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CincoSentidos

Todo un caballero, de los que ya no quedan

La autora, en su divertido y trágico relato, nos presenta a una mujer que desde la infancia está enamorada del bandolero Curro Jiménez. El tiempo transcurre, pero su amor por él se agranda. En una época de enfado entre ambos, ella se casa con Luis. Tremendo error, pues es ordinario y soez. Curro decide entrar en acción para impedir que el villano siga mancillando a su señora. ¿Qué le sucederá al hermano de su dama?

Si hace unos meses me hubieran dicho que algún día iba a estar aquí, sentada frente a cinco amigos y facilitando sin pudor detalles sobre mis intimidades, les aseguro que me hubiera reído con ganas. Pero ya ven, aquí estoy, dispuesta a referir gustosamente una cuestión que, no sé bien si por discreción o por recato, llevo ocultando más de diez años. Y tengo que decir que sienta de maravilla poder finalmente hablar de ello. No quieran saber las veces que estuve tentada de desvelar mi secreto, sin embargo no lo hice, nunca antes toqué el tema con nadie, salvo con mi madre ymi hermano, y ni siquiera reaccionaron de forma debida.

Mi madre no pareció sorprenderse en absoluto el día que le dije que mi novio era Curro Jiménez.

-Me parece muy buena idea -fue lo único que se le ocurrió decir cuando le anuncié mi compromiso-. Curro Jiménez es inofensivo, como el Guerrero del Antifaz.

Y añadió que no tenía aún edad para mirar a otro tipo de muchachos, que le parecía estupendo que me entretuviera con el bandolero de mis sueños. Y siguió planchando.

¿Y eso era todo lo que tenía que decir? ¿Pueden ustedes creerse que nunca más se interesó por la evolución de nuestras relaciones? ¿Es acaso razonable que una madre se muestre tan indiferente? Confieso que ese amargo desinterés materno me ocasionó un hondo desasosiego del que nunca he terminado de reponerme, circunstancia que en su momento me llevó a tratar de refugiarme en mi hermano. Y en mala hora, pues nadie se ha mostrado conmigo nunca tan descortés como lo hizo él cuando le confesé el nombre de mi enamorado. No debió parecerle prudente nuestra relación, pero la forma de oponerse fue tan brusca y grosera que me hizo derramar lágrimas de indignación. Aún recuerdo su cara de aprensión mientras me exigía que no volviera a repetir tamaña insensatez. ¡Qué mal rato pasé! ¡Cuánta incomprensión!

Pero no voy a hora a dejarme arrastrar por el recuerdo de la poca delicadeza que mostró siempre mi familia hacia mí. Reconozco que tiendo a culparles por todo, incluso a veces me tienta la idea de responsabilizar a mi madre por mi desacertado matrimonio con Luis. Pero ella no es culpable, debo reconocerlo. Lo cierto es que si acepté la propuesta que me hizo Luis y me casé, el único responsable es Curro. Se portó fatal conmigo cuando decidió marcharse a la Sierra sin avisar. Prefirió a sus hombres, prefirió el monte y sus diligencias prestas a ser desvalijadas antes que mi compañía. Tres meses me tuvo sin dar señales de vida. Y no es que yo sea vengativa, les doy mi palabra de que no, pero es que hay cosas que no se hacen. Además, esos tres meses Luis, muy conocido por su sentido de la oportunidad, no perdió el tiempo: aprovechó el resquicio de vulnerabilidad que me proporcionaba esa rencilla habida con mi novio para seducirme y llevarme al altar.

Cuando Curro se enteró puso el grito en el cielo. Y qué quieren, tenía razón el chico. Pero el mal ya estaba hecho.

Y no crean que no me arrepentí de aquel error garrafal. Vivir con Luis ha sido la experiencia más lamentable por la que he tenido que pasar. Siempre tan arrogante, siempre dejando sus calcetines tirados por el suelo. Nunca tuvo clase este Luis, no tenía ni idea de lo que significa ser un caballero. Qué diferencia con mi Curro, siempre tan atento, incluso después de que yo le traicionara casándome con otro, incluso entonces siguió preocupándose por mi bienestar. Cuando se enteraba de los desagravios con los que Luis me ofendía, ponía a Dios por testigo de que iba a arrepentirse ese malandrín. Porque le llamaba así, malandrín y bellaco, y votaba a bríos que vengaría mi honor. Pues hay que decir que mi Curro, aunque sea un bandolero decimonónico sin apenas estudios, vota a bríos como lo haría un caballero medieval, ya que la galantería y la gentileza se llevan en el alma, y él no puede ocultar esa caballerosidad que tanto le distingue y honra. Curro es todo un caballero, de esos que ya no quedan. Y actúa y se expresa en consonancia con esa naturaleza noble que felizmente posee.

-¡Vive Dios que no vivirá este truhán para contar la osadía de haberte mancillado! -clamó mi Curro en una ocasión en la que Luis se había excedido con sus insultos y humillaciones.

Resulta que yo había escrito una carta cuyo destinatario era Curro y la había guardado en el bolso, imprudente de mí. Pues bien, Luis, que además de grosero era un cotilla, buscó entre mis cosas hasta dar con ella. Y no quieran saber ustedes cómo se puso. Montó en cólera, el muy ordinario. Como ya he indicado antes, mi esposo nunca fue un hombre distinguido ni gentil. Y pienso volver a indicarlo pues su vulgaridad no merece moderación: ¡Luis era un miserable! Loca, se atrevió a llamarme el infeliz. Loca y demente. ¡Fue tan doloroso escuchar esos vilipendios dirigidos con alevosía a mi persona! Afortunadamente, la esencia galante y caballerosa de Curro volvió a brillar en mi oscuridad.

Huí en cuanto tuve ocasión de los insultos de mi marido, y me refugié en los brazos enérgicos y protectores de Curro, el cual me llamó tontina mientras me arrullaba con delicadeza.

-Tontina -susurró en mis oídos con su voz imponente y profunda-, no te dejes abatir por ese malandrín indigno de ser tu esposo.

Pero yo no podía evitar abatirme. Sólo una vez me han llamado loca en la vida, mi hermano, cuando hace diez años le hablé de mi amor por Curro. Y aun siendo mi hermano no le he perdonado jamás la afrenta, diez años hace que no le dirijo la palabra. ¡No esperaría Curro que pudiera perdonar a Luis, un hombre que osaba agraviarme de esa forma! Por supuesto Curro comprendió, como cabía esperar de él. Y como siempre, se dispuso a reponer mi honor. Y esta vez no se trataba sólo de palabras galantes, esta vez advertí un brillo especial en sus ojos cuando dijo aquello de vive Dios que no contarás tu villanía. Y no tengo más remedio que justificar su celo: ciertamente eran muchos ya los vilipendios que mi esposo me había dirigido, y debía definitivamente hacerse algo al respecto.

Sucedió esa misma noche. Llegué a casa nerviosa, recé un poco, Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío, hacedme el favor de no permitir que Curro haga nada de lo que pueda luego arrepentirse. Pero ya era tarde para rogar. Las ansias de desagravio de un bandolero henchido de amor por su enamorada eran ya imparables.

Luis llegó temprano. Lo primero que hizo fue tirar sus calcetines por los suelos. Me miró con sus ojos congestionados como los de un batracio y empezó sin dilación a hacer referencias a la dichosa carta que había descubierto, en cuyo reverso figuraba el nombre de mi amado Curro Jiménez. Me dijo que había hablado con mi hermano y seguidamente nos insultó a los dos. Por lo visto, mi hermano era un puerco por no haberle avisado y haber permitido que él se casara conmigo.

-¡Porque tu hermano lo sabía! -gritó como un verdulero-. ¡Sabía que estabas loca y sin embargo no me advirtió, permitió que me casara contigo!

Otra vez estaba ultrajándome. Otra vez gritando y ostentando su falta de distinción. Luis siempre fue así, venga a gritar sin mesura, como grita la chusma enardecida. Nunca supo lo que eran los modales, no tuvo jamás ni una pizca de clase, no conoció el buen gusto ni mucho menos la caballerosidad. Tiraba los calcetines al suelo y gritaba, eso era lo que mejor sabía hacer.

Volví a invocar al Sagrado Corazón. No permitáis, oh, Dios, que llegue a oídos de Curro las ofensas que me dirige esta criatura innoble. Sé que no lo toleraría y en consecuencia podría suceder cualquier catástrofe.

Pero, como he dicho antes, ya era tarde para este tipo de reflexiones. Allí estaba él, vestido de negro, con su manta serrana descendiendo por los hombros y su daga brillando al cinto. Se había deslizado sin ruido por la ventana, como sólo un caballero sabría hacer, uno de esos caballeros que ya no se encuentran.

No pude hacer nada, él se encargó de todo, me apartó suavemente y me llamó frágil doncella.

-Apartad, frágil doncella -susurró-. Y con sus fuertes brazos me depositó donde no pudiera alcanzarme la salpicadura de la sangre que era preciso derramar para restablecer el honor mancillado.

Y hacia él fue, sin dar tiempo a Luis siquiera a reparar en su presencia, allí estaba, ahí, el muy rufián, vociferando como si no fueran dirigidas sus palabras a una dama como yo, sino a una mula de carga.

-¡Loca! -gruñía.

Entonces la daga de Curro se hundió en el cuerpo inmundo del villano. Luis rodó hasta el suelo como una montaña de escombros. Desde arriba, en un majestuoso plano contrapicado, recibió Curro la mirada última de Luis, de bruces, la boca de pescado agónico abriéndose y cerrándose con desesperación. El último estertor se vio ahogado por la voz solemne del bandido de Sierra Morena, que, como siempre, tenía la última palabra.

-Aquí terminan tus villanías, infame Luis. Nadie mancilla el honor de mi señora y vive para contarlo.

Entiéndanme, amigos, no es que yo me alegre de la muerte de Luis, tal vez con un buen susto habría habido suficiente, pero así es mi Curro, implacable ante las insolencias que se dirijan a mí. Y yo no puedo evitar que el vello se me ponga de punta cuando recuerdo esa voz grave poniendo punto final a los desagravios del mamarracho de Luis. Pero es cierto que no me alegro de que corra tanta sangre, ni siquiera para salvar mi honor. Y para probarlo, les diré que, de hecho, ahora estoy tratando de disuadir a Curro de que vuelva a cometer la insensatez de salvar de una forma tan extrema mi honor. Pretende, mi amado caballero, restablecerlo haciendo pagar a mi hermano por la villanía de haberme encerrado aquí. Porque, eso sí, hay que reconocer que mi hermano es un verdadero villano. Me explico:

Cuando la policía me preguntó si tenía algún cómplice, pues no se explicaban de dónde había sacado yo la fuerza para hundir tan profundamente el cuchillo, decidí decirles la verdad. ¿Qué otra cosa podía hacer? Igualmente hubieran acabado enterándose.

-No fui yo -expliqué finalmente-: fue Curro Jiménez.

Los policías quedaron estupefactos, sin palabras, como es lógico, debido al asombro que les debió ocasionar el encontrarse ante la hazaña de tan insigne personaje. Sin embargo, mi hermano, probablemente envidioso por las proezas de mi héroe, quiso vengarse y se apresuró a convencer a la policía de que había sido yo quien había matado a Luis. Y claro, por culpa de semejante calumnia aquí me encuentro yo. Y no crean que yo estoy mal aquí entre ustedes, entiéndanme; si no fuese por la cantidad de pastillas inútiles que me obligan a tomar los médicos, tan incómoda no estoy. Y estas reuniones tan curiosas a las cuales los jefes de aquí llaman terapias, y que celebramos los lunes y miércoles, reconozco que resultan muy encantadoras y provechosas. Sin embargo, Curro no está de acuerdo en que me tengan aquí encerrada y parece decidido a darle su merecido a mi hermano. Sé que tiene la daga preparada. Quiere hacerlo este domingo, cuando venga la familia a sacarme de paseo. Intentaré convencerlo de que no lo haga, pero ya se sabe como es este chico cuando se trata de salvar mi honor: todo un caballero. De los que ya no quedan.

LA AUTORA

Isabel Camblor es licenciada en Filosofía y Letras y diplomada en Psicología. Ha colaborado con prensa y crítica literaria y ha publicado relatos y artículos en diversosmedios desde 1998. Su primera novela, Perdona el desorden, fue reconocida por el jurado del Premio Joven y Brillante; con Mistela con Aristóteles (Algaida, 2002) resultó finalista del IV Premio RíoManzanares. Su tercera novela, Maldita Cenicienta(Algaida, 2005), ha sido traducida al alemán y al francés.

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