Negar o afirmar el cambio climático, esa no es solo la cuestión

El transporte es el principal emisor de CO2 en el mundo. La UE pondrá en marcha un mercado de derechos para los vehículos, como primera medida disuasoria que se aplicará a este sector

Atasco para salir de Madrid por la A2.Víctor Sainz

El pasado 24 de octubre un informe de la ONU desvelaba que las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero (mayoritariamente, de CO2) habían crecido un 1,3% en 2023 con respecto al año anterior. Lejos de lograr el ansiado control del calentamiento global (que la temperatura del planeta no supere entre 1,5º y 2º los niveles preindustriales) aquel sigue su curso. Hace unos días concluyó la última cumbre contra el cambio climático (COP29), celebrada en la capital de Azerbaiyán, en la que los países con menos recursos y cuyas economías se basan aún en el uso masivo de combustibles fósiles, se han enzarzado con los más desarrollados para lograr fondos para su progresiva sustitución. Tras ásperos debates, la cumbre se ha saldado con el acuerdo para que se movilicen 1,3 billones de dólares con este objetivo (no se especifica cómo), de los cuales, 300.000 millones de dólares serán aportados por los países ricos, cantidad alejada de la reclamada por los países en desarrollo e insuficiente, según estos, para que las medidas sean efectivas.

No resulta exagerado calificar de discusiones bizantinas las mantenidas en las distintas cumbres contra el cambio climático que se han celebrado en el mundo desde el ya lejano Protocolo de Kioto (que fue aprobado en 1997 y no entró en vigor hasta 2005): mientras los países de buena voluntad (los bizantinos) discuten cómo controlar las emisiones de CO2 (los turcos) avanzan en su asedio. No obstante, la comparativa no es del todo precisa porque, en este caso, humanidad y CO2 son la misma cosa. O, dicho de otra manera, el sistema económico que proporciona el bienestar social (o su búsqueda) se basa, cada vez más, en la destrucción del planeta: prácticamente cualquier actividad productiva o de servicios deja una importante huella de carbono en la atmósfera.

La implicación humana es total: los empresarios como dueños de las infraestructuras que emiten; los empleados porque no tienen otra salida si quieren mantener su empleo; los políticos porque son tributarios del voto de aquellos y todos ellos porque, en su tiempo libre, no quieren renunciar a la ventaja que les proporcionan los avances tecnológicos: viajar barato por todo el mundo (el turismo, por su dependencia del transporte, es una de las actividades con mayor huella de carbono) o consumir masivamente gracias al comercio electrónico, otro de los grandes enemigos del clima. El transporte es el único gran emisor de CO2 (aproximadamente un tercio del total) al que los gobernantes no se han atrevido hasta ahora a gravar con la compra de derechos de emisiones. Según ciertos cálculos, actualmente circulan en el mundo unos 1.500 millones de vehículos, amén del imparable tráfico aéreo y marítimo, cuya electrificación no se espera por el momento.

Esto comenzará a cambiar a partir de 2026, aunque solo en Europa, con la creación de un nuevo mercado de emisiones de CO2 por parte de la UE que afectará indirectamente al transporte y a las calderas de gas. Indirectamente porque serán los comercializadores que venden los derivados del crudo (gasolina y gasóleo) y los del gas natural los que se verán obligados a comprar certificados de derechos de emisión en el nuevo mercado, cuyo coste trasladarán al precio final de dichos combustibles. Y es que en estos momentos, el sector petrolero no está obligado a comprar derechos, por ser un sector difuso, salvo las refinerías, si bien, a estas se les eximen de los mismos para que no se deslocalicen.

Responsabilidad compartida

¿Quién es, pues, responsable del cambio climático? Desde esa perspectiva, y de ahí el drama, todos y nadie. Individualmente, ante tamaño desafío, el ciudadano poco puede aportar sin renunciar a lo que ha logrado ni los gobernantes tampoco ya que el crecimiento económico (sostenible o no) es sagrado y sigue primando para cualquier país. En este punto, ser un negacionista del cambio climático o no serlo tiene pocas consecuencias reales desde el punto de vista individual, pues con la máxima probabilidad los de una y otra opinión utilizan (es un mero ejemplo) coche en su día a día y ninguno está dispuesto a prescindir de él.

Además, el problema va más allá: incluso aunque los concienciados estuviesen de acuerdo en prescindir del vehículo (seguimos con el ejemplo) los efectos económicos negativos actuarían como un abanico que se abre: cierre de fábricas e industrias auxiliares y pérdida de empleo para los trabajadores del automóvil; hundimiento del consumo de carburante y pérdida de empleo en el sector petrolero, y así sucesivamente. Y es que la bajada del consumo (en general) es el primer enemigo del crecimiento económico y este, el garante del actual modo de vida.

Sin duda, la primera condición para luchar contra el cambio climático es que los Estados admitan su existencia, al margen del ciudadano. Hasta ahora, más allá de la efectividad de las medidas, este reconocimiento gubernamental ha sido la tónica. Sin embargo, el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca lleva el negacionismo a las altas esferas políticas, lo que complica las ya complicadas soluciones y puede tener un efecto contagio en países con dirigentes de extrema derecha. Trump ya sacó a Estados Unidos del Acuerdo de París en su primer mandato y uno de sus lemas es “perforar, perforar”, en alusión a su apoyo a la extracción de combustibles fósiles (petróleo y gas) en su territorio.

La opción por la que apuesta el sistema económico es lograr sustituir las tecnologías perniciosas basadas en la combustión por otras libre de emisiones (la tan cacareada descarbonización y electrificación de la economía a 2050) para que todo siga igual. Pero la tecnología, que históricamente ha resuelto los problemas y efectos secundarios de tecnologías previas que permitieron el progreso económico y científico, avanza más lentamente que el cambio climático y, cuando lo hace, choca con fuertes intereses. ¿Por qué la electrificación del parque automovilístico se demora? Probablemente, porque su sustitución aún no es un buen negocio. Es frecuente escuchar que si el coche eléctrico no avanza por la falta de puntos de recarga, cuando es más bien lo contrario: en el momento en que este tipo de vehículos proliferen los puntos de recarga crecerán como la espuma.

Más allá de las medidas disuasorias que se ha impuesto a la industria en los últimos años, con la obligación de pagar por contaminar (el carbón ha desaparecido prácticamente en los países occidentales porque el pago de derechos le hizo perder competitividad respecto al gas), es necesario imponer sacrificios reales a los ciudadanos para lograr algún avance creíble.


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