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TRIBUNA

<I>El cálido verano</I>

Cada año a medida que se acerca el verano los ciudadanos asistimos perplejos a una serie de acontecimientos que se repiten de forma repetitiva, inexorable y constante a través de un proceso vital que nos inquieta. De alguna manera todo empieza con la declaración de la renta que por una parte nos evidencia la complejidad de los sistemas burocráticos y por otra nos toca el bolsillo a la gran mayoría de los que pagamos nuestros impuestos. Nos vemos en la cola del banco con nuestros papeles de la declaración y pensamos ¿para qué sirven estos impuestos?

Más o menos pensamos que su uso tiene utilidad gracias a que con ellos el Estado puede pagar nuestras carreteras, aeropuertos, ferrocarriles y darnos un conjunto de servicios educativos, sanitarios, de transporte, de seguridad económica para la vejez y algunas cosas más. Unos cuantos nos tranquilizamos, en parte, aunque no dejamos de seguir pensando porque en parte no está del todo claro. No existe una explicación diáfana, transparente y didáctica de qué se hace en realidad con todo ese dinero que se recauda. Los más escépticos reafirman su opinión de que se malgasta.

Al cabo de unos días empezamos a preparar nuestras vacaciones y nos enfrentamos con el problema de que hay que escoger bien el día de inicio y final de nuestro descanso estival. Debemos evitar los momentos de congestión de las carreteras, el colapso de los aeropuertos, la concentración de los vuelos, la aglomeración en los ferrocarriles y, ¡cómo no!, sortear las huelgas de pilotos y conductores de trenes y de autobuses. Este año, para acabar de complicar el tema incluso ya nos han informado que, los que nos quedemos en las zonas costeras, tendremos problemas con el suministro de las compañías eléctricas. Y volvemos a pensar ¿qué pasa?, ¿para esto sirven nuestros impuestos?

En general no somos conscientes de que en la trastienda de todos estos servicios hay un gran número de personas, trabajadores de los servicios que ven en esos momentos la mejor ocasión para defender sus intereses con mayor o menor razón. Porque está claro que no es la misma la legitimidad de las reivindicaciones de los pilotos de aviación de Iberia que las de los conductores de autobuses turísticos de Mallorca. En todo caso no dudamos que la solución de los conflictos pasará por el aumento del gasto, sea de las empresas privadas implicadas, sea del propio sector público cuando son sus empresas las afectadas. Naturalmente si hay un aumento del gasto, en un momento u otro se producirá un incremento de los precios de estos servicios y la espiral del riesgo de inflación vuelve a estar servida. Además de estos efectos inmediatos también percibimos que con todo ello no sólo nos perjudicamos nosotros, sino que es nuestro país el que sale perdiendo, sobre todo si tenemos en cuenta que el principal motor de nuestra economía es el turismo vacacional.

Alguna culpa tiene el Estado que debe asumir sus responsabilidades. Siempre debería intervenir para suavizar el impacto de las huelgas en servicios esenciales, previéndolas, porque es obvio que están en el calendario, y estableciendo las medidas necesarias para asegurar el nivel mínimo del servicio. La necesidad de la regulación de la huelga emerge una vez más, pero como es costumbre llega en el momento del inicio de las vacaciones parlamentarias y queda relegada para mejor ocasión.

A los que, a pesar de todo, aún creemos que el sector público puede y debe ser eficiente, este panorama nos inquieta profundamente y nos preocupa la autocomplacencia en la que está sumido el Gobierno de la nación. No basta con pensar que si la economía va bien, todo los demás funciona. Obviando la evidencia de que la economía es muy posible que no siga bien de salud en un futuro próximo, me permito sugerir que quizá nuestros gobernantes, los miembros del Parlamento y todos los gestores de instituciones y empresas públicas podrían destinar algunos momentos de sus vacaciones a pensar que la tarea de elaborar los presupuestos para el año próximo no es un trabajo tedioso, aburrido y libre de contenido ideológico, sino que son la base fundamental de su trabajo y responsabilidad ante la sociedad y sus electores. Es la única forma posible de explicar a qué se destinan y en qué se utilizan nuestros impuestos.

Por mi experiencia, pasada y actual, sé que es precisamente en estas fechas en las que se están presentando las liquidaciones de los diversos presupuestos del pasado año. Posiblemente el grado de dificultad para poder entender todo el conjunto de datos y cifras que se presentan en cada caso, unido a la utilización de lenguajes extraordinariamente crípticos en los redactados de las memorias de gestión y en las auditorías, es una de las causas por las que la labor de rendición de cuentas que va unida a la aprobación de esas liquidaciones pasa totalmente desapercibida para los ciudadanos e incluso para los miembros de los Parlamentos, consejos municipales y órganos de administración de todo el conjunto del sector público. De hecho, sólo tienen alguna repercusión los casos y detalles en los que se ha detectado algún incumplimiento flagrante o algún déficit muy por encima de lo que se pueda considerar normal.

Precisamente uno de los retos a asumir en la presentación de la utilidad que se va a dar al dinero aportado por los ciudadanos será superar toda la jerga meramente economicista para explicar las razones y los objetivos y detallar los programas y las medidas para abordar la solución a los problemas que se consideran de mayor prioridad y, si es posible, prepararnos para un próximo verano más apacible.

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