La patria de Simbad el marino
En Omán se apuesta a las carreras de camellos. El petróleo es su mayor bendición y los turistas comienzan a llegar
Del aeropuerto a la capital, un fogonazo de bienestar se prodiga en céspedes y jardines, volúmenes de mármol y cristal, autos acolchados de gran cilindrada. Dicen que en ese país, hace seis lustros, sólo había dos carreteras y 10 kilómetros de asfalto, ningún hotel, un solo hospital con 23 camas y tres escuelas; que estaba prohibido el fútbol, usar paraguas o gafas de sol, y que las puertas de las ciudades se cerraban al anochecer.
En 1970 accedió al trono el sultán Qabús Bin Said, formado en Inglaterra. El petróleo ayudó al soberano a transformar su nación: ahora son cerca de 200 los centros hospitalarios, más de 12.000 los kilómetros asfaltados, el 65% de los universitarios son mujeres y los turistas empiezan a llegar a chorros, más de un millón al año; para ellos están pensados tres proyectos de gran envergadura a lo largo de la costa, en forma de pueblos turísticos (The Wave y Bar al Jissah).
Este claroscuro prodigioso es Omán, la tierra de Simbad el Marino. No se sabe muy bien porqué los omaníes se han adueñado del más célebre personaje de Las mil y una noches. Tal vez porque los viajes fantásticos de Simbad son el eco literario de una realidad histórica: que los navegantes omaníes dominaban el comercio de la región, y ya en el siglo VII uno de ellos, Abu Ubaida, logró tocar las costas de Cantón (China). Pero mucho antes de las odiseas marinas, Omán era el ombligo de otra encrucijada: la ruta del incienso. La Reina de Saba trató de ligar a Salomón con la preciada resina -en las ruinas de Sumhuram, cerca de Salalah está su palacio-.
Es la Arabia feliz, la de los oasis bendecidos por el agua y los rebaños de camellos, envidia de la Arabia pétrea y de la Arabia desierta que la acechan en los mapas antiguos. En los mapas modernos, el sultanato de Omán ocupa una buena porción de la península arábiga, rodeado por los emiratos del Golfo, Arabia Saudí y Yemen, con un frente marino de 1.700 kilómetros sobre el océano Índico: el equivalente a dos tercios del territorio español. Mascate es su capital, con un 'barrio oficial' de flamantes ministerios y oficinas futuristas.
Al sur de Mascate se extiende la Axarquía (Al-Sharqiyah, el oriente), jalonada por oasis y ríos sabiamente desangrados. Hacia el interior (Al-Joof) se encuentra la antigua capital amurallada, Nizwá, en un entorno de montañas negras y geométricas, donde los viernes se celebra un mercado de cabras que parece sacado de un relato medieval. Más al sur, comienzan los desiertos -en plural, de varios tipos- y lo que llaman Rub al-Jali o empty quarter, el 'distrito vacío'. La región de Dhofar, cuya capital es Salalah, ocupa un tercio del país y posee una franja de montañas bañadas de junio a septiembre por lluvias monzónicas, que las hacen reverdecer.
Desiertos vacíos o rocosos, oasis y wadis refrescantes, palmerales y huertos, fiordos escarpados o arenales sin fin, montañas peladas o de verde fragosidad: Omán es un muestrario completo. Pero hay varios lugares donde la sombra se Simbad se torna casi sólida. Uno de ellos es la ciudad de Sur, en cuyo puerto se descargan los atunes entre nubes de gaviotas, y en cuyos astilleros se fabrican barcos de madera a golpe de azuela y garlopa.
Otro lugar que parece sacado de Las mil y una noches es Mirbat, cerca de Salalah, cuyos palacios de tierra, en el barrio marinero, se desmoronan tan aprisa, tal vez, como se borran los perfiles del Omán profundo.