Pepe, Pepe, Pepe
Esther Tusquets nos presenta un relato sumamente divertido. En una primavera de los años veinte del pasado siglo, Nora, nuestra protagonista, con una enorme vocación de víctima, se enamora perdidamente de Pepe, un apuesto muchacho que no le corresponde. Pero, como es sabido, el amor todo lo puede y ella, con alguna ayuda, consigue llevarlo al altar. Nora ya puede disfrutar ampliamente de esa vocación que hemos mencionado.
Todo empezó la radiantemañana de mayo en que Nora vio a Pepe encaramado en lo alto de un cerezo. Habían transcurrido apenas dos décadas del siglo XX, y la familia de Pepe, dueña de una floreciente industria textil, residía en un amplio piso de lo que era entonces el centro de la ciudad, pero poseía una finca con huerto en las afueras, donde pasaban algunas veces la primera parte del verano antes de trasladarse en agosto a la torre que se habían construido en un pueblecito costero, al borde mismo de la mar y donde todos los años se invitaba a un grupo de amigos a un almuerzo campestre cuando llegaba el tiempo de las cerezas.
Aquel año la cosecha había sido magnífica, los árboles estaban cuajados de fruto y Pepe -encaramado audazmente a una de las ramas más atrás de un cerezo, en parte para impresionar a las muchachas congregadas alrededor del tronco, que reían y chillaban excitadas, simulando un miedo a la improbable caída que de hecho no sentían, mientras iban recogiendo en unos cestos las cerezas que el único hijo de los dueños de la casa les arrojaba a puñados- le pareció a Nora arrojado, hermoso y atractivo como un joven dios que dispensara desde el Olimpo sus clones a los míseros mortales.
Nora se enamoró perdidamente. Fue un caso genuino de flechazo, de amor a primera vista. A los dos minutos de conocerle decidió que era el hombre de su vida, el único hombre que tendría cabida en su vida. O él o ninguno. O él o nadie. O se casaba con Pepe, o no le quedaba otro recurso que ingresar en un convento, caso de no asumir el papel de tía solterona que cuida, a medias abnegada, a medias resentida y pesarosa, de los niños de su hermana.
Lo malo era que, si a Nora le pareció Pepe -envuelto en el aire dorado de una mañana gloriosa que preludiaba el estío- atractivo y audaz y guapísimo, también le pareció que cualquiera de las muchachas apiñadas al pie del árbol era más bonita y más simpática que ella, y seguro que mucho más inteligente, y hasta estaba más graciosa recogiendo las cerezas. Tuvo, pues, desde el primer instante la certeza de que, aun tratándose del hombre de su vida, el único hombre de su vida, Pepe no se fijaría nunca en ella.
Nora no se tenía, claro está, en un concepto ni remotamente elevado y cultivaba además desde niña una apasionada inclinación por el fracaso y una obstinada vocación de víctima. Su única hermana, Blanca, sí tenía, por el contrario, una idea sublime de sí misma (no sólo se consideraba la más hermosa de las muchachas que estaban aquella memorable mañana en el huerto, sino de todas las que conocía e incluso de las que no conocía, y no le cabía duda de que poco le hubiera costado enamorar a Pepe, como a cualquier otro varón, caso de habérselo propuesto, sólo que no se lo propuso, porque a Blanca aquel muchacho guapito, con su fino bigote y sus aires de incipiente don Juan, no le recordaba en absoluto a un hermoso dios heleno, ni el cerezo, por muy cargado de fruto que estuviera, admitía comparación con el Olimpo) y creía firmemente en un brillante porvenir jalonado de todo tipo de éxitos.
Le deparara la vida lo que le deparara, Blanca se vería siempre a sí misma como una triunfadora, dispuesta a comerse la vida de un bocado, y, ocurriera lo que ocurriera, Nora presagiaría desastres y no renunciaría jamás a su papel de víctima. Hay vocaciones irrenunciables y la de víctima debe de resultar sin duda sumamente atractiva puesto que es una de las que crea mayor adicción.
Ya de niñas, Blanca se disfrazaba de princesa, se sentaba al piano y jugaba a flirtear con príncipes azules, que, locos por ella, ponían el reino a sus pies o se suicidaban por amor al pie de sus ventanas. Y, mientras ella desgranaba risueña las notas de Para Elisa, agitaba el abanico, llenaba su carné de baile, prodigaba palabras ingeniosas y ofrecía ambas manos a los ávidos labios de sus enamorados, Nora se liaba un pañuelo a la cabeza, se ponía la ropa más vieja de la más fachosa de las criadas y jugaba a llevarle la comida a su marido, que, en el mejor de los casos, trabajaba de albañil en una obra, y, en el peor, agonizaba tuberculoso en el hospital.
Lo curioso es que, inmunes a la realidad, iban a prolongar ambos juegos a lo largo de toda su vida. Al borde del hundimiento afectivo y económico, Blanca seguiría siendo una princesa, y ni toda la opulencia y el amor del mundo hubieran hecho de Nora algo mucho mejor que una mendiga desamada. Por tortuosos que fueran los vericuetos del destino, Nora acabaría zurciendo la colada en un hogar ajeno, y Blanca haciendo complicados y exquisitos encajes de bolillos en una galería inundada de sol y desbordada por el trino de innúmeros canarios.
Aquel mayo remoto de su juventud en que conoció al hombre de su vida subido a la copa de un cerezo, Nora estaba en lo cierto. Aunque hizo lo posible por coincidir con él en casa de otros amigos, en el club de tenis, en las funciones de ópera y hasta en hacerse la encontradiza por la calle, Pepe -de buena familia, rico, guapito, seductor- no reparó en la presencia de aquella chica que tan pronto le miraba con ojos desorbitados como bajaba obstinada la mirada, que pasaba del rojo intenso a la palidez más absoluta, que sólo hablaba en inaudibles balbuceos.
Y por una vez Nora, perdidamente enamorada, olvidó su vocación de víctima, traicionó su adicción a la derrota y se dispuso a librar batalla. Todos olvidamos en ocasiones nuestras convicciones más profundas si estamos perdidamente enamorados.
Había en la catedral un cristo, el Cristo de Levanto, y en aquel entonces existía la creencia popular de que determinado día del año, si salías de tu casa e ibas, en absoluto silencio, hasta su capilla, podías formular tres deseos, con la certeza de que uno de ellos te sería concedido.
Nora esperó hasta este día y se dispuso a ir sola -vergüenza le daba compartir con nadie, y menos que con nadie con su hermana Blanca, su secreto- a la catedral. Pero antes incluso de asomar la cabeza a la calle, en el vestíbulo del edificio, la abordó el portero. Algunos vecinos se habían quedado sin suministro de agua, ¿tenían algún problema en su piso? No, no había problema alguno, le tranquilizó Nora. Pero quedaba roto el compromiso de silencio. De modo que tuvo que fingir haber olvidado algo, subir en el ascensor, entrar un instante en su casa, salir de inmediato, bajar de nuevo la escalera...
En este segundo intento, había recorrido ya casi la mitad del camino, cuando se encontró con una de sus primas. Intentó en vano rehuirla, seguir adelante con un gesto de saludo, explicarle por señas que no podía hablar. La otra la miraba perpleja, y tan obvio era que estaba en un tris de tomarla por loca o al menos por chiflada, que Nora se resignó a romper de nuevo su silencio.
Vuelta a empezar. En el tercer intento -que en los cuentos es siempre el definitivo, por algo dicen que a la tercera va la vencida- Nora ya estaba ante la puerta del templo cuando la abordó una mujer humildemente vestida. Sacó el monedero y pretendió salir del paso con una limosna. Pero la mujer se puso furiosa. Ella no era una mendiga, quería simplemente saber la hora, ¿por quién la había tomado? Ante el silencio de la pobre Nora, que atribuyó al desprecio, la ira de la desconocida alcanzó límites tragicómicos.
Y, muerta de vergüenza y desesperación Nora tuvo que hablar para justificarse... antes de poder dar media vuelta y regresar a casa.
La cuarta salida la hizo a la carrera, sin desviar ni por un instante la mirada a derecha ni a izquierda, sin atender a las voces que se oían a su paso, cruzando las calles sin prestar atención a los bocinazos de los coches ni a las airadas voces de los conductores de tranvía. Llegó a la catedral jadeante y desatinada -pero ilesa-, se precipitó en el interior como una exhalación, en la capilla como una tromba, se desplomó exhausta a los pies de la imagen, indiferente a las otras muchas mujeres, a los escasos hombres, que se agolpaban allí aquel día tan especial, indiferente por una vez a llamar la atención, a quedar en ridículo, y gritó en alta voz sus tres deseos, transformados en un único deseo, porque no cabe más que un deseo en las mujeres perdidamente enamoradas:
- ¡Pepe, Pepe, Pepe!
Y, contra todas las previsiones, se produjo el milagro.
Pepe se casó con Nora, y cumplió con creces sus expectativas: la hizo desgraciada desde el mismo día, o acaso fuera desde la misma noche, de la boda; la convirtió en una víctima ejemplar, antológica, difícilmente superable, y la engañó con cuantas hembras se le cruzaron al paso, incluida, por supuesto, su hermana Blanca.