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Viajes

Esplendor románico

Los amantes del esquí apuran las últimas alegrías de esta temporada. Iglesias y ermitas aguardan humildes a pie de pista

S

on cerca de medio centenar. Espléndidas parroquias anclando alguna concentración urbana; aisladas otras veces, por haber perdido su feligresía de casas; y también ermitas montaraces, remotas y agazapadas como un animalejo asustado. Responden, la mayoría, a un tipo de románico que extendieron por todo el Pirineo algunos constructores de templos venidos de Lombardía en busca de trabajo, en torno al siglo XI. Aquellos artistas emigrantes, y sus hijos o nietos, dejaron una cosecha de torres afiladas, arquillos ciegos y ventanas geminadas, no sólo en los valles andorranos, también en los del Pirineo leridano o en el Serrablo oscense. Algunos de esos templos fueron cubiertos después con espléndidos murales, y humanizados -o divinizados- por la cálida presencia de cristos y vírgenes de enormes ojos de madera polícroma.

Pueden verse todos los templos de Andorra juntos, como por arte de magia, en el Espai Caldea, de Escaldes-Engordany: allí está el Museo de Maquetas de Arte Románico. Algunas oficinas de turismo del Principado organizan excursiones y visitas (comentadas y gratuitas) a las iglesias reales más destacadas; pero estas actividades altruistas suelen suceder durante el estío. Lo mejor, en cualquier caso, es partir en solitario a la búsqueda (no siempre fácil) y captura contemplativa de estas joyas toscas y elegantes a la vez, como sólo pueden serlo los gestos primordiales. Nada más cruzar la frontera sale al paso el primer municipio, St. Juliá de Lòria.

Referencia obligada

Allí encontramos, en la torre parroquial, un buen anticipo de lo que nos aguarda. Escalando las laderas que encajonan a la población hay otra media docena de templos. Los más interesantes están en la pedanía de Nágol, subiendo por la derecha de la carretera general: Sant Martí y Sant Cerní de Nágol, arriscadas y absortas. En el interior de Sant Cerní, consagrada en el año 1055, pueden verse restos de murales de esbozada ingenuidad, ya que responden a un periodo de transición del prerrománico al románico. Algo similar ocurre con Santa Coloma, un poco más adelante por la carretera general. æpermil;ste tal vez sea el templo más conocido de todos estos valles. Y con razón: es referencia obligada para rastrear la evolución de la arquitectura prerrománica de los siglos IX y X.

En la nave, de gran simplicidad, con parte de techumbre original y abierta al ábside por un arco de herradura, hubo apóstoles pintados en el siglo XII por el Maestro de Santa Coloma; esas pinturas fueron a parar al Museo Prusiano de Cultura, en Berlín; sólo quedó aquí rezagado un cordero o agnusdei, acompañado por un par de angelotes. De la misma época es la torre, que constituye un caso singular en el Pirineo, ya que es redonda, y no cuadrada. De las otras iglesias cercanas a Andorra la Vella, hay que aconsejar, sobre todo, Sant Miquel d'Engolasters, solitaria y magnífica en un rellano desde el cual se cierne la capital andorrana a vista de pájaro; en su interior puede verse una copia de las pinturas originales, llevadas al Museu d'Art Romànic de Barcelona.

Tres valles diferentes cobijan otros ejemplares románicos especialmente recomendables. Siguiendo la carretera de Francia, en Canillo, Sant Joan de Caselles es el mejor de la media docena de templos o ermitas por allí desperdigados. Canillo, además, posee cierto ambiente, y cuenta con buenos restaurantes. Algo que también ocurre en Ordino, que es una especie de sede cultural (varios museos, el Auditori Nacional donde se celebra cada otoño el Festival de Música Narciso Yepes). La iglesia aloja tallas románicas y barrocas, y a un paso, en Sant Martí de la Cortinada, se puede ver el mejor ciclo de pinturas de los valles andorranos. Por La Massana, y camino de pistas de esquí muy codiciadas, se llega a Pal, un pueblo lleno de encanto cuya iglesia de Sant Climent es otra de las mejores. Y para que no todo sea olor a cera, en cualquiera de estos recorridos puede salirnos al paso un puente medieval, una herrería, un molino: jirones de pasado casi inadvertidos en un escenario obligado, por sus propias estrecheces, a la vorágine trepidante.

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