Lo que el dinero no compra: el peligro de la desesperanza
Si la sociedad cede solo resta vivir para nada, aunque valga más que no vivir
La afirmación de que los ciudadanos pobres son como los demás excepto que tienen menos dinero, siempre ha sido una verdad barrada o, dicho de otro modo, ha sido un discurso que deseaba funcionar como portador de una solución totalizadora con la que taponar el enorme agujero de la desigualdad, pero la verdad es que fue producida para fallar. En la paradigmática investigación de Susan E. Mayer, What Money Can’t Buy Family Income and Children’s Life Chances (1997), quedó demostrado que el estatuto progresista que consagra la aplicación de ayudas directas para subir la rentas de las capas m...
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La afirmación de que los ciudadanos pobres son como los demás excepto que tienen menos dinero, siempre ha sido una verdad barrada o, dicho de otro modo, ha sido un discurso que deseaba funcionar como portador de una solución totalizadora con la que taponar el enorme agujero de la desigualdad, pero la verdad es que fue producida para fallar. En la paradigmática investigación de Susan E. Mayer, What Money Can’t Buy Family Income and Children’s Life Chances (1997), quedó demostrado que el estatuto progresista que consagra la aplicación de ayudas directas para subir la rentas de las capas más pobres como mecanismo corrector, no funciona con simetría en el mundo real, tan solo abre las puertas; aún sería necesaria la transformación de otros factores que marcan la diferencia cualitativa en la vida de las personas y que proyectan a los niños de familias desfavorecidas hacia la movilidad social.
La salida de la pobreza no se resuelve con una suma sino con una ecuación. No se logra repartiendo una cierta cantidad de efectivo en una cuenta o con un subsidio. Demanda un proceso integral de múltiples variables para comprender las ramificaciones de las interacciones sociales. Son escasos los estudios con evidencias empíricas sobre la causalidad entre los ingresos de padres, su bienestar psicológico, prácticas de crianza y resultados académicos de los hijos, ya sea porque han utilizado muestras poco representativas o porque han contado solo con padres diagnosticados clínicamente con alguna enfermedad mental.
De lo que no hay dudas es que el estrés (por falta de liquidez o endeudamiento) es un factor acumulativo en las familias pobres que al persistir en el tiempo erosiona profundamente la psique del sujeto y la de sus familiares con alcance intergeneracional, engendrando paradojas causa y efecto: el trastorno bipolar es más probable que venga causado por tener bajos ingresos que por su efecto, mientras que los sentimientos de ira y frustración parecen más propensos a ser el resultado de bajos ingresos. En sentido opuesto, hay asunciones generales que se repiten con frecuencia: el deseo mimético dicta que si los padres poseen renta suficiente para subsistir y destinan una parte hacia la compra recurrente de libros y después invierten tiempo en leérselos a sus hijos en edad temprana, estos últimos tendrán grandes probabilidades de imitar ese impulso en el futuro que sí, por el contrario, les tocan en suerte un hogar con renta pero que ni compra ni lee libros.
En definitiva, lo que Susan Mayer objetivó fueron escenarios en los que, si las familias pobres tenían los mismos valores y habilidades profesionales que todos los demás, pero sin recursos para comprar alimentos, vivienda y otras necesidades básicas, entonces resultaba que las transferencias públicas de ingresos ayudaban a sus hijos substancialmente, dado que ese grupo se correspondía con los que lograban graduarse en el instituto o llegar becados a las universidades. Pero cuando los adultos pobres resultaban ser considerablemente menos competentes en términos culturales y profesionales que la clase media, lo que sucedía es que las transferencias de ingresos desde el Estado ayudaban muy poco a que se produjera el efecto trampolín en sus hijos.
En consecuencia, un sistema de valores y conductas emergería como un tercer pilar (adicional a los de proporcionar empleo y una renta justa) para que la red de bienestar de un Estado pudiera ser eficiente. Este pilar, a mi modo de analizarlo, iría más allá de lo material, implicando que, además de garantizar acceso a educación y sanidad universales, cruciales para la supervivencia, lo que debería facilitarse para escapar del determinismo de la pobreza sería la propagación de la idea de esperanza, algo comúnmente beneficioso para todas las capas de la sociedad, pero que se convierte en un agente decisivo entre las más necesitadas.
Revisando la obra maestra del periodista Milton Meyer, Creían que eran libres (1954), sobre las condiciones socioeconómicas por las que setenta millones de alemanes sucumbieran al hechizo del partido nacionalsocialista obrero alemán en los años treinta, se constatan, a partir de los numerosos ciudadanos de clase media y trabajadora de la posguerra que fueron entrevistados por Meyer, dos justificaciones por las que reconocieron sin rubor como, hasta el estallido de la guerra con Polonia, habían vivido los mejores años de sus vidas bajo el régimen nazi. La primera justificación se conectaba con la sensación de que hubo pleno empleo (ahora sabemos que estuvo basado en una disciplina férrea y la disolución de los derechos sindicales). La segunda tenía que ver con la recuperación de una autoestima generalizada (aunque durante los prolegómenos de la guerra, los incentivos para afiliarse al partido fueron bien la ambición por escalar en la jerarquía de la dictadura bien el miedo). Por tanto, para aquellos que no fueron antinazis, lo que percibieron fue que, sin estar adscritos a los fanakiter sino formando parte de la gente corriente, sus libertades y vida cotidiana no sufrieron merma, más bien elevación. Así, el fascismo disfraza la pérdida de libertades con una ilusión de prosperidad, combinando una apología de disvalores con actos para el reforzamiento del vínculo social basados en un optimismo infundado (en Alemania, hubo amplias políticas activas de apoyo a la familia tradicional, pero unidas a un diabólico cuidado de los hijos para que no delinquieran gracias a la Hitler Jugend pues ¿acaso no hay algo que le guste más a una madre que saber en todo momento dónde y con quién está su prole?). En suma, producían una ilusión de esperanza, especialmente entre los más resentidos.
Barbara F. Walter en su obra Cómo empieza una guerra civil y cómo evitar que ocurra (2022), señala el factor de la desesperanza como prescriptor para un inminente colapso social (sea para el advenimiento de una democracia o una tiranía). Las personas son capaces de absorber y normalizar grandes dosis de sufrimiento, pero “cuando un grupo proyecta la mirada hacia el futuro y lo único que ve es más dolor, empieza a plantearse que la violencia es la única manera de avanzar”. Freud aporta otra consideración igual de esclarecedora: en el momento en que se hace realidad un acontecimiento deseado, las esperanzas concretas habrán sido sustituidas por otras más avanzadas. Alcanzada una meta, deseamos otra. Esta repetición es una defensa frente a lo único duradero en el sujeto no loco: la insatisfacción.
Cuando Trump ridiculiza centros de producción de conocimiento y universidades a la vez que suspende las ayudas a los más pobres (Medicaid, el Programa de Asistencia Nutricional Suplementaria), lo compensa activando un señuelo ilusionante basado en el discurso del retorno de un pasado triunfal (una música que les sonaría familiar a los nazis descritos por Meyer). Lo que está logrando es la desertización del saber y una pauperización cultural de la sociedad con efectos devastadores en las clases pobres para hacerlas más vulnerables y manipulables si cabe: ¿qué valores mimetizarán? El tercer pilar queda transfigurado en un perverso polimorfo para renegar de lo que avergüenza.
Hace poco, Antón Costas alertaba sobre una infancia dickensiana en España que abochorna. Habría que preguntarse si la dirección de la cura podría pasar por una coalescencia entre políticas de ayudas directas y un embalaje de valores y hábitos comprometidos con una ética de la antipobreza o, dicho con otras palabras, una lucha no tan orientada a saber identificar el mal, como dirigida a la esperanza de lograr una buena vida (buenos trabajos, salud, vivienda, goce artístico y científico, dominio de las habilidades de pensamiento), equivalente a una lucha por contener la creciente pasión por la ignorancia, es decir, por el amor a no querer saber en lo que la cosa falla. Si la sociedad cede, solo resta vivir para nada, aunque valga más que no vivir.