Nueve de corazones
El hombre del traje color marrón claro en su loca carrera coge una octavilla: ¢No hay problema sin solución, especialista en trabajos ocultos. Vengan a ver a un gran vidente, serio, trabajo rápido que resolverá todos sus problemas, incluso los casos desesperados. Amor, transacción entre hombre y mujer, trabajo, exámenes, protección contra los enemigos...¢. En verdad, parece que las coincidencias sí se producen.
Un hombre alto baja a toda prisa por las callejas irregulares que siguen a la ruedu Cardinal Guibert. Tiene unos treinta años convulsos y en sus bolsillos tintinea un puñado de monedas de un franco y entre otras más pequeñas, algo más ennegrecidas por el sudor cotidiano. Al ritmo de los pasos agigantados que traza por la acera, su trajemarrón claro a juego con un sombrero de anchas alas se tensa y se contrae por momentos.Mirado desde detrás, su huida inexplicable recuerda a la figura de Jean Paul Belmondo en Au bout de souffle.
A las siete y treinta y cinco pisa firme el pavimento escurridizo de escarcha de la rue St. Rustique y pone todo el peso sobre la rodilla izquierda para darse nuevo impulso. El mecanismo automático de su reloj, un Certina Blue Ribbon de 1961, nota los fuertes vaivenes de su dueño. La manecilla suiza, sin embargo, mantiene su ritmo dorado, inexorable, mientras la correa de oro, que no ciñe su muñeca estrechamente, hace dar a la esfera la quinta vuelta en torno a su eje de carne y hueso palpitante.
Al enfilar la empinada rue Lepic, que acorta y se ensancha por momentos, tiene que hacer un verdadero esfuerzo para refrenar su carrera cuesta abajo. Se detiene un momento enfrente de una oscura tienda de ultramarinos que recién cerró sus puertas, toma aliento y cierra los ojos. Toda su cara de joven mártir reluce de sudor.
Abre los ojos de repente, como tras un súbito golpe de memoria, y emprende nuevamente la apremiante carrera. En huida o persecución, el hombre del traje entra en una calle mayor, angustiosa. El bulevar Clychy atesora gran actividad a esa hora de la tarde invernal. El corredor esquiva a la gente a la carrera con destreza. En la esquina vocea un vendedor que ofrece baguettes de pollo, queso y tomate por un par de francos. Las luces agreden su vista y los transeúntes su fuga de obstáculos.
Unos ciento cincuenta metros más allá de la esquina, un negro enorme, vestido con una abigarrada túnica africana, reparte octavillas a los viajeros que salen de la agitada estación del metro de Pigalle. Va tocado con un gorro corto, tal vez al estilo frigio, que sorprende como una corona desde lo lejos y sirve de reclamo para que el corredor lo elija como punto de meta. Al llegar, ralentiza la marcha y alarga el brazo desde un par de metros antes de cruzarse con él. El negro alarga el brazo, desplegando los colores de su manto, y le pone una octavilla en la mano. Lleva por título y reclamo Monsieur Cisse (Grand Médium) y el corredor trajeado prosigue su carrera recuperando el ritmo frenético.
Mientras corre y siente la camisa barata cada vez más empapada en sudor y menos blanca, va leyendo de cuando en cuando las líneas escritas en la octavilla. No quiere tropezar, pero no deja de recorrer con los ojos el papel arrugado en su mano, tan ávidamente como los metros de acera. Pas de problèmes sans solution, spécialiste de travaux occultes. 15 ans d'experience, connu dans le monde entier.
Al final se cansa demasiado para seguir. Tal vez es que ha logrado escapar de la sombra que lo perseguía. Está exhausto y tiene escalofríos de piel vaporosa en la fría tarde de París. Ha recorrido a toda prisa casi todo el norte de la ciudad, pasando por los comercios más caros de la arteria principal. Y las letras de la octavilla siguen rondando su cabeza, inexorables (Venez voir un grand voyant, sérieux, travail rapide, qui résoudra tous vos problèmes même les cas désespérés). La tira al suelo asqueado. El reloj da la sexta vuelta a su muñeca. Siente ganas de orinar.
Lo mejor es -decide- dirigir sus pasos apresurados, ya no carrera, hacia una de las escasas brasseries de la avenue Franklin Delano Roosevelt. A esa hora, resulta casi irreal que tan cerca de todo el bullicio de los Champs-Elysées pueda haber lugares latiendo tranquilos en aquella trémula luz de vaho eléctrico.
Son esos bares solitarios de la avenida los que parecen atraer la atención del hombre de traje marrón. Sólo en ellos se puede sentir calmado, reposar de la agitada carrera. En la turbación de su aliento se nota que ha estado en esta avenida tiempo atrás, quizá hace cuatro o cinco años, cuando pensaba que la ciudad era suya y que poseía un pequeño tesoro de amor y riquezas*. Tal vez solamente jadea por el esfuerzo físico.
Amour, transaction entre homme et femme, travail, affaires, examens, protection contre les ennemis, tout complexe physique et moral, desenvoutement, impuissance, chance aux jeux.
En destellos y letras infames aparecen las pocas brasseries de la avenue Franklin Delano Roosevelt ante los ojos del hombre del traje marrón como lugares sublimes. Son paréntesis en los bulevares concurridos, aislados de las frías aceras por casetas de cristal y el calor de las estufas, que entibiecen el aire de las terrazas cubiertas, pero no el pavimento, frígido e impasible como el terreno de toda gran ciudad.
Sólo en uno de esos invernaderos sentimentales, precisamente en uno, se detiene la carrera del joven con cara de mártir, sombrero a la Belmondo y traje marrón, como, según Winston Churchill, sólo un canalla podría llevar. Sólo en una de esas terrazas cubiertas puede un canalla trajeado conocer con clarividencia de profeta las distintas fases del amor y la ciudad.
Entra por la puerta de cristal, aún respirando entrecortadamente, y se sienta en una mesa del centro de la terraza cubierta. Responde al camarero -un panaché- y bebe pausadamente, a sorbos agudos, de su vaso alargado. A su lado, una pareja anónima y bien vestida respira en otra mesa con cierta ilusión. Subidos en un pequeño pedestal -porque su mesa está situada todavía dentro del perímetro del bar, mientras que la del corredor descansa sobre la acera cubierta-, casi brillan en la penumbra de la tarde abúlica. Destaca en ella la manera que tiene él de arreglarse la cara bufanda a rayas sobre la americana, jugueteando nerviosamente con los flecos, y la mirada ausente, pero llena de expectativas de ella. La piel de los dos está tensa, lustrosa, acaso despide un raro aroma. Es evidente que está a punto de comenzar algo entre ellos dos, con seguridad una relación convencional, porque tienen que hacer algo con los días que pasan entre una fiesta y otra, entre un trabajo y otro.
El corredor del traje marrón mezcla ahora su panaché con un chicle de menta. A la vez, desde su mesa, observa a otra pareja con menos brillo. æpermil;l es un joven obrero de manos pequeñas y doloridas sentado apáticamente. A su lado, una chica pelirroja bebiendo absorta un vermut que restaña las llagas de su interior. Están sentados en una mesa cuadrada, extrañamente pulida (las otras son redondas y pequeñas, gastadas por el roce de los vasos). La relación está un poco envenenada por el hastío, pero ella quiere buscar todavía un encanto inicial. Transaction entre homme et femme.
De aquel lado, tal vez, la ruina del amor. Porque más cerca aún que las mesas anteriores, justo detrás del corredor trajeado, hay otro hombre, algo mayor, de unos cincuenta años, que bebe cerveza, tiene tres vasos vacíos sobre el cristal de la mesa y espera desde hace un buen rato. Nervioso e indeciso, se ausenta por un momento de su mesa, pidiéndole al hombre del traje que le vigile sus cosas: una mochila de cuero gastada, unos cuadernos de notas y los tres vasos vacíos de cerveza, ya casi cuatro. Tras una breve ausencia -quizá para llamar por teléfono- regresa a su puesto y agradece al hombre con cara de mártir mediante una seña de la cabeza. A los pocos minutos hace su entrada, cojeando visiblemente, en la brasserie una mujer de unos treinta y siete o treinta y ocho años -no más- y cara de niña. Lleva un pantalón ceñido en los tobillos y una gorra de ciclista que cubre sus cabellos cortos. En seguida es bautizada por el observador como Rosamunde en aquella brasserie de la avenue Franklin Delano Roosevelt.
Cuando la mujer que cojea pasa a su lado, el corredor del traje cae en un ensueño placentero que pone un cierto término al fin a su agitado recorrido. Un estremecimiento tardío le agita los miembros mientras masca su chicle mentolado. Finalmente se ha compuesto la tercera pareja de la noche, que conversa largo tiempo. Es el hombre, que la estaba esperando, quien habla con la mujer en voz muy baja pero hiriente. Ella calla, y al rato, comienza a llorar. Pas de problèmes sans solution. Se escucha algún balbuceo salir de su boca. Bruscamente una silla se arrastra por el suelo y golpea el respaldo sobre el que se apoya el hombre del traje marrón: la mujer se ha levantado y se marcha al servicio.
Al fin la mujer regresa del baño algo recompuesta, se sienta de nuevo junto a su pareja y le cuenta una historia con voz algo más firme que el corredor acierta a oír. Entre las frases entrecortadas y el tintineo de las copas en la barra, desde su mesa el hombre del traje marrón puede componer las piezas de una anécdota difusa y soñolienta. La joven le cuenta a su acompañante una historia que no transcurre en París, sino en otra gran ciudad de un país extranjero. Parece que es la historia de la obsesión de una mujer o, mejor dicho, de sus hallazgos obsesivos de un naipe en una enorme ciudad de óxido y escaleras de hierro.
Hay en sus palabras turbias una mujer de unos cincuenta años, cuyo nombre no entiende, que ha conocido momentos mejores: pero ahora malvive en una buhardilla del centro con un trabajo de friegaplatos en un restaurante 24 horas. La mujer, un día, a la salida del trabajo (serán como las cinco y media de la mañana, afirma la voz perdida de la narradora), encuentra en el suelo, delante de la puerta trasera del restaurante, un naipe. Es el nueve de corazones. Después de mirarlo un rato soñadoramente, se lo guarda a modo de talismán en la cartera raída que lleva en una bolsa blanca de tela, que hace las veces de bolso y de mochila. Protection contre les ennemis.
Tres semanas más tarde, un sábado que libra, encuentra otro naipe en un banco del parque central de la ciudad. Es otra vez el nueve de corazones. Siente un sobresalto entonces en el corazón. Cree que le han robado la cartera e instintivamente echa mano de su bolsa de tela. Pero no, al abrir su cartera encuentra allí, tranquila y como mirándola torvamente, la antigua carta.
Tiempo después cambia de vida y de ciudad. Consigue un trabajo mejor y todo parece ir bien, pero, de repente, una noche al volver a casa se ve envuelta en una pelea callejera de dos prostitutas. Una de ellas marcada con un navajazo en la mejilla. Ambas mujeres la zarandean y acaban derribándola al suelo. El desolador contenido de su bolsa blanca queda esparcido por el pavimento frío. Una de las prostitutas, la marcada, ríe y le arroja a la cara un naipe. Es el nueve de corazones.
El hombre del traje marrón muda la cara, que ya no es de mártir. Tout complexe physique et moral. La mujer termina su historia y vuelve a balbucir algo. En el momento de concluir en retazos su narración. El corredor de traje y sombrero recuerda mecánicamente las últimas líneas del anuncio sobre el augur de Pigalle con enorme precisión. Monsieur Cisse. Grand voyant. Paiement après résultat. Travaille aussi par correspondance. Joindre enveloppe timbrée, photo, date et lieu de naissance. Appelez le plus tôt possible pour un rendez vous tel. 42.53.73.49 - 6 rue Augustine -75018 Paris.
Mira los números en la esfera de su reloj dorado, que sobresale del puño de la camisa. Las manecillas blancas con ribetes de oro comienzan a perseguirle de nuevo, le indican la señal de salida a las nueve. La correa del reloj le da la novena vuelta a la carne. Remueve las monedas herrumbrosas que tintinean en su bolsillo. Apresuradamente deja unos francos sobre la mesa y sale corriendo por la puerta cristalina de la terraza que da a la avenue Franklin Delano Roosevelt.
*También es frecuente, por otra parte, que algún nostálgico emigrado, al llegar a aquella avenida, piense a menudo en las calles que están detrás de la estación Roma Termini, o en las que circundan la plaza de Cataluña, en Barcelona. Solamente en este tipo de calles se dan los bares donde el transeúnte apresurado puede ser testigo, en un tiempo real y simultáneo, de la evolución de las épocas, de la intrahistoria, como en un único y gran compendio de la vida en sus varias etapas conviviendo bajo un mismo techo artificial y utópico.