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Viajes

El país de las cigüeñas

Un aire de fiesta inunda en estos días esta región fronteriza. También las ciudades -Estrasburgo, Colmar, Mulhouse-, pero sobre todo los pequeños pueblos que festejan el final de la vendimia

Han vuelto las cigüeñas. Se fueron, espantadas por las bombas y los humos fabriles. Ahora han tornado a la región de la que son mascota, a los pueblos de tejados vinosos, arrebujados en torno a campanarios afilados como lanzas, con casas que parecen transparentes, exhibiendo su propia radiografía de vigas y entramados, cubriendo su desnudez con un aluvión de geranios de fuego, buscando un arroyo o canal donde espejar sus hastiales y opacos emplomados que dejan adivinar interiores opulentos, de burgueses que aprecian la calidad de una tela o unas copas de cristal pintado a mano. Estamos en Alsacia.

Una de las regiones de Europa más perfiladas y coherentes. La espina dorsal de este país oblongo es el Rin, que inspiró a Víctor Hugo. Un limo nutricio, el loess, hace que prosperen los huertos, las plantaciones de lúpulo y tabaco, las viñas que trepan por las laderas hasta topar con las lindes del bosque, donde arrancan las montañas. La explicación de todo esto es sencilla: este pasillo fluvial es un derrumbe. Un cataclismo tajó las montañas primordiales, y dejó a un lado el macizo de Los Vosgos y a otro lado el de la Selva Negra.

El desplome telúrico abrió una fosa que sería, de manera fatal, una trinchera, un frente. O en el mejor de los casos, una frontera. Uno no sabe bien si esta cinta liminal es línea de separación o punto de sutura, bisagra que abre o que cierra. Dos mundos se tocan, o entrechocan, en esta tierra de todos: el mundo germano y el latino. Puede que sean algo más franceses en unas cosas y algo más germanos en otras. Por ejemplo, para comer son decididamente germánicos, excesivos, hasta Rousseau, que no era un tiquismiquis, se quejaba de las comilonas que le propinaban. El choucroute es un cocido tudesco y pantagruélico, impropio del esprit de finesse de cualquier francés civilizado. Más tirando a lo galo es el foie gras, al que son también grandes aficionados, o el jamón, embutidos y fruslerías del assiette alsacienne.

La misma división de opiniones a la hora de beber. Aunque, para ser justos, hay que admitir que el vino gana a la cerveza, y abundan más las winstubs que las bierstubs. Las cervecerías están al norte, y no es que trabajen poco: la mitad de la cerveza que se bebe en Francia la producen allí. Pero los vinos de Alsacia le ganan el pulso. La ruta de los pueblos del vino, que vertebra la región, es un epítome de la propia Alsacia.

En torno a Colmar se agrupan los pueblos más de ver de la cacareada ruta del vino. Pueblos como Eguisheim, con su anillo de murallas y sus torreones; como Ribeauvillé, con un castillo dentro y dos más a las afueras; como Turckheim, donde, en las noches de estío, el último sereno de Europa hace la ronda, soltando en alsaciano una piadosa perorata, y echándose al coleto un buen trago en cada estación -no se sabe si le pagarán mucho por esa palinodia, pero con lo que se bebe en especie puede el hombre darse por satisfecho-. Pero hay un pueblo que brilla sobre todos: Riquewihr. Llegará un día en que habrá que apuntarse a una lista de espera para poder pasar (todo él es peatonal). Cada casa tiene un restaurante, una tienda de recuerdos o un museo, aunque sea el manido museo de la tortura (en la Torre de los Ladrones, en este caso). Decir que hay más turistas que moscas sería apuntar lo accesorio y olvidarnos de las excelencias del pastel. En fin, una maravilla de pueblo.

Lección del tiempo

Sin tanto agobio de admiradores, Kaysersberg, que está al ladito, es también una delicia, con nobles casonas lamidas por acequias y un castillo ruinoso recostado en la montaña. De este pueblo era el doctor Albert Schweitzer, pastor y teólogo, musicólogo notable y organista, médico empeñado en curar a los africanos, premio Nobel de la Paz en 1952; un precursor, algo así como la primera ONG de nuestra época. Si no se tiene tiempo para entrar en cada uno de los pueblos que tientan con su canto de sirena, subidos a una colina y coronados de pámpanos, la solución puede estar en Ungersheim, cerca ya de Mulhouse. Allí se encuentra el Ecomuseo, una especie de parque temático de esencia campesina, con casas antiguas y bellísimas rescatadas por toda la región, más de medio centenar, casas de ricos y de pobres, molinos, hornos, herrerías, fraguas.

En fin, una lección más del tiempo que sopla como vendaval sobre caminos abiertos, predestinados: como esta franja fronteriza que es Alsacia, espigón de conflictos, zoco de ideas y mercancías, ventanilla abierta donde tramitar los asuntos europeos, un rincón apacible al que han vuelto las cigüeñas.

Localización

Cómo ir. La región cuenta con dos aeropuertos, el de Estrasburgo y el de Mulhouse-Basilea. Air France (901 112 266) tiene dos vuelos directos y diarios Madrid-Estrasburgo, operados por Iberia, a partir de 321 euros más tasas; y tres vuelos diarios Madrid-Mulhouse vía Lyon a partir de 341 euros más tasas. Por carretera, hay que tomar la célebre Autoroute du Soleil desde Lyon y enlazar con la autopista A 36, conocida como La Comtoise, hasta la A 35, que recorre toda la Alsacia. Dormir. En Estrasburgo: Maison Kammerzeil et Hotel Baumann, una preciosa mansión alsaciana de madera del siglo XVI, al lado mismo de la catedral, con 9 habitaciones y buen restaurante, 16 Place de la Cathédrale, 0388324214, 69-110 euros. En Colmar, hotel Colombier, gusto y diseño modernos en una casa renacentista recuperada, 7 Rue Turenne, 0389239600, entre 69 y 183 euros, la habitación doble. En Riquewihr: Le Schoenenbourg, Rue Piscine, 0389490111, 56-85 euros. Comer. En Estrasburgo, Maison des Tanneurs, antigua mansión típica a orillas del río, 42 Rue Bain aux Plantes, 0388327970, 34-62 euros. En Riquewihr: Table du Gourmet, ambiente típico alsaciano, Brendelt, 5 r, 0389490909; también se come muy bien en el Auberge du Schoenenbourg (ver hoteles).

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