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CincoSentidos

Te amo mucho, José

El, que nunca había creído en supersticiones, él, que mandó al diablo a los que sí creían y le advirtieron que a la novia no se la visita momentos antes de que se inicie la ceremonia y ya llegó el señor cura, los invitados y el organista, sintió que perdía piso, que todo daba vueltas y que se le aflojaban uno a uno los tornillos que lo mantenían sujeto al futuro cuando en pleno rostro, como una bofetada de palabras, la confesión abyecta y tasqueada de blanco, con gasas, tules, maquillaje y pañuelito bordado ­triste regalo suyo­ le tiró por los suelos sus meditaciones casi seniles, sus ilusiones de vida sedentaria con aporcelanados juegos de té, pantuflas amorosamente calzadas por otras manos en sus pies adoloridos y su lectura de libro los domingos por la tarde, antes de la siesta: su irredimible terquedad de ser esposo amante padre y dueño de segundo piso sin pesimismos absolutos, contemplado cómo crecen los geranios que ha puesto en la cornisa su esposa amante y madre del niño de berridos dulces que se agita casi al borde de la mamadera vespertina, y que fue anhelado, querido, soñado y gestado por último con preocupación porque no me viene, José y ya debería, nome viene José y lo nuestro no es, no me viene José y qué tontería, a mi edad. Los falsos denuestos que tiene la vida, una mano surcada de venas y pecas pasea tranquilizadoramente sobre los lisos cabellos de esta señora señorita a quien los cuarenta y pico se le han metido de contrabando, y que llora acodada sobre el marco de una ventana alquilada más para hacer la siesta que el amor, porque no me viene José y ya debería y lo nuestro no es y qué tontería, a mi edad: reflexiones bordadas en punto cruz, laborioso y maniatada a toda una vida de zaguanes y portales donde el tiempo agujerea esperanzas casamenteras porque una tiene veinte y corren los años cincuenta, las amigas ya no escuchan radionovelas, las han fabricado al son de un marido igualito a LeoMarini, bigotitos y sonrisa encantadora, y si no, no importa porque los años sesenta se han hecho para que los jóvenes bailen rock'n roll y hagan París Mayo del 68, una ya no está para esas cosas, una descubre que el marido ronca y no es ni la sombra de Leo Marini, pero trabaja en el Bank of Tokio y maneja un Impala automático y tú cuándo te casas, hija? Hija ­que ya no lo es tanto, la pregunta al final de un bordado tiene sus dobles intenciones­ sonríe torciendo un poquito la boca y alisa los cabellos negros descubriendo que sus formas aún son plenas y ella señorita todavía, pero sin saber por qué, arrastra algunos comentarios que se extravían en un murmullo para terminar, heroicamente, pidiendo silencio con un dedo llevado a la boca y mucha falsa atención en ese hombre de blanco que da pasitos saltitos en una Luna televisada y gris.

Las mañanas dejan de ser tan resueltas, se dejan ganar por las tardes con olor a manzanilla o té de tila y éstas se encogen en una crisálida de horas muertas para florecer noches: oscuras, imperfectamente silenciosas e increíblemente deshabitadas porque la cama no se entibia nunca del todo sin el hombre que no existe y qué frío, pero de qué sirve tejer chales y mañanitas si el frío viene de adentro, de la soledad que le estorba el paso de mujer que se nos queda para vestir santos, escuchó en un cóctel de leos marinis y señoras y el aplomo se le vino abajo con corrida de rímel y todo, qué contrariedad: abrió el vanité de charol negro -olor a tiempo empozado, pañuelito de encaje y colorete-, tuvo que correr a refugiarse en un rincón solitario, fresco y estrellado adonde no llegaba la luz obscena de los fluorescentes ni la estridencia de la radiola cha cha cha rock'n roll, sólo se escuchaba el tintineo de las estrellas y se dejaba sentir el calorcillo persistente de los grillos invisibles en el jardín, qué bien se está aquí y de repente la voz a sus espaldas, Jesús, casi la matan del susto: un comentario sobre la soledad apiñada en una fiesta, una copa en cada mano, una ofrecida y otra llevada a los labios y ese mismo año de Neil Armstrong se cerraba con una relación de matinés, tecito y sándwich, caminatas a la luz de la luna, este es un pequeño paso para el Hombre, y si no había luna igual se paseaba a la luz de un farol que hacía las veces.

Cines, helados, paseos y esa especie de premura por ponerse al día con romances propios de otra edad con este José maduro y próspero, cansando de tejer telarañas de solterón impenitente, sin siquiera aventurillas, porque el fuego sexual se le había apagado con una lejana meada en baño de burdel y ahora la vida era una contienda entre papeles firmados o por firmar, en camisa blanca y corbata, de lunes a viernes de ocho y media a cinco y media (si es que el trabajo no exigía más) y sábados podando zinnias y claveles y domingos cuidando canoras por esa bendita afición a la canaricultura que lo tenía metido de lleno en un mundo de plumas, alpiste, agüita y trinos dulces que a veces -no siempre- lo enternecían pensando en ese hijo imposible que sus brazos protectores anhelaban acunar, porque las manos se me están cansando de acariciar cabecitas amarillas y emplumadas, pajaritos de miéchica, no son buen reemplazo para este corazón que bombea y bombea desgastándose en cariños fatuos. Yo quiero un hijo y la vida hasta hoy sólo es un constante carraspear entre documentos firmados o por firmar y dentro de poco me jubilo, qué diablos, y las zinnias y los claveles son de savia dulce pero no humana.

Vida de contador sin título, más sabe el diablo por viejo, vida de almuerzos con sazón distinta cada día, mucha sal, poca sal, mucho condimento, poco condimento, restaurante, tras restaurante le estaban arruinando el estómago, tan delicado que lo tenía y el bicarbonato por las noches, la acidez nocturna, las pesadillas indigestas, y las gárgaras de bucodrine, en pijama frente al espejo: la agitación que acechaba malignamente sus lecturas de quince minutos, antes de quedarse seco, entre ronquidos profundos y devastadores que patrullaban sus noches dormidas en singular, odiosas especialmente cuando un marasmo de preocupación -la fianza del ingeniero Jiménez, por ejemplo- lo despertaba de mala fe, y sin la tibieza de un cuerpo femenino y tranquilizador a su lado no quedaba más remedio que la duermevela de un libro pestañeando sus hojas entre los dedos somnolientos y poco acostumbrados a trasnochar, no puedo Gonzalez, no puedo Alberti, no puedo Pereda, evadía uno a uno a los compañeros de trabajo cada vez que lo invitaban a cócteles, bodas, almuerzo y bautizos de mi hijo, hombre, cómo vas a faltar, y él hurgaba de perfil en sus negativas para descubrir con acidez, gárgaras y pesadumbre, que los niños ajenos eran cada vez menos suyos: entonces se preocupaba por la edad avanzada, por la compañera inexistente, por el poco entusiasmo sexual y por esa torva broma de la que no tuvo más remedio que reírse educadamente y que lo aludía a él y a sus espermatozoides en peligro de convertirse en espermatosaurios…

Por eso fue inmensamente feliz con el comentario que le hizo sobre el frío a una mujer solitaria y descubierta en un cóctel ineludible, cuando casi al pie de la noche y copas en manos se aventuró, espirituosamente motivado, a acercarse a la terracita húmeda de garúa a las dos y pico de una madrugada con sueño y acidez y ella aceptó una copita nomás por que no bebe, con evidente turbación de señorita de conducta irreprochable y Leo Marini brillándole en la mirada. Ambos se supieron encontrados. Por eso fue inmensamente feliz invitándola al cine -aunque le sudaron las manos con la escena erótica, bastante chocante- y con el tecito en el Mario, luego de la función, con los renovados deseos de volver a verla, ya en la puerta de su casa, encantada, no faltaba más y ese respetuoso usted que se convirtió en tuteo levemente jovial, amparándose en la oscuridad de un cine de manos entrelazadas, ya con otra cita en el bolsillo, cita urdida para desbaratar los planes de un destino sin arroz ni marcha nupcial pasándoles revista a sus años de soltería. Inmensamente feliz con el sexo de contramarchas y vacilaciones que por fin se consumó entre sábanas destendidas con mucha reticencia por parte de ella, bastante pundonor por parte de él y excelente espíritu de colaboración por parte de unos genitales cuyo uso temía olvidado. Feliz y totalmente dichoso con el llanto de ella, preocupada y temblorosa, nariz enrojecida y cabeza gacha, cuando le dijo que a lo mejor esperaba un hijo José, y ellos no tenían compromiso, desesperada mientras él tomaba aliento para preguntarle con la voz atracada en la garganta si estaba segura y ella no pero casi. Nuevamente llanto felizmente calmado a tiempo porque no es para alarmarse, se alarmaba él a su lado, primero habría que consultar con un ginecólogo, a varios para mayor seguridad, asegurarse mi amor, asegurarse y nos casamos porque el examen arrojó positivo, José, anunció ella por teléfono, y la palabra hijo estalló entre lágrimas, voy para allá, estrujones y besos y esta felicidad que me haría saltar si no fuera por el asma, risas, más lágrimas, pañuelos y caricias, pero él también se secaba a hurtadillas unos lagrimones, feliz, inmensamente feliz con la palabra hijo crepitando entre sus papeles de la oficina, en sus canturreos frente a un espejo sin acidez, gárgaras y con diez años menos, en sus esmeros para con los canarios que trinaban todo el día como si advirtieran un giro inesperado en esas manos tibias que cambiaban el agua y ponían el alpiste con renovada solicitud, en sus preparativos de la boda que asombra a todo el mundo, me caso Gonzalez, me caso Alberti, me caso Pereda, y en una primera ronda de cervezas cerca de la oficina, después de las palabras del viejo Carmona, parroquiano impenitente de aquel barcito añejo: señores, compañeros, amigos todos, voy a ser padre. Perplejidad, risas, palmoteos en la espalda, bromas y chanzas desprolijas, alguien quiere decir unas palabras, nuevos brindis, algunas lágrimas que se respetan y conmueven, la tarde se estrellando sosegadamente contra los vasos, contra los ceniceros repletos y contra esas ganas de salir a gritarle en la cara a la ciudad que por fin voy a ser padre.

A solas con ella sus manos tiemblan y le tocan la barriga, auscultan formas vagamente intuidas y prodigan cuidados, no camines mucho, no te agites, no vayas, descansa, mujer, la boda se acerca, se acerca en traje a rayas y tensión mal disimulada porque ya están llegando los invitados, el señor cura, el organista y desatiende presagios para ir a ver un ratito a la novia, minutos antes de la ceremonia porque quiere admirar los tules, las gasas y la cola satinada del vestido más hermoso de la tierra, quiere decirle que no se ponga nerviosa, que esté tranquila, que van a ser felices los tres y de súbito por qué lloraba, qué sucedía y ella, novia de peinado antiguo y rostro maquillado, recala en el cuarto de hora más sincero de su vida para confesarle entre hipos que agitan su pecho de satén que no esperaba ningún hijo, José, que soy estéril José, y que te amo mucho, José.

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