Justicia 2026: ¿Año crítico o año muerto?
La realidad es que la justicia, como es sabido, nunca ha sido una prioridad para los poderes políticos
El pasado 3 de enero, la publicación de la Ley Orgánica 1/2025 anunció lo que, sobre el papel, era la reforma más ambiciosa de la Justicia española en las últimas dos décadas. La promesa era clara: dejar atrás el lento dinamismo crónico de nuestros tribunales mediante un nuevo diseño de tribunales de instancia, una mayor especialización y la imposición de los medios adecuados de solución de controversias (MASC). Un conjunto reformista, posiblemente, necesario. Sin embargo, en el umbral del crucial 2026, esa promesa se desvanece, dejando tras de sí un profundo escepticismo. La pregunta ya no es si el sistema mejorará, sino si podrá sobrevivir a su propia legislación.
No debemos caer en el alarmismo fácil, pero sí en el análisis riguroso de la praxis. Lo que hemos presenciado en la implementación de la LO 1/2025 es una alarmante falta de previsión. El Ministerio de Justicia y las comunidades autónomas, responsables de la gestión de medios materiales y personales, han abordado la implantación de los tribunales de instancia sin un patrón común, recurriendo peligrosamente al mecanismo de “prueba y error”. El resultado es una desorganización diaria que causa importantes defectos estructurales en la mecánica de los órganos judiciales.
A esta improvisación se suma la gigantesca ambigüedad que rodea la aplicación de los MASC. Una medida clave para la eficiencia está siendo interpretada de forma dispar, sin que los acuerdos internos de jueces y letrados de la administración de justicia, ni la dispersa y a veces contradictoria jurisprudencia menor, logren aportar la seguridad jurídica mínima exigible. El efecto inmediato es un incremento de la incertidumbre y una preocupante acumulación de disfunciones en los tribunales.
El origen de esta disfunción es, en esencia, económico. Surge la legítima y dolorosa pregunta de quién quería realmente esta reforma y si alguien —tal vez el legislador— pensó que un sistema judicial nacional podía modificarse en sus bases estructurales y procesales sin la dedicación de una mínima asignación dineraria.
La realidad es que la justicia, como es sabido, nunca ha sido una prioridad para los poderes políticos. No genera réditos electorales directos, por lo que su inversión siempre será discreta. Lo que se ignora, o se prefiere ignorar, es el inmenso coste de oportunidad que implica una justicia lenta o ineficaz.
La inoperatividad judicial deteriora gravemente la inversión. ¿Quién se atreve a celebrar negocios jurídicos sin la garantía de un plazo razonable de resolución ante un conflicto? ¿Quién arrienda su inmueble sabiendo que la recuperación de la posesión puede prolongarse durante años? Los costes judiciales son costes reales, tangibles y altamente desestimulantes para la economía. La inacción presupuestaria no es un ahorro; es un lastre macroeconómico.
El año 2026 se presenta como la fecha límite donde la ciudadanía española podrá comprobar, por enésima vez, que las leyes por sí solas no sirven para nada. La hiperregulación es, de ordinario, un síntoma de impotencia o desidia ejecutiva. Y la Ley Orgánica 1/2025 no parece ser una excepción.
Sin medios, sin presupuesto y, lo que es igualmente grave, sin un liderazgo cohesionado en la implantación de sus propias medidas, cualquier reforma está condenada al fracaso.
Nos jugamos la credibilidad del Estado de Derecho. La justicia de 2026 puede ser la justicia en un año crítico, un punto de inflexión que, a base de esfuerzo y corrección de rumbo, actúe como soporte para mejores rendimientos a futuro. O, por el contrario, puede ser la justicia de un año muerto. El año en el que el sistema, finalmente, colapse bajo el peso de una legislación tan ambiciosa como desatendida.
Nos jugamos demasiado.