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TRIBUNA

<I>La toxicidad del éxito</I>

No hay venenos, hay do-sis. Este principio de la medicina es el mismo que enunció don Carlos Clausewitz cuando habló del "pun-to culminante de la victoria" para aclarar que toda victoria para ser alcanzada necesita estar bien definida, porque pensar en una victoria sin límites es apostar por el desastre.

Geofrey Parker, en su último libro El éxito nunca es definitivo (Editorial Taurus. Madrid 2001), cita a Hugh Trevor-Roper, quien se dedicó al estudio de una serie de hombres que, en su busca extraviada del éxito total, llegaron a autodestruirse. Sucede, en definitiva, que el éxito en determinadas dosis también es tóxico, como está históricamente comprobado. Y esa toxicidad está vigente en el plano militar, político, económico, social, literario, pictórico, religioso y en cualquier otro que pueda imaginarse. El carácter tóxico del éxito indefinido es un principio ecológico que restablece los equilibrios y reconforta a los de a pie.

Estos últimos días asistimos aquí al espectáculo del ensoberbecimiento del presidente del Gobierno, José María Aznar, que anuncia precisamente su declive. Después de esta irresistible ascensión al líder del PP sólo le resta aguardar el cumplimiento de ese principio inexorable de más dura será la caída. Recordemos al presidente Adolfo Suárez cuando anunció los 107 años de UCD en el poder apenas meses antes de su entrada en picado o a Felipe González imbuido de la idea de que el triunfo socialista respondía a una razón histórica irrebatible o años antes a monseñor Escrivá de Balaguer hablando del Opus Dei como de un mar sin orillas o a Camilo José Cela aleccionándonos al recibir el premio Príncipe de Asturias con su lema de que quien resiste gana.

Una cosa es que en España haya mucho triunfalista de la catástrofe, que esté muy acreditado el gusto por el desastre, y que se haya extendido la afición por la conmemoración de las derrotas, y otra muy distinta, que ahora nos afiliemos de manera naïf al mito del progreso indefinido y sigamos impasibles la senda de Rodrigo Rato y Cristóbal Montoro, para quienes está fuera de discusión que bajo su certera batuta la economía del país ha dejado de estar sometida a ciclos para seguir una línea de progresión permanente, a cubierto de las dificultades que puedan afectar a las demás naciones. Como si en adelante nuestro clima económico tuviera bonanza garantizada meteorológica, sea lo que fuere del anticiclón de las Azores.

Se diría escuchando al presidente del Gobierno y del Partido Popular que la afirmación de Enoch Powell según la cual "toda vida política termina en fracaso" hubiera dejado de tener vigencia en España y que entre nosotros la observación de Churchill de que el éxito nunca es definitivo hubiera sido abolida una vez creada la nueva fundación FAES, ese think tank de inagotables recursos económicos e ideológicos que iluminará la senda más conveniente en cada momento para los españoles. Por ahí muy pronto vamos a llegar a ese momento descrito por Elías Canetti cuando afirmaba: "No se puede respirar, todo está lleno de victoria". Entre tanto, los de FAES se habrán quedado con el monopolio de las definiciones del éxito en compañía de la jauría mediática y de los palmeros de la Moncloa, tan hábiles en su labor de escrutadores del futuro como en la aún más trascendente de reescribir el pasado.

Estamos de nuevo en uno de esos momentos de incomunicación en los que la diferencia de percepciones es tan abismal que cada uno de los disidentes vive en la desesperación por la imposibilidad de compartir sus sensaciones con el común de las gentes que le rodean, para quienes los informativos de la Primera Cadena de TVE constituyen toda la realidad. Apenas queda un núcleo de gentes que hace su vida sin dejarse empapar por la propaganda. Constituyen esa exigua España extraterritorial que habla en voz baja en el fondo de algunos cafés, mientras dan el tono social los Martínez Pujalte, engallan la voz los Rato y familia, y al frente de todos ellos, Aznar ofrece espectáculos degradantes como el del miércoles en Zaragoza, donde se complace en humillar ante un público incondicional a sus colaboradores más directos como Javier Arenas.

Otra cosa es que, como pudo verse en la recepción del Día de la Constitución en el palacio de la Carrera de San Jerónimo, en las filas del PP quienes aún se respetan a sí mismos se sientan sin sitio y tengan los peores augurios para ese congreso de enero, del que esperan un espectáculo para la vergüenza colectiva.

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