La imitación imposible
Las obras perfectas tienen mucho de delirio, de fantasía íntima hecha realidad, y esa especie de milagro del sueño cumplido las hace únicas, irrepetibles. Solamente el amor comete, en ocasiones, la osadía de tratar de imitar la perfección en un esfuerzo vano. Es el caso del Taj Mahal, la perla blanca de Agra, en el norte de India, que lleva extasiando a los visitantes desde hace más de tres siglos.
La tumba más bella del mundo, el impresionante canto de dolor del emperador mogol Sha Yahan por su mujer muerta, Muntaz Mahal, que ha trascendido el tiempo envuelto en un sudario de mármol, tiene una pálida copia en la ciudad de Aurangabad, a menos de una hora de vuelo de Bombay.
Superar al padre
Paradójicamente, el hijo que suplantó y encerró a su padre en el Fuerte Rojo de Agra por creer que, tras arruinar las arcas del imperio para construir el Taj Mahal, se había vuelto loco, decidió inmortalizar el amor que sentía por su mujer muerta, Rabia Durani, en una obra que pretendía superar a la erigida por su padre en las orillas del río Yamuna. La falta de dinero hizo, al final, que el mausoleo de Bibi Ka Maqbara, conocido como el Taj Mahal pobre, cuyas obras dirigió el hijo del arquitecto del Taj, quedara como una triste copia, cuya belleza ha sido ninguneada por el original.
Ambos delirios de amor se alzan sobre plataformas de mármol, rodeadas de jardines y estanques, la metáfora islámica de la morada celestial, dentro de un espacio rectangular protegido por altos muros de arenisca roja.
Al contemplar la tumba de la esposa favorita del emperador Aurangzeb, se experimenta la rara sensación de ver algo en el lugar equivocado, aunque el espejismo se desvanece al hacerse patentes las desemejanzas. La más importante es que al mausoleo de Aurangabad le falta un cuerpo de edificio en cada lado, lo que le da un aspecto más envarado que contrasta con la simetría de formas del Taj Mahal, un enorme cubo de aparente forma octogonal, aligerado en los lados por armoniosas arcadas y, como en el caso de su copia, protegido por un cuerpo de guardia formado por cuatro enormes y estilizados minaretes, plantados a ambos lados de dos en dos.
En el centro del edificio se asienta una desmesurada cúpula, la gigantesca corona que da nombre al mausoleo, cuya robustez parece transformarse, al quedar reflejada en las aguas del estanque, en algo ligero y grácil.
El conjunto es de una belleza rotunda, de una armonía que sería perfecta si no fuera porque al final, en contra de lo previsto, se decidió enterrar en el Taj Mahal también al emperador Sha Yahan y su cenotafio, colocado junto al de su esposa favorita, rompe el equilibrio del espacio interior. Un defecto que humaniza la obra y pone sordina a los versos persas que hay escritos en el arco de la puerta principal: 'Salud, morada, que tu estás bendecida como el jardín del paraíso. Salud, exquisito edificio ¡más alto que el trono divino!'.
Ante tan insultante supremacía artística, la decoración barroca de la portada y las bóvedas del mausoleo de Bibi Ka Maqbara, llena de filigranas y delicados relieves, se antojan una obra menor, de la que acaso se escapa la espléndida celosía perforada en mármol que rodea la tumba de Rabia Daurani, más perfecta que el original.
Tampoco admiten comparación los elementos ornamentales que, en el caso del Taj Mahal, fueron los culpables de buena parte de la sangría para las finanzas imperiales. Piedras preciosas, diamantes, jades, ágatas, lapislázulis, turquesas, zafiros, amatistas o corales elevaron la factura de esta obra a más de tres millones de rupias de la época, 80 millones de euros al cambio actual. La tumba de Rabia Daurani representó el último mausoleo monumental cubierto y situado en un jardín de los mogoles.
La otra gran diferencia es la luz. El mármol de Bibi Ka Maqbara está sucio, amarillento, mucho más castigado por los monzones que el de Agra, cuya blancura nívea refleja una luminosidad que cambia de tonalidad según la hora del día, oscilando desde el azul boreal al sensual rosa del atardecer, pasando por el blanco inmaculado y el dorado.
Rezos atrapados en el tiempo
En las cercanías de Aurangab se encuentra uno de los grandes centros del arte hinduista y budista del oeste de India, los templos de Ellora. Se trata de 34 cuevas, excavadas a partir del siglo VII en la ladera de una montaña, en las que un buen número de artistas anónimos, muchos de ellos monjes, trabajaron durante 500 años, dejando tras de si una obra, especialmente escultórica, cuya contemplación resulta fascinante.El monumento más importante es, sin duda, el templo de Kalisa, excavado directamente sobre la roca basáltica, cuyo volumen duplica al del Partenón de Atenas. Un conjunto de santuarios, torres, pilares monolíticos, capillas, escalinatas y terrazas se distribuyen de forma armónica en torno a un templo principal, decorado con finísimos relieves. Un lugar mágico, cargado de misticismo, en el que se tiene la sensación de que los rezos han quedado atrapados por el tiempo, inmovilizados en el aire.Ellora relevó como centro espiritual a Ajanta, un lugar perdido en un valle verde y poco poblado, a 100 kilómetros al noreste. Allí, un grupo de 29 grutas reúne una de las pinacotecas más espectaculares y mejor conservadas del arte budista. Sorprende la riqueza de colores de estos murales, algunos de los cuales datan del siglo II antes de Cristo, y la riqueza temática y de estilos que presentan, pese a que el denominador común de la mayoría, como no podía ser de otra forma en un lugar santo, gira en torno a Buda.