestra propia portería, dos de ellos centrados por él.

Estuve un rato sangrando como un chivo, aquejado por el dolor físico, pero más duramente castigado por el moral. Ni siquiera mi padre, que almacenaba año y medio de cabreo permanente conmigo, pudo contenerse al verme luego en aquel estado que achacaba a mis holganzas y malas compañías, y no se privó de darme una bofetada y una patada en el culo.

Eulogio recibió consternado mis noticias.

-No lo entiendo, te juro que no lo entiendo... -decía-. No te queda más remedio que ir a hablar con el padre Arreola, que es el confesor de Begoña. Te sinceras con él, le abres el alma, macho, que eso a los curas les encanta...

La propuesta me pareció descabellada porque yo no tenía coraje suficiente, aunque la idea de perder a Begoña de aquella forma inexplicable tampoco la podía aceptar. Y para mayor inri no anunciaban ninguna película de María Schell.

-O la olvidas -dijo Eulogio-, tías hay por ahí las que quieras...

No menos de seis veces hice cola en el confesionario del padre Arreola y cuando iba a llegarme el turno me retiraba consumido por la indecisión, para en seguida llenarme de improperios y nuevas amarguras.

Fue a la décima cuando llegué a sus brazos penitenciales y, después de musitar 'ave María' de forma casi inaudible para mí mismo y escucharle contestar 'sin pecado concebida', comencé una ardua y entrecortada explicación mientras todo mi cuerpo se llenaba de un sudor frío.

-Espérame en la sacristía -me ordenó imperativo el padre Arreola, cortando aquel monólogo lastimoso-. Voy en seguida...

No había nadie en la sacristía y allí aguardé no más de un cuarto de hora, intentando sujetar los nervios sin conseguirlo. En una peana había un santo diminuto vestido de peregrino y no sé por qué me dio por acercar la mano para tocarle el sombrero. Se estrelló en el suelo y quedó hecho trizas. Me fue casi imposible disimular los pedazos detrás de una cortina.

El padre Arreola entró con un ímpetu desmesurado, cerró la puerta de modo que en ella temblaron todos los cristales y vino hacia mí directamente. El sombrero del santo estaba debajo de mi zapato.

-¿Así que tú eres el que persigue sacrílegamente a Begoña? -me recriminó, y antes de que yo pudiera hacer nada me asestó dos tremendas bofetadas que me hicieron recular y caer al suelo-. No quiero verte aparecer por aquí, canalla -dijo furioso-. No vas a ensuciar este recinto sagrado ni a atribular más a esa alma pura...

Cuando logré ponerme de pie me cogió por el cuello y me sacó de la sacristía prácticamente en volandas.

El padre Arreola era navarro y corría la especie de que jugando al frontón más de una vez había espachurrado la pelota.

A Eulogio no me era posible echarle el guante porque, por una u otra razón, no coincidíamos en ningún sitio, y no pasó mucho tiempo sin que comenzase a tener la sospecha de que me rehuía. Lo achaqué a los desastrosos resultados de la estratagema y a lo penoso que debía resultarle aguantarme reconociendo nuestro fracaso.

Decir que perdí al amigo es poco, no por la pérdida, sino por la teórica condición de tal. El tiempo me iría curando las heridas porque yo sólo hacía que lamérmelas, y en la extrema soledad en que me encontraba, esa medicina ayudaría a hacerme olvidar a Begoña, pero no lograba aliviar mi estupor por lo sucedido.

Los tres cates de las asignaturas fundamentales se reiteraron trimestre tras trimestre y las patadas en el culo, a las que mi padre se había aficionado, contribuyeron dolorosamente a mi melancolía, hasta tal punto que llegué a agradecérselas.

Por alguna misteriosa razón, que no creo fuese la escasez de películas porque me parecería imperdonable, fui perdiendo mi devoción por María Schell y comenzó a gustarme mucho Jean Simmons, de la que también decían algunos amigos que era floja besando.

Sería Fermina Cuevas la que, mucho tiempo después, me descubriría la auténtica estratagema de Eulogio, comentando las desazones de su amiga Begoña en aquellas misas donde yo, según sus palabras, la había perseguido.

Sorteando el secreto y la consideración de la amistad a mí debida, y haciendo méritos con la heroicidad de lo que suponía tener que denunciarme, habló con el padre Arreola y con Begoña para decirles que yo pecaba mortal y sacrílegamente cada mañana, concentrando mis torpes y malos pensamientos en esos momentos sagrados de la comunión y la misa, buscando esa ocasión premeditada para un asedio así de miserable.

-æpermil;l la quería -dijo Fermina- y contando aquello consiguió ganar su confianza, aunque salir no salieron mucho... Begoña, como bien sabes, estaba de veras por ti...

Otra vez repetí curso, pero ya nunca jamás volví a misa aunque en la vida, como es lógico, he vuelto a comulgar en muchas ocasiones con ruedas de molino.

El autor

Luis Mateo Díez nació en Villablino, León, en 1942. Su primer libro de cuentos, Memorial de hierbas, apareció en 1973. Alfaguara ha publicado sus novelas Las estaciones provinciales( 1982), La fuente de la edad(1986), con la que obtuvo el Premio Nacional de Literatura y el Premio de la Crítica, Apócrifo del clavel y la espina(1988), Las horas completas (1990), El expediente del náufrago (1992), Camino de perdición (1995), La mirada del alma(1997), El paraíso de los mortales (1998), Días del desván (1999) y Fantasmas del invierno(2004). Sus fábulas están reunidas en El diablo meridiano (2001), El eco de las bodas(2003) y El fulgor de la pobreza (2005). Y todos sus cuentos están recogidos en El árbol de los cuentos(2006). El libro El reino de Celama(2003) reúne sus tres novelas ambientadas en ese lugar imaginario. Y con La ruina del cielo (2000) obtuvo el Premio Nacional de Narrativa y el Premio de la Crítica. Además, es miembro de la Real Academia.

Diccionario sin levantarse

Ostracismo: Exclusión voluntaria o forzosa de los oficios públicos.

Amazona: Mujer de alguna de las razas guerreras que suponían los antiguos habían existido en los tiempos heroicos.

María Schell: Actriz austriaca (1926-2005). Fue muy conocida durante los años cincuenta al participar en destacadas películas.

Jean Simmons: Actriz inglesa (Londres, 1929) que ha interpretado entre otros muchos papeles el de Ofelia, en Hamlet, en 1948, por el que obtuvo el premio de mejor actriz en Venecia.

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