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CincoSentidos

El padre de Sebastián

Si se trata de poner lasmanos al fuego por alguien, yo lo hago ciegamente por Eduardo. No hablo mucho con él, es cierto, pero sé que estoy ante una persona confiable. Eduardo, viejo amigo de mi familia, encarna la honestidad, y, para mayor abundancia, es sobrio, equilibrado, inteligente. De manera que si él, ahora, asevera que este asunto ha sucedido tal como nos lo cuenta, le creo sin reservas. Y es que, en definitiva, conozco un rasgo esencial de su personalidad: el escepticismo. Eduardo tiene los pies bien puestos sobre la tierra, da varias vueltas a las cosas, no se chupa el dedo.

La historia de Eduardo, un relato inquietante, es también la de su único hijo, Sebastián, quien ayer cumplió veinticinco años. Padre e hijo, pese al afecto que se prodigan, se ven poco. Eduardo trabaja en una transnacional del ramo farmacéutico, por lo cual viaja continuamente a países de América Latina, pero pasa regular tiempo en el Perú, su país natal. Sebastián, por su parte, vive en Chile. Siete años atrás se instaló en Santiago, para estudiar teatro, y, al cabo de unos pocos meses, dio un brusco golpe de timón a su destino. Sorprendiendo a parientes y amigos, ingresó a un seminario de curas jesuitas, decidido a consagrar su vida a Dios.

-¿A Dios? -preguntó entonces Eduardo, boquiabierto-. ¿Por qué diablos te quieres consagrar a Dios? ¿No deseas tener hijos?

-No, papá -repuso Sebastián-. Deseo tener hermanos. Deseo ayudar a la gente desvalida y dar consuelo al que no lo tiene.

'Cosa rara', gruñó en aquellos días su padre. 'Esto no ha sido un lavado de cabeza; mi hijo estudió en colegios laicos. ¿Qué diablos lo hizo cambiar? ¿El simple hecho de haber crecido en lo que muchos consideramos un aséptico ambiente racional?'.

Lo cierto es que, tras años de rezos y estudios, llegó el día en que Sebastián debía ordenarse sacerdote. El convento extendió una invitación a su familia. La madre, víctima del cáncer, no podía dejar su lecho de enferma, pero el padre aseguró que acudiría. Justamente por la fecha del ordenamiento, Eduardo tenía planeada una gira de trabajo, con paradas en Buenos Aires y São Paulo, y apenas sí tuvo que modificar su agenda, separando dos días en Santiago. Vestido con un traje oscuro, estoicamente resignado, Eduardo asistió a ese momento estelar en la vida de su hijo; e incluso, contra todo pronóstico, se emocionó: el tintineo del latín, el resplandor de los cirios, el enrevesado barroco de la iglesia del convento, y todo lo que de pronto viera y oliera en su torno, incienso, cera, efluvios misteriosos, hicieron más solemne y fascinante la sencilla ceremonia en la que doce jóvenes, descalzos, con sotanas blancas, irradiando fervor y tumbados bocabajo sobre el lustroso mármol del altar mayor, juraron para siempre renunciar a los placeres mundanos.

Enlazados del brazo, Sebastián y su padre caminaron más tarde por los jardines del convento. Y luego, transitando por umbrosos corredores, el muchacho se detuvo ante una celda. 'Ven, papá', sonrió con gesto luminoso. 'Entra. Aquí, entre estas cuatro paredes, voy a pasar buena parte del resto de mi vida'.

Al oír aquello, según cuenta, el suelo tembló. Como sacudido por un vendaval, Eduardo reparó que su cuerpo convulsionaba de pies a cabeza; todo se volvió negro y perdió la conciencia.

Tres días después se enteró de que el tiempo que había estado inconsciente lo había pasado tendido en la cama de su hijo, atacado de fiebres altísimas, lo que se dice entre la vida y la muerte. Dos médicos de gran prestigio lo examinaron acuciosamente. Y ambos, para no correr riesgos, convinieron que evitaran moverlo, llevándole a la celda balones de oxígeno y otros auxilios hospitalarios.

Sebastián no se desprendió un momento de su lado. Los tres días de sudores, delirios y tercianas que padeciera su padre, se los pasó rezando en aquel recinto, de rodillas al pie de la cama, o sentado en la austera silla de su austero escritorio.

Hasta que, al alba del cuarto día, Eduardo despertó como si tal cosa. Ciertamente durante los primeros segundos, con expresión de extraviado, paseó la mirada de un lado a otro por el techo de la celda, sin saber qué hacía allí, pero al cabo descubrió el pálido rostro de su hijo, con los ojos cerrados, murmurando oraciones.

-Sebastián- balbuceó.

El muchacho abrió los ojos y se alegró de ver el tranquilo y anhelado despertar de su padre.

-Papá.

-¿Qué me pasó?

-Has estado grave, papá -contestó Sebastián.

Casi de inmediato, el médico de turno, avisado a las carreras de la buena nueva, dijo con voz cavernosa lo que muchos doctores dicen cuando no saben qué decir:

-Creemos que ha sido un virus.

-¿Un virus?

-Bueno, sí, un virus desconocido - enfatizó-, de los que hay tantos en estos días. Sus síntomas se asemejan a enfermedades como la epilepsia, la insuficiencia cardiaca y el paludismo. Pero todo eso ha sido descartado. Quizá sólo haya sido una descompensación.

Eduardo fue internado en una clínica moderna, donde se le hicieron tomografías, sondeos y todos los análisis que le faltaban, y salió tan ignorante de su mal como había entrado, pues todos los médicos, sin excepción, confirmaron su perfecto estado de salud.

Perdió una semana de trabajo, de hecho, pero él supo arreglar las cosas. Hizo los telefonemas que correspondían y, tal como tenía previsto, ajustando jornadas aquí y allá, decidió continuar su gira.

La partida fue de veras sentida. Se despidió de Sebastián con el abrazo más cariñoso que le había dado nunca. '¿Cuándo lo veré otra vez?', se dijo en su fuero interno. '¡La vida nos lleva ahora por caminos tan diferentes!'. Y al subir la escalinata del avión, percibió un escozor en los ojos y hasta el tenue rodar de una lágrima.

A Buenos Aires llegó al mediodía. Se concentró en sus deberes desde el primer minuto y, en lo concerniente a su salud, cuando alguien lo interrogaba, ya sea por cortesía o por una real preocupación, dio respuestas sin el menor relleno. 'Fue un virus desconocido', repitió el subterfugio de los médicos. 'Un malestar pasajero' (en lo que tocaba a su vida privada, su actitud mantenía una línea inflexible: reserva máxima; no dar la lata hablando de uno mismo; nunca aburrir a la gente 'describiendo tus enfermedades').

Ilustró a la plana mayor de la filial porteña con sus directivas sobre promoción y nuevas estrategias de venta -lanzaban al mercado productos para el cuidado de la piel-, e incluso, antes de embarcarse al Brasil, concedió una conferencia de prensa en el aeropuerto.

Algo similar haría en São Paulo. Dos días consecutivos trabajó a tiempo completo, y esta vez, acerca de lo ocurrido en Chile, no dijo ni pío, pues su retraso se atribuyó a una postergación de rutina. Quedó ronco de tanto parloteo. El portugués de Eduardo no era correcto, aunque se las ingeniaba para hacerse entender. 'Este idioma es como un español mal hablado', se burlaba él.

Y así, terminada su misión, el gerente de la filial paulista, Joao Milares, a quien hacía poco había conocido en Washington, lo invitó a pasar el fin de semana en Río de Janeiro.

- ¡Tú tienes que conocer mejor mi ciudad! -le dijo-. El Laboratorio no lo es todo en la vida. Pasas demasiado tiempo encerrado en hoteles y aviones.

Eduardo aceptó. Junto a un alegre séquito de íntimos, Joao lo paseó por la bella capital del más desenfrenado carnaval do mundo, yendo a playas y restaurantes exclusivos -Silvinha, la esposa de Joao, era una distinguida socialité carioca -y, para cerrar la noche del sábado, a fin de impresionarlo, no faltó la propuesta de un baño de miseria y folclore: una incursión antropológica.

-¿Estás interesado en una favela, Eduardo? -le preguntó Silvinha-. ¿Te gustaría ver una macumba?

-¿Qué me vas a mostrar? -rió él-. ¿Bailes y magia para turistas?

-Algunos turistas se cuelan, es cierto -admitió su anfitriona-, pero el lugar adonde iremos es serio. Hay una familia que hace ritos de macumba por varias generaciones. Son hijas de mi mayordomo, dos mujeres tan gordas que cuando las veas no lo vas a creer.

A las diez de la noche, Eduardo, Joao, Silviha y otras parejas del séquito, incluyendo a tres fornidos guardaespaldas discretamente camuflados, ingresaron a una hacinada favela. Todos iban ataviados con jeans y polos, y, por supuesto, despojados de relojes y adornos superfluos (aretes, sortijas, pulseras o cadenas de oro), pues se trataba de un barrio reo, de lo más peligroso. Se dirigían a una explanada de tierra rodeada de casuchas, en lo alto de una colina.

Joao le hizo notar a Eduardo el resplandeciente collar de luces de las playas de Río. Hacía una fresca noche de luna. La macumba, por cierto, ocupaba la explanada: un espacio cuadrado en cuyos cuatro contornos se alzaban tribunas de rústicos tablones, de seis filas cada una, donde el público apiñado se sentaba a mirar.

Recibidos por el viejo sirviente de Joao y Silvinha, fueron ubicados en un lugar preferente, en la tribuna central.

'Magia con excesivo público', chistó Eduardo meneando la cabeza. 'No parece tan serio como me dicen'.

Pero igual se sentía inquieto. Y es que el ambiente hervía de sombras movedizas y gemidos perturbadores. Una multitud bailaba y cantaba deambulando por el piso terroso, flanqueada de antorchas y músicos, así como de niños que cargaban pollos con ambas manos. Las comparsas, muchachas negras en trance, danzaban y giraban frente a las dos mujeres gordas, que recién ahora Eduardo veía.

Ellas presidían el ritual. Eran unas moles hieráticas, vestidas de blanco, con cofias blancas, doña Jacinta y doña Berta, las dos sentadas en poltronas de mimbre. Con ligeros ademanes, daban indicaciones. Y cuando se dirigían a los músicos, el ritmo de los tambores se tornaba frenético, y alguien, con gritos desgarrados, pronunciaba nombres de divinidades africanas e indígenas, o bien de santos cristianos, mientras por algún lugar, entre la multitud y las tribunas, entraban otras hileras de cimbreantes muchachas.

Eduardo vio a unos niños decapitando pollos y manchando con sangre a las comparsas y demás participantes.

Y todo continuó más o menos chocante y pintoresco hasta que, irrumpiendo con un brinco espectacular, apareció el diablo.

-¡Exú, Exú, Exú!- bramó entonces la muchedumbre que se hallaba en las tribunas.

Un negro alto y semidesnudo, cubierto con taparrabos, con pintas blancas en la frente y en las mejillas, con cuernos y cola roja, y con todo el cuerpo bañado en sangre de pollo pero con las plumas de esos pobres bichos de corral pegadas (o sería mejor decir emplastadas) en pecho, espaldas, muslos y pantorrillas, aulló en lenguas paganas, y, abriendo horizontalmente los brazos, comenzó a correr en círculos por la explanada.

La gente chillaba de terror, y él, en respuesta a esta reacción, se acariciaba feliz las puntas de los cuernos. A ratos daba de alaridos como un loco, a ratos cuchicheaba al oído de una danzarina que desfallecía, a ratos amenazaba con gestos obscenos a las tribunas.

Silvinha moría de nervios cuando el diablo gritaba, y de hecho contagió a Eduardo y Joao, los más cercanos del séquito. Ellos estaban inmóviles en su sitio, sin decir palabra. Tenían los ojos abiertos como platos y miraban absortos las evoluciones del diablo. Pero en una de ésas el batir de los tambores se detuvo súbitamente, y todos, el diablo y las danzarinas de las comparsas, quedaron paralizados por cinco segundos. Entonces, en medio de la explanada, Eduardo registró un violento cambio de expresión en la cara pintarrajeada del diablo. Y éste, que estaba a unos veinte metros de distancia, se volvió a su vez hacia la tribuna donde ellos se encontraban y permaneció contemplando al público.

-Nos mira a nosotros -susurró Silvinha.

-¿Tú crees? -dijo Eduardo.

-Nomás mira a toda la gente -terció Joao, haciéndose el risueño.

Los tambores tronaron de nuevo y las danzarinas, con los ojos en blanco, reanudaron sus danzas. Pero el diablo, ahora, ya no las asediaba. Ahora caminaba más bien hacia la tribuna, a largas y lentas zancadas, como en cámara lenta, y mantenía, o parecía que mantenía, la vista fija en Eduardo. æpermil;l y todos los que estaban a su lado se percataron de aquella mirada. Eran unos ojos penetrantes, de una negrura profunda y con los blancos enrojecidos. El diablo siguió aproximándose y, sin despegar la mirada, estiró un brazo y comenzó a señalarlo una y otra vez con un dedo.

- ¡Tú, hombre! - prorrumpió con voz resonante y en perfecto castellano -. ¡Tú te me escapaste!

Eduardo sintió de pronto que no podía respirar. A un metro de él, sudoroso y salival, apuntándolo directamente con su mano de uñas sucias, el diablo luchaba por contener su furia.

- ¡Esta vez te me escapaste! -repitió-. ¡Si no fuera por Sebastián, hoy estarías conmigo! ¡Sebastián te salvó! ¡Te me escapaste, hombre! -y luego se alejó con el trote de un animal montaraz, volviendo a asediar a las danzarinas.

Jadeantes, desconcertados, Joao y Silvinha observaron a su invitado, indagando:

-¿Qué fue lo que dijo? ¿Te habló en español, no?

Eduardo, sobrecogido, tosió para disimular. Y en un instante pensó en muchas cosas: las fiebres, las distancias, los idiomas diferentes; recordó el momento exacto de su despertar en el convento de Chile, cuando vio a su hijo rezando, hincado al pie de la cama; recordó, desde luego, que no le había comentado a nadie el incidente. Se hizo el desentendido. 'No sé qué cosas habló ese hombre disfrazado', dijo. 'No le entendí bien'.

Pero indudablemente Eduardo había entendido todo, había comprendido cada una de aquellas endemoniadas palabras.

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