<I>Despilfarro excéntrico en Valencia </I>
Recordemos las generales de la ley. Por ejemplo, que el despilfarro siempre va unido al subdesarrollo, que es precisamente en esas áreas habitadas por los más pobres donde tiene sus más excelsos cultivadores, de forma que se agudizan los contrastes entre los lujos más impensables y la más extrema miseria, en tanto que la austeridad es, sin excepción, el sello característico de los países, las regiones o las ciudades donde la prosperidad tiene su asiento. El despilfarro, entiéndase por lo general de bienes públicos, es la norma de comportamiento adoptada por unos para su propio provecho y lucimiento, y, claro está, padecida por otros, a cuya costa se perpetra. Para que el despilfarro se consume sin costes penales ni políticos, para que se lleve a cabo con impunidad, es necesario que los gestores públicos queden excusados de ese comprometido trámite de la rendición de cuentas y que, además, la prensa y similares hayan quedado bajo control de los abusadores.
Todo lo anterior pudo percibirse con claridad cuando, a la altura de 1985, un reducido grupo de periodistas tuvo en el plazo de 15 días la oportunidad profesional de visitar Rabat, La Moncloa y Estocolmo. El contraste entre el boato de servidumbre alrededor de Hasan II, los ujieres del antedespacho de Julio Feo y el primer ministro Olof Palme sirviendo el café en la sala del Consejo de Ministros donde fueron recibidos, fijaba la escala desde el lujo oriental del subdesarrollo irredento a la estricta austeridad de uno de los primeros países del mundo. Establecidas estas constataciones, conviene seguir adelante con un caso práctico digno de estudio situado en Valencia.
La muerte le sienta bien a Villalobos era el título de aquella novela de los cincuenta, pero de igual manera puede afirmarse que el despilfarro le sienta mal a la Comunidad Valenciana, ejemplar por la laboriosidad, el talento y el sentido abierto de sus gentes. Pero sorprende que algunos de los despilfarros más notorios que hubieran retumbado por España entera de haber tenido otra denominación de origen, siendo en Valencia y asestados por Eduardo Zaplana hayan gozado de toda clase de sordinas y veladuras. Como escribió un buen amigo periodista en el diario El País, sucede que Valencia es uno de los lugares donde es mayor la distancia entre lo que se sabe y lo que se publica. Apenas un medio periodístico, el diario Levante, resiste todavía fuera de la impresionante red de asentimientos inducidos con prebendas o comprados al peso que ha ido forjando, muy hábil, de puertas adentro de su región el presidente de la Generalidad. Para cerrar el cuadro, sus terminales periodísticos en Madrid son tantos, tan bien pagados y con tantas expectativas de seguir siéndolo, que garantizan eco cero a cualquier desmán valenciano, tanto por lo que se refiere al papel impreso como a las ondas hertzianas.
Por eso tiene interés tratar de Julio Iglesias, de profesión sus evasiones, un consumado apátrida fiscal aunque jurara bandera henchido de amor a España sobre la cubierta del Juan Sebastián El Cano, buque escuela de la Armada, con ocasión de una célebre escala de los guardiamarinas en Miami. Julio -haciendo buena su tonadilla es un truhán, es un señor- ya organizó un buen butrón en Galicia cuando el Xacobeo 93, aceptando más de 800 millones de pesetas para hacer de embajador de los acontecimientos del Año Santo Compostelano. Una labor, la de Julio, que todavía está pendiente de ser evaluada. Con ese y otros entrenamientos apenas cuatro años después, en 1997, encontró de nuevo magnífica acogida al servicio esta vez de Valencia. Firmó un acuerdo con el Ivex (Instituto Valenciano de la Exportación) el 29 de diciembre de ese año según el cual cobró oficialmente 375 millones por la supuesta organización de cinco recitales que se comprometía a dar por cuenta de la Generalitat. Luego se ha sabido que había dinero extra hasta 533 millones pagados a dos sociedades off-shore, creadas ad hoc en vísperas de los cobros y radicadas una en Irlanda, Midway International, y otra, International Concerts, en las Islas Vírgenes, uno de esos paraísos fiscales anatematizados en el decreto 1080 de 5 de julio de 1991.
En cuanto a Valencia, la tierra de las flores, se sabe al menos que Julio Iglesias, estando en Moscú para uno de esos recitales pactados en junio de 1998, proclamó al servicio de la causa a la que se debía que "cada dos días y el de en medio comía tres veces paella y hacía otras tantas el amor". Ahí queda eso para que luego venga la oposición poniendo chinitas al presidente Zaplana. Y luego dicen que el pescado es caro, como tituló el pintor Solana su célebre cuadro. Entre tanto, el asunto ha pasado hace dos semanas por las Cortes de Valencia, donde el presidente Zaplana, el consejero de Industria y los demás han guardado silencio, salvo para indicar que la única información de que disponen es la publicada por el diario Levante y que su grado de satisfacción con el cantante es tal que volverán a contratarle de nuevo. Eso se llama majeza torera.