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En colaboración conLa Ley

Despido algorítmicamente justificado: la nueva amenaza de la IA en el trabajo

Nuestra bomba hoy es la automatización sin tutela en el entorno laboral

La primera película de la historia, filmada por los hermanos Lumière en 1895, mostraba la salida de los obreros de una fábrica. Una campana sonaba, una puerta se abría y una multitud anónima emergía a la luz del día. Aquella imagen capturó, sin pretenderlo, la esencia del pacto social de la era industrial: un mundo de causas y derechos. Hoy, 130 años después, la campana ha vuelto a sonar, pero en el silencio opaco de un algoritmo.

En una comunicación del pasado 25 de septiembre, la CEO de Accenture, Julie Sweet, nos regaló una de esas extrañas perlas de honestidad al anunciar la “desvinculación” de personas para las cuales el reskilling “no constituye una opción viable”.

Hay una gélida belleza en el lenguaje del poder cuando decide, por un instante, despojarse de sus adornos. La frase pertenece a ese género sublime y terrible de la prosa burocrática, capaz de despachar un destino sin parpadear. No habla de despidos, sino de “desvincular”; no menciona la obsolescencia, sino una “opción inviable”, un lenguaje diseñado para neutralizar la conciencia. El eufemismo pacifica la brutalidad: si no te reinventas a la velocidad de la inteligencia artificial, estás fuera. La frase, además, desnuda la ficción de nuestras certezas y revela un credo: la IA, erigida en diosa impaciente, exige sacrificios.

Este anuncio supone la demolición del contrato psicológico entre empresa y empleado. El pacto no escrito era simple: ofrécenos tu lealtad y adaptabilidad, y nosotros te ofreceremos un camino. Ahora, ese pacto se revela condicional y con fecha de caducidad.

Esta nueva lógica empresarial choca frontalmente con el espíritu de la AI Act europea. Su Artículo 4, aplicable desde el 2 de febrero de 2025, impone a las empresas la obligación de garantizar que su personal tenga un “nivel suficiente de alfabetización en IA”, invirtiendo por completo la carga de la responsabilidad. Mientras la ley exige un esfuerzo proactivo de capacitación universal, la nueva doctrina corporativa lo presenta como un privilegio para una élite preseleccionada. Éticamente, la cuestión es devastadora. ¿Quién define que la reconversión “no es una opción viable”? Se abre la puerta a una discriminación sofisticada y silenciosa, donde un algoritmo puede etiquetar a un empleado como inadaptable basándose en datos de edad, formación o patrones de aprendizaje.

Los sistemas de IA que toman estas decisiones son, por definición, de alto riesgo en el ámbito laboral (Anexo III AI Act), pero sus obligaciones no serán aplicables hasta agosto de 2026 (art. 113 AI Act), abriendo una peligrosa ventana de desregulación de facto. Como juristas, las alarmas deben sonar. ¿Quién audita estos algoritmos? ¿Qué sesgos perpetúan? ¿Bajo qué métricas se define la obsolescencia humana? Asistimos al nacimiento de una nueva y temible figura: el despido algorítmicamente justificado, una decisión de caja negra contra la que el trabajador apenas tiene defensa.

Esta fe ciega en la técnica como destino es un eco de una marcha que la historia ya conoce. Stefan Zweig describió la ceguera de la Belle Époque, aquella Europa que se precipitó al abismo embriagada de progreso, confundiendo la velocidad con la civilización. Hoy, la liturgia es la misma, aunque se haya sustituido el horario ferroviario por el algoritmo. La eficiencia vuelve a ser la coartada del determinismo tecnológico. Frente a esta lógica, resuena como resistencia la reciente ley italiana en materia de IA, que insiste en una dimensión “antropocéntrica”, un recuerdo renacentista de que el ser humano debería ser la medida de todas las cosas.

En una era donde los consejos de administración declaran su compromiso con los criterios ESG, esta práctica es su antítesis. Es la definición de insostenibilidad: un beneficio a corto plazo que genera una enorme deuda social y reputacional a futuro.

La respuesta a esta disrupción no es la tecnofobia, sino la exigencia de forjar un liderazgo a la altura del desafío. Gobernar la potencia de la IA es una exigencia de soberanía democrática. Significa decidir cuándo no acelerar, cómo y para quién, incorporando a sindicatos, juristas y comités de empresa al ciclo de vida de la tecnología no como espectadores, sino como actores con poder de decisión real. El reto es diseñar un nuevo pacto social donde la innovación demuestre no solo su rentabilidad, sino su compatibilidad con la dignidad humana, asegurando que la última palabra sobre el destino laboral de una persona nunca sea delegada, únicamente, a un algoritmo.

Adjudicar nunca es un acto neutral. Quien contrata este modelo no solo importa una tecnología, sino su ADN ético, convirtiéndose en partícipe necesario de sus consecuencias. Hay bombas que los Estados conservan y no detonan porque entendieron que cierta potencia, una vez usada, deslegitima y deshonra. Nuestra bomba hoy es la automatización sin tutela en el entorno laboral. Elegir no detonarla sobre las personas no es debilidad: es la forma superior del poder.

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