La desigualdad de oportunidades es también un ‘mal negocio’ para la economía

Las situaciones de inequidad no son rentables ni económica, ni social ni políticamente, y las empresas deben combatirlas

Un niño toma clases en un negocio de verduras de la Central de Abastos de Ciudad de México.Mario Jasso (Cuartoscuro)

La desigualdad no es solo un grave problema social, sino también un problema económico. Y un mal negocio. Además de ser éticamente reprobable y fundamentalmente injusta, no es rentable. Para nadie. Y para combatirla, hay que luchar contra la desigualdad de oportunidades, una batalla en la que el sector privado tiene un papel relevante que desempeñar. Desafortunadamente, muchos gobiernos no disponen de los recursos ni alcanzan la eficacia necesaria para hacerlo. Por ello, las empresas tienen que comprometerse en el objetivo de la igualdad de oportunidades, que entre otras cosas empieza por la nutrición, la educación, la salud y la seguridad.

Según un informe de 2022 de World Inequality Lab, la desigualdad de ingresos ha crecido desde 1980 y ha empeorado por los efectos de la pandemia y las tensiones inflacionarias a causa de la invasión rusa a Ucrania. El 10% de la población más rica del mundo recibe el 52% de los ingresos y la mitad más pobre y vulnerable solo gana el 8,5% del PIB. Por eso, organismos internacionales como la ONU han incluido la reducción de la desigualdad como el décimo punto de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Iberoamérica, como el resto del mundo, no escapa a esta situación.

El que fuera presidente de Analistas Financieros Internacionales y muy reconocido economista español, Emilio Ontiveros, fallecido el año pasado, insistió e inculcó durante décadas que “la desigualdad no es rentable, ni desde el punto de vista macroeconómico ni desde el punto de vista microeconómico”. En realidad, no es rentable, desde una cuádruple perspectiva: económica, social, política y geopolítica.

En primer lugar, no es rentable económicamente: las empresas en contextos marcados por la desigualdad viven en escenarios de permanente inseguridad. La inequidad conduce a que las compañías pierdan mercado porque amplios sectores sociales carecen de poder adquisitivo para comprar. La desigualdad no aumenta el mercado ni favorece la creación de riqueza ni el desarrollo económico. Y, sobre todo, la desigualdad deriva en que las economías pierdan talento debido a la fuga de cerebros: los jóvenes bien formados, pero sin opción de trabajo y sueldos dignos, marchan a buscar fortuna en otros países, lo que supone una descapitalización humana para empresas y países.

No es rentable tampoco socialmente, porque provoca extremo malestar en amplios segmentos de la población que ven como sus expectativas de ascenso y mejora personal e intergeneracional no se cumplen: los hijos no van a tener un mejor nivel de vida que los padres. Además, el acceso a los bienes públicos es muy desequilibrado: unos sectores disfrutan de una educación de excelencia, sanidad de alto estándar y viven en entornos seguros; otros (las amplias y heterogéneas clases medias y las bajas) sufren la falta de inversión en capital humano y físico que lastra sus posibilidades de mejora.

Esta situación desemboca en malestar, protestas, estallidos sociales que crean un ambiente de incertidumbre política e inseguridad económica e inversora y que no ayuda a garantizar la prosperidad. Es lo que ocurrió en casi toda América Latina (la región más desigual del mundo) en 2019. De forma muy gráfica el académico chileno Patricio Navia afirmaba entonces que la clase media emergente tenía “ansiedad de mejorar su calidad de vida y, a la vez, temor a que las puertas de la tierra prometida se cerraran. La gente se pone ansiosa y dice: queremos entrar. Como cuando estás por entrar a una fiesta, pero la fila no avanza, se pasa la hora y hay temor a que la fiesta se acabe”, señalaba.

Asimismo, la desigualdad daña la legitimidad de las democracias. La desigualdad genera ciudadanos enfadados con el sistema político, las administraciones públicas y los partidos. Esa desafección la canalizan candidatos de tinte populista y corte no democrático, que alimentan y se nutren de la rabia social con mensajes demagógicos. Se trata de una espiral muy peligrosa que debilita los cimientos de unas democracias ineficaces para dar respuestas a las demandas sociales.

A escala internacional la desigualdad entre Estados ha sido, históricamente, generadora de conflictos y guerras: no solo por territorios sino por recursos como el petróleo o el agua. Y más en épocas como la actual de crecientes desequilibrios entre estados. Las guerras y la violencia prolongada incrementan la pobreza y provocan éxodos como el actual de venezolanos, haitianos y centroamericanos que tensionan las capacidades financieras y las infraestructuras de los países de paso y de los receptores generando tensiones sociales y políticas.

Por eso, la existencia y, ahora, incremento de la desigualdad, interpela directamente a nuestras sociedades que para no sucumbir están abocadas a impulsar un nuevo contrato social en el que estén implicados todos los sectores sociales, incluidos los empresarios. El objetivo de este nuevo pacto es alcanzar un elevado crecimiento económico que vaya de la mano de un potente desarrollo social con el fin de construir sociedades más equilibradas y sostenibles con igualdad de oportunidades en entornos competitivos basados en la innovación. Porque, como señalaba Ontiveros, “la excesiva desigualdad en la distribución de la renta no favorece la sostenibilidad del crecimiento económico; no es rentable para el conjunto de la sociedad”.

Nuria Vilanova es presidenta del Consejo Empresarial Alianza por Iberoamérica (CEAPI)


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