¿Puede ser feminista Ana Botín (y otras como ella)?

La presidenta del Banco Santander, Ana Botín, durante una rueda de prensa en Madrid.ZIPI (EFE)

Se lo dijeron a Amanda Blanc, primera consejera delegada del gigante asegurador Aviva, en una junta de accionistas de 2022: “Usted no es el hombre adecuado para este puesto”. Otro, tras compararla con sus predecesores, cuestionó si debería ser ella “la que lleve los pantalones”. Era la primera reunión presencial con inversores después de la pandemia, Blanc, una veterana del sector financiero de 57 años, había asumido el puesto en 2020 y algunos accionistas expresaron su malestar por la gestión. Un tercero, en plan conciliador, celebró la diversidad de género del consejo de administración con e...

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Se lo dijeron a Amanda Blanc, primera consejera delegada del gigante asegurador Aviva, en una junta de accionistas de 2022: “Usted no es el hombre adecuado para este puesto”. Otro, tras compararla con sus predecesores, cuestionó si debería ser ella “la que lleve los pantalones”. Era la primera reunión presencial con inversores después de la pandemia, Blanc, una veterana del sector financiero de 57 años, había asumido el puesto en 2020 y algunos accionistas expresaron su malestar por la gestión. Un tercero, en plan conciliador, celebró la diversidad de género del consejo de administración con esta reflexión que sabiamente recogió Financial Times: “Ellas son tan buenas en las labores domésticas básicas que estoy seguro de que eso se verá reflejado en la dirección del consejo en el futuro”.

Vuelvan sobre la fecha. Sí, hablamos de un acto público de hace menos de dos años en Londres. Cuando una mujer denuncia el machismo desde puestos de poder o riqueza –y el de primer ejecutivo de Aviva es uno de ellos– provoca a menudo la reacción sarcástica de algunos hombres y mujeres que ocupan lugares muy inferiores. Ocurrió, por ejemplo, cuando la presidenta de Santander, Ana Botín, se declaró feminista en una entrevista con Pepa Bueno en 2018. O, cuando años después, recordó cómo en el banco la llamaban “la niña”.

Es un tipo de crítica que ha crecido conforme la última ola feminista fue prendiendo en medio mundo. Recuerdo un colega que, aquel 8 de marzo que el mujerío revolvió España, me citó con sorna “el feminismo que hace creer a una obrera que comparte más con una banquera millonaria que con su compañero del almacén”.

Resulta interesante el comentario, porque plantea a partir de cuántos ceros la discriminación sexista pierde carta de naturaleza y suena ridículo indignarse. Escuché reflexiones similares ante las protestas de Serena Williams, leyenda del tenis femenino y una de las deportistas mejor pagadas de la historia, contra el trato machista y racista que recibía. Comentaristas de radio han llegado a decir de ella y su hermana Venus que, más que posar para Playboy, deberían hacerlo para National Geographic. El presidente de la Federación Rusa de Tenis, Shamil Tarpishev, se refería a ellas como “hermanos” en 2014. Un comentarista de la televisión rumana dijo en 2019 que Serena parecía “un mono del zoo”.

Y no voy a seguir. En X (entonces, Twitter), en medio de una de aquellas polémicas, un periodista publicó una fotografía de la mansión de Serena Williams y escribió algo así como: “Así se vive la opresión”.

Amanda Blanc se embolsó 5,5 millones de libras el año pasado (6,4 millones de euros) y es cierto que las penas, con pan, son menos. También, que las críticas de los accionistas en las juntas son algo habitual, para eso están. Cuando Blanc llegó a la compañía, su valor en Bolsa estaba en 11.000 millones de libras (unos 12.800 millones de euros al cambio actual), el día de aquella junta, había subido a 15.000 millones, lejos, eso sí, de los 20.000 millones de la década de 2010. Así que sí, criticar a los gestores es normal, pero escuchar en vivo y en directo que no sabes llevar los pantalones y que las mujeres, al final, tienen la virtud de ser buenas en cuidar la casa, eso es un privilegio reservado a señoras consejeras delegadas. Y muchos tenistas –algunos de temperamento legendario– han vivido mil trifulcas con el público o los jueces, pero necesitas ser una mujer negra para escuchar ciertos insultos. En concreto, una mujer negra que ha tenido la desfachatez de forrarse.

Tal vez haya que recordar lo obvio. El hilo conductor del machismo no es la clase –la desigualdades generan sus propias injusticias–, es el género. Y no importa lo alto que pueda llegar una mujer, ese manto de caspa, que no tiene que provenir solo de hombres, puede caer sobre ella en cualquier momento.

Lo vivimos de forma muy gráfica con la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, que ha sufrido ante los ojos de todo el planeta varios desaires machistas. En Turquía fue relegada a sentarse en un sofá mientras el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, ocupaba una silla junto al presidente Erdogan. Un año después, en la cumbre de la UE con la Unión Africana, el ministro de Exteriores ugandés, Jeje Odongo, también pasó de largo de ella para desbordar amabilidad con Michel y Emmanuel Macron, hasta que el líder francés le forzó a hablar a Von der Leyen.

Me sentí herida y me sentí sola, como mujer y como europea”, dijo Von der Leyen. Tras el revuelo de la junta de accionistas, Amanda Blanc publicó una reflexión en su cuenta de LinkedIn: “Honestamente”, dijo, “después de 30 años trabajando en servicios financieros, estoy bastante acostumbrada a comentarios sexistas y peyorativos”. “Me gustaría decir que las cosas han mejorado en los últimos años”, añadió, “pero cuanto más he ascendido en puestos de dirección, más evidente ha sido el comportamiento inaceptable”

Varios estudios revelan que, en igualdad de condiciones, las mujeres de perfiles profesionales altos generan más desagrado entre sus colegas que los varones. Harvard hizo un experimento por primera vez en 2003. Unos investigadores tomaron el perfil de una mujer llamada Heidi Roizen, inversora de capital riesgo, y dieron a leer su historial a dos grupos de alumnos de la universidad por separado. Pero a uno de ellos le cambiaron el nombre por uno masculino: Howard. Ambos grupos –formados cada uno por hombres y mujeres– calificaron por igual la competencia de Heidi y Howard, pero Howard fue puntuado como un compañero más agradable. Heidi, sin embargo, fue definida por el grupo que la estudió como una persona “egoísta” con quien no querrían trabajar. La única diferencia entre ambos perfiles era el género.

Aquel colega que se burlaba de que en ciertas batallas una mujer se sienta más cerca de una banquera que de un compañero de sufrimiento tenía razón. A veces ocurre, aunque le parezca contra natura, pero no es el feminismo el brebaje que lo consigue; lo consigue el machismo, transversal, internacional, intergeneracional y absolutamente vigente.

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