Un corte preciso
No olvides limpiar el cuchillo. Sí, señor -dice Magaly. No me digas señor. Sólo Pau. Ella deja su último plato en el colador, se seca las manos arrugadas por el agua y el detergente, coge el paño, limpia el cuchillo. En el filo acerado de la hoja sonríe un brillo afantasmado. Envuelve el largo y delgado cuchillo en el paño y piensa que el anciano sólo le importa que lo saquen en su silla de ruedas y lo bajen por el paseo de San Juan hasta llegar al Arco del Triunfo. Magaly coloca sobre las rodillas de Pau el paño con el cuchillo, le cubre las piernas con la manta marrón, el cuello con la bufanda y toma del perchero la boina que coloca delicadamente en la cabeza canosa.
Pau ha hecho ese mismo tramo del paseo de San Juan desde que llegó a Barcelona. Bajaba por allí para ir a su trabajo. La ciudad le parecía una resbaladera gigantesca que hacía deslizar a sus habitantes hacia el mar. Sin embargo, nunca se fijaba en la franja del Mediterráneo. Buscaba otro punto de referencia, la mole color ladrillo del Arco del Triunfo en el que terminaba su recorrido. Era un recordatorio de aquel arco que había visto en libros y revistas, el verdadero, el que estaba en París, y que alguna vez iría a visitar en su luna de miel. Sin embargo, fue otro el destino. No supo decirle que no a su novia, que soñaba con ir a Italia, y pensó que no estaba mal que alguien como él, trabajando tan duro como dependiente en una charcutería, reconocido por su pulso firme para cortar las lonchas más finas de jabugo, le diera a su mujer el gusto de una luna de miel en Italia. Al pasar los años, el arco parisino dejó de ser importante para Pau, y lo olvidó, y no volvió a pensar en él hasta que un día su hija lo tomó desprevenido con una postal de París en la que aparecía el famoso arco. Tampoco pudo pensar mucho en él porque le preocupaba lo que escribía su hija en el reverso de la postal: se había enamorado de un argelino que había conocido en París y que en el próximo viaje lo llevaría a Barcelona. El argelino nunca vino. Vinieron otros hombres, como si su hija los cosechara en sus vacaciones. El último, el sirio, fue el definitivo.
El sirio tiene un nombre que Pau no puede pronunciar. Como vio que pensaba comprometerse con su hija, le contó -para tantearlo, para ver si colaboraría con él- que trabajaba como dependiente en una charcutería, diestro en el uso de cuchillos jamoneros que aplicaba a las piernas de cerdo. El sirio no podía ni oler de lejos la carne de cerdo y le explicó que en su religión no se comía cerdo, igual que los judíos, y que, como los judíos, los animales se mataban con un preciso corte de cuchillo. Halal, dijo el sirio. Pau sonreía, extrañado de lo que le contaba su futuro yerno sobre el Halal: la ubicación del animal a sacrificar, mirando en dirección a la Meca, mientras se pronunciaba la fórmula ritual -bismil-lâh wa al-lâhu akbar- y se aplicaba un corte preciso sobre las yugulares y la laringe. El sirio resumía: Halal. En el lenguaje secreto de Pau, su yerno se empezó a llamar Halal, porque era la única palabra que podía retener. Su hija y Halal prometieron a Pau llevarlo a conocer, algún día, el Arco del Triunfo en París.
"PAu siente como si una niebla de años no le hubiera permitido ver lo evidente de la belleza de ese contraste de colores y luz"
"Desde que su mujer murió, la Terrier, como la llama, no ha dejado de insinuarse. Pau sólo tiene ganas de ver el arco"
Llegan al paseo de San Juan, miran la franja gris del mar en el horizonte y Magaly siente que la silla la arrastra por la inclinación del paseo, vencidos por la ley de la gravedad. A ambos lados los plátanos combinan hojas de fulgor naranja con moteados marrones y una carcoma de óxidos, contrastados por olivos o cipreses que rompen filas al ritmo escalonado. Apenas llegan a la rotonda con la fuente de Hércules, Magaly sabe que debe pasar a la vereda izquierda para tomar los haces de sol que despiertan el cuerpo frágil del anciano. Pero no puede hacerlo de inmediato porque intuye la presencia, la voz que llama, que hace gestos.
Una mujer de pelo blanco sostiene con una correa de cuero a un fox terrier de orejas erguidas, alerta ante la presencia de la silla de ruedas. Al lado de ella hay dos mujeres, de la misma edad, con el mismo acicalamiento, que sonríen a Pau y miran de reojo a Magaly.
-¿Te has enterado, Pau? -dice la anciana, y cuenta cómo una mujer había envenenado a su marido durante cinco meses con ensaladas condimentadas con arsénico.
-Aquí mismo, déu meu -continúa la anciana entornando los ojos-, en nuestro barrio. Com es possible aixó, déu meu?
Pau no le hace caso a la anciana del terrier. Desde que su mujer murió, la Terrier, como la llama, no ha dejado de insinuarse. Pau sólo tiene ganas de ver el arco. Fue precisamente después de la muerte de su mujer que Pau empezó a mirar con buenos ojos el monumento y descubrir algo que nunca había notado: el intenso color ladrillo del arco. Pero antes tienen algo que cumplir.
No avanzan mucho más porque ya han percibido aquel aire viciado, turbio, ligeramente putrefacto que les anuncia que han llegado. Ella contempla las decenas de piernas de cerdo que penden de las paredes del local. Vistas así, tantas y tan juntas, le da una especie de vértigo que soporta aferrándose a los manubrios de la silla de ruedas. Dentro está una señora a la que sirven unos chorizos. El dependiente cobra y la señora se marcha. Magaly no dice nada y sonríe al dependiente que no la mira y que saluda directamente al anciano.
-Entrégaselo sin abrirlo.
-Sí, señor -dice Magaly.
Magaly levanta la manta de las piernas de Pau, coge el paño y lo coloca sobre el mostrador. El dependiente enarca las cejas, suspira y toma el paño entre sus manos:
-Esas manías... -dice el dependiente.
El dependiente coloca el paño detrás del mostrador, lo abre y empuña el afilado cuchillo.
-El de siempre... -más que preguntar, el dependiente afirma mientras se acerca a una pierna colgada al lado de la balanza. Baja la pierna y la coloca en el soporte. Palpa el grosor de la pieza, comprueba que está bien sujeta y empuña el cuchillo de Pau. Empieza a cortar. El filo del cuchillo es silencioso y suave. El dependiente lo blande como si acariciara la pierna del cerdo mientras empieza a sacar láminas finas que coloca sobre un papel de celofán. A medida que corta la piel del cerdo adquiere un brillo rojo más intenso, en carne viva, y el olor se agudiza. A Pau le gusta ver cómo aquel cuchillo, como si fuera una extensión de su cuerpo, se va llevando tajadas muy finas. Cuántas había cortado él, qué poder sentía al rebanar esas piernas antes tan llenas de vida.
-Listo -dice el dependiente, que con el mismo paño limpia el enorme cuchillo. Entrega el paquete de celofán, el paño con el cuchillo y cobra.
-Vamos -dice Pau.
-Sí, señor -dice Magaly.
-¿Adónde va con tanta prisa? -pregunta el dependiente.
Pau acomoda el paño con el cuchillo bajo su manta. No mira al dependiente, solo emite un gruñido por respuesta. Levanta los dedos de su mano enguantada, señal que Magaly acata de inmediato, y salen del local.
Al llegar al cruce con Diagonal, el cielo se abre en ese punto. Los plátanos dejan de ser la escolta del paseo y sólo queda por superar el último obstáculo antes de llegar al arco: la rotonda de Tetuán. Podrían bordearla, pero Magaly sabe que a Pau le gusta entrar en ella y escuchar los rugidos de los automóviles pasando a toda marcha por la Gran Vía.
-Magaly -dice Pau.
-Sí, señor.
-Que no me digas señor -gruñe Pau.
Magaly suelta otra risita.
-Nos detendremos un momento cuando lleguemos al arco.
-Sí -dice Magaly.
Salen de la rotonda de Tetuán y es entonces cuando el arco se levanta imponente. Pau lo contempla como si lo viera por primera vez. A medida que se acercan, la intensidad del color rojizo, contrastado con el cielo de tonos celestes del otoño, le ha permitido percibir, en todo su esplendor, la franja del Mediterráneo que se veía desde el Paseo de San Juan. Ahora no puede verla. La inclinación pronunciada ha quedado atrás. Le da igual. Pau siente como si una niebla de años no le hubiera permitido ver lo evidente de la belleza de ese contraste de colores y luz. ¿Por qué recién se da cuenta ahora de eso? ¿Cómo había pasado tan rápido el tiempo como para no haberlo visto nunca? Jubilado, sin mujer, quería salir de casa, visitar el antiguo local donde había trabajado tantos años, llevar su porción de jamón hasta la casa de su hija, visitar a sus nietos que crecían cada vez más rápido. Si no fuera por las discusiones entre Halal y su hija, quizá hubiera ido a vivir con ellos. Pero ellos nunca dieron pie a invitarlo. Ni siquiera cuando sus nietos crecieron y se fueron de casa. Era como si Halal hubiera aplicado otro corte preciso entre Pau y su propia familia. Y se da cuenta de eso precisamente ahora que ve el contraste entre el perfil rojizo del arco y el cielo azul. Es como si de pronto surgiera una luminosidad hiriente. Cuánta gente pasa, cuántos árboles, cuántas conversaciones, y todas ajenas, piensa Pau, todas perdidas.
Pau sigue descubriendo detalles. Nunca se había parado realmente a verlo. Hay coronas en lo alto, figuras de mujeres, medallones y ribetes dorados, mayólicas azules, blancas. Por un momento Pau se estremece como si la luz de la tarde fueran punzadas enceguecedoras que hacen brotar relieves y formas vivas en la superficie del arco, una especie de tronco muerto al que se le da vuelta y revela un hervidero de gusanos e insectos. Aunque no son gusanos. Lo que Pau ve al mismo tiempo que se estremece por una ráfaga de viento frío son murciélagos, dos murciélagos gigantescos a cada lado del arco. Murciélagos o gárgolas, como las que alguna vez pensó que vería en el arco de París. Esos murciélagos a punto de abrir sus ojos inservibles, que nada ven ni han visto. Haber estado allí siempre, sin revelarse, pacientes, ciegos e inermes como lo ha sido él con su propia vida que ha pasado demasiado rápido, una bola de nieve que hubiera bajado indetenible por el Paseo de San Juan para estrellarse con estos monstruosos murciélagos, una bola de nieve en la que también marchaba su mujer, su hija con aquel sirio, sus nietos ahora desaparecidos, arrastrados por el viento, como éste que sacude a Pau, y de nuevo su hija siempre llorando, marchita, disimulando cardenales, enmascarada con oscuras gafas.
La boina de Pau vuela por los aires, cae al suelo y rueda por la explanada. Es leve y rebelde y Magaly se divierte, agachándose para atraparla, como si correteara a un niño que sale en desbandada. Sabe que cuando la levante, con una sonrisa radiante para mostrársela de lejos a Pau, él le dirá que es tarde, que está haciendo frío.
Cuando le entrega la boina, él no habla y ella le pregunta si es hora de volver. Pero no encuentra la respuesta prevista, sino una mirada decidida que nunca había visto en el anciano y que ella no entiende, ni sospecha lo que oculta.
-No -dice Pau-. Vamos a la casa de mi hija.