Mira lo que te traje
Hacía quince años que Alma no visitaba a su madre. Había estado presa. Cuando veía en la televisión anuncios de galletas de chocolate, siempre les decía a sus compañeras que lo primero que haría al salir era llevarle una caja. Efectivamente lo hace, y su progenitora se alegra mucho y las oculta para que no se las confisquen. Como consecuencia de un malentendido entre ambas, los dulces se caen. Se desata el caos.
Mira, mira lo que te traje, le dijo Alma a sumadre y le extendió un paquete envuelto en papel de regalo. La vieja lo recibió temblorosa y con los ojos chispeantes. Preguntó ¿qué es?, y Alma le dijo ábrelo. La vieja deshizo el moño con mucho cuidado y despegó con suavidad las cintas adhesivas para no dañar el empaque. Dijo es un papel muy hermoso, y puso la cajita sobre sus muslos, la acarició, levantó la tapa y exclamó ¡galletas de chocolate! Alma sonrió en silencio.
La vieja tomó una galleta y se quedó mirándola hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas. Los de Alma también se encharcaron. ¿Cómo es que te llamas?, le preguntó su mamá. Alma, contestó Alma. La vieja dijo es un detalle muy hermoso, Alma, y le preguntó ¿cómo sabes que lo que más me gusta son las galletas de chocolate? Alma sintió punzadas en el pecho, ganas de soltar esas lágrimas que venía amarrando desde hacía rato. Le dijo: simplemente me imaginé que te gustaban. Acertaste, le dijo su mamá, pero me toca cuidarlas mucho porque aquí todos se mantienen con hambre. Y miró a los lados para revisar si alguien había puesto ya los ojos en el regalo, trató de cubrirlo un poco con la manta y le dijo a su hija mil gracias, Alma.
Cuando Alma veía galletas de chocolate en los comerciales de televisión, les decía a sus compañeras: lo primero que voy a hacer cuando salga es llevarle de esas galletas a mamá. Pero cuando al fin salió y pudo ir a comprarlas se dio cuenta de que las galletas que anunciaban eran muy caras y tuvo que llevar las más baratas que encontró. Estas las voy a cuidar mucho, le dijo la madre. Alma le dijo cuando se te acaben me avisas y te traigo más. Deben de ser muy costosas, dijo la vieja. Alma recordó el precio y volvió a sonreír.
Hay que tasarlas, dijo la madre, voy a comerme sólo una, y de nuevo miró a su alrededor para evitar alguna rapiña. Levantó la tapa y la mano le tembló indecisa sobre las galletas, no se atrevió a escoger entre tantas. Apenas las miraba, sonriendo con soltura. ¿Quieres una?, le ofreció a Alma. No, gracias, dijo, segura de que el ofrecimiento se debía más a la cortesía que a la voluntad. Deberías comerte una, insistió la vieja, miró a Alma de arriba abajo y le dijo estás en los huesos, querida. Alma no respondió. Se palpó los muslos y la cadera y le dio la razón a su mamá. Recordó: hoy no he comido nada. La vieja ya tenía una galleta en el borde de la boca y cerró los ojos antes de pegarle el primer mordisco. Umm, exclamó mientras masticaba. Unas migas se quedaron por fuera, en la comisura de los labios, pero la vieja sacó la lengua y en un segundo las regresó a la boca. Están deliciosas, dijo, todavía con los ojos cerrados, y luego añadió: hacía tanto tiempo
La cara agradecida de su mamá le confirmaba a Alma que el esfuerzo había valido la pena. La vieja tapó la cajita y la cubrió otra vez con el papel de regalo, le dijo a Alma voy a pedirte un favor: no les digas a las cuidanderas que me trajiste galletas. Alma la miró con malicia y ternura. Su mamá le explicó: no me las dejan comer, dicen que lo dulce me hace daño, pero eso no es cierto. Bajó la voz y dijo ellas se comen lo que a mí me prohíben y apenas vean estas galletas me las van a robar. No te las van a robar, le dijo Alma, pero de todas maneras tienes que cuidarte, mamá. La vieja abrió los ojos y se echó para atrás, miró con miedo a Alma, y con la galleta enredada en la voz, le preguntó ¿mamá? Alma se mordió los labios en un intento por tragarse la angustia. Soy Alma, mamá, dijo. La vieja preguntó ¿y?
Soy tu hija.
¿Cuál hija?
Alma, la mayor.
Yo no tengo hijas.
Claro que sí, mamá, tienes dos hijas.
Yo no tengo hijas, enfatizó y los ojos se le aguaron otra vez. La galleta triturada seguía en la boca y la mandíbula le bailaba suelta. Mis hijas se fueron, dijo, me dejaron aquí y no volvieron. Alma quería decir algo pero no le salían las palabras, no sabía en qué umbral de la razón se hallaba su madre, ni cómo le habían justificado los quince años que Alma estuvo presa. Con mucho esfuerzo apenas logró balbucir: mamá. No pudo decir más. Trató de tomarle una mano pero la vieja la esquivó, echó los brazos hacia atrás como si Alma la estuviera amenazando, se recostó lo más que pudo contra su silla, ladeó la cara y apretó los ojos. Mamá, repitió Alma, con la voz más suave y más quebrada, sin saber dónde poner las manos. Mamá. La vieja siguió estremecida, con espasmos, y soltó un quejido constante y bajito que llenó de pavor a Alma. Mírame, mamá, le dijo, no voy a hacerte daño. El quejido se volvió más fuerte. Mírame, mamá. El cuerpecito de la vieja se sacudió bruscamente. Mírame. Y las piernas le tiritaron hasta que la caja de galletas fue a dar al piso en un golpe seco.
Unos pocos viejos que había alrededor las miraron. Se acercaron otros que no estaban y vieron lo que Alma vio: las galletas desparramadas por el suelo y la vieja convulsionando en la silla. Los que pudieron se agacharon, recogieron galletas y se las metieron en los bolsillos.
¡No!, les dijo Alma.
¡Galletas!, dijo uno.
Galletas muertas, dijo otro.
¡No!, dijo Alma en medio de la algarabía. ¡No pueden!, insistió mientras trataba de salvar la caja y de recoger algunas galletas desperdigadas. No son suyas, no les pertenecen, dijo pero ya el sitio se había llenado de viejos que luchaban por tomar siquiera una, se las arrebataban entre sí, se las sacaban a otros de la boca, y otros, más despistados, miraban el cielo esperando más lluvia de galletas. ¡No, maldita sea! ¡Déjenlas!, les gritó Alma y unos viejos comenzaron a llorar. Ella se debatía entre rescatar las galletas o ponerle atención a su mamá.
Entonces aparecieron las cuidanderas, tan harapientas y sucias que de no ser por la edad se confundirían con los viejos que cuidaban. Llegaron hablando fuerte, gritando ¡qué es lo que pasa aquí! Empujaban a los viejos, tiraban de ellos para abrirse camino y encontrar el meollo del desorden. Unos reían y otros lloraban, otros se resistían a levantarse del piso y se arrastraban como tortugas viejas con una galleta entre las encías.
¡Qué es lo que está pasando aquí!
Los viejos, eufóricos, trataban de saltar o giraban sobre su eje como ruedas sueltas. Un par de viejas gritó ¡eutanasia, eutanasia! Alma se sentó en el piso, a los pies de su madre, y le dijo mírame, mamá. Las cuidanderas llegaron y la levantaron tirando de su vestido, como si Alma fuera una loca más. Ella les dijo ¡suéltenme!, y una cuidandera dijo ésta no es de aquí. ¿æpermil;sa quién es?, preguntó otra. ¡Es la intrusa!, acusó una vieja desde el suelo. ¿Quién es?, ¿quién es?, preguntó desde lejos una cuidandera que arrastraba viejos. Estoy de visita, les dijo Alma, aferrada a su mamá. ¡Es una loca!, gritó una loca que lloraba. ¡Afuera!, ¡afuera todos!, ordenó una cuidandera que dispersaba a todos a empellones. Ayúdenme con ésta, pidió otra, señalando a la mamá de Alma, y Alma suplicó no se la lleven. ¿Pero ésta quién es?, preguntó la más fuerte mirando a Alma, y alzó a la madre como si fuera un atado de ropa. Alma agarró del uniforme a la que se llevaba a su mamá pero la otra la devolvió al piso de un codazo. La caja de galletas se abrió de nuevo y rodó vaciando lo poco que quedaba. ¿æpermil;sa qué se cree?, dijo la guardiana que salía con la mamá de Alma sobre los hombros. Alma quedó deshecha en el suelo, desorientada mientras se acomodaba un zapato que se le soltó en la caída. Vio que su mamá la miró, y alcanzó a oír cuando dijo: es mi hija. Pero la cuidandera siguió alejándose con la vieja a cuestas, a pesar de que volvió a decir: ella es mi hija, la que estaba lejos. Alma terminó de ajustarse el zapato y cuando buscó a su mamá con la mirada, ya habían desaparecido con ella detrás de una puerta. Entonces Alma soltó su cuerpo y se extendió en el piso, cerró los ojos, tomó aire en un suspiro, sintió el corazón en el pecho y un grito lejano le recordó su propia celda. La locura es otra cárcel, se dijo pensando en su mamá, y en lugar de entristecerse, sonrió. Se dijo: yo nunca me sentí presa. Suspiró otra vez y dijo qué bien se estaba allá adentro.