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En colaboración conLa Ley

Rearme y contrabando: cuando exportar se convierte en delito

La ley es clara: la imprudencia no se justifica por el volumen del negocio ni por la urgencia del pedido

En el entorno actual, las empresas que comercian con material de defensa y productos de doble uso se han convertido en actores clave. Gobiernos europeos, alianzas militares, agencias de seguridad y hasta empresas tecnológicas de medio mundo están solicitando con urgencia suministros que hasta hace poco pasaban inadvertidos, pero cuyas exportaciones desde España se han incrementado en más de 220 millones de euros (12,7%) sólo entre el primer semestre de 2023 y el de 2024, según datos del Ministerio de Economía.

¿Corre peligro el comercio exterior de material de defensa desde un punto de vista penal? ¿Por qué tiene sentido hablar de esto?

La respuesta no es sencilla, ya que en este tipo de negocios la línea entre lo que es legal y lo que constituye delito es mucho más fina que en otras transacciones: aquí no se requiere sólo de la concurrencia de lo que los penalistas llamamos dolo –intención y voluntad de querer hacer algo–, basta con que se materialice un supuesto de imprudencia grave –comportamiento irresponsable que se podía y debía haber evitado– para que nos encontremos frente a un delito de contrabando según la Ley española (LO 12/1995).

La figura clásica del contrabandista –intencionado, clandestino, criminal– ha sido superada por un perfil más moderno y, a la vez, más inquietante: el de la empresa que actúa sin autorización o sin el control debido, empujada por la urgencia de cerrar una operación internacional antes que la competencia. Siguiendo con la configuración de este delito, bastaría con realizar una exportación de material de defensa o de doble uso sin la autorización administrativa exigida por norma (Ley 53/2007), o bien con una autorización incompleta o solicitada con datos erróneos para incurrir en delito, al que nos enfrentaremos si el valor de los bienes iguala o supera los 50.000 euros, incluso si no hubo intención fraudulenta.

Este tipo de delito permite atribuir responsabilidad penal a una empresa, además de la que puedan tener que asumir las concretas personas físicas que hayan actuado en su nombre y con el objetivo de generarle un beneficio directo o indirecto. O sea, que a la responsabilidad penal del empleado o directivo responsable, se puede sumar la de la empresa –que generalmente se traduce en una pena de multa– y, lo que es a nuestro juicio quizá más determinante: una pena no escrita que, reputacionalmente, apartará a la empresa de competir en los mercados y clientes con mayor potencial, que evitarán contratar con proveedores no alineados con la legalidad –o, tratándose de Gobiernos extranjeros, si la conducta del proveedor puede llegar a convertirse en un problema de opinión pública, por ejemplo–.

Así las cosas, muchos operadores del sector siguen creyendo que la autorización administrativa para exportar es un simple trámite que se puede delegar, posponer o incluso esquivar si el cliente aprieta. Craso error, ya que la autorización administrativa no es un simple sello: es el acto jurídico que convierte la operación en legal y, sin ella, la transacción puede ser potencialmente constitutiva de un delito de contrabando.

El problema no es la rapidez, sino la falta de estructura. Muchas compañías no tienen departamentos de compliance bien dotados, o bien delegan de un modo u otro la gestión legal en agentes sin formación jurídica. O peor aún: creen que, por tratarse de un cliente gubernamental o de un bien “aparentemente inocuo”, no están obligadas a pasar por el filtro de autorizaciones, pero la ley es clara: la imprudencia no se justifica por el volumen del negocio ni por la urgencia del pedido.

Este panorama obliga a replantear el enfoque. Las empresas que operan con productos sensibles deben dejar de ver el cumplimiento normativo como una carga y entenderlo como la única forma de demostrar, llegado el caso, que se actuó con la diligencia exigida. Un buen programa de compliance en materia de comercio exterior no pasa sólo por contar con una política escrita: requiere de una estructura operativa que permita identificar qué bienes requieren de autorización para ser exportados, qué destinos son de riesgo, qué documentos deben conservarse y, lo que es quizá más importante, debe contar con mecanismos para poder decir “no” cuando la legalidad no está clara.

El mensaje es simple, pero urgente: la frontera entre una exportación lícita y un delito de contrabando no está en la intención del empresario, sino en su capacidad de controlar los riesgos que genera su actividad. En este terreno, como en muchos otros, la prisa sin control es la antesala del delito: o se controla el riesgo penal, o se asume su coste. Y en comercio exterior, ese coste puede ser inasumible.

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