Tiburones de extrarradio

Si uno entra en un foro bursátil de internet o escucha a alguna persona que se dedique a operar con chicharros puede pensar que quienes compran Telefónica o BBVA son poco menos que pobres infelices. Pero los chicharros, no sin razón, son calificados un día sí y otro también como una derivada de la lotería.

La teoría de los mercados, que en buena lógica la comunidad financiera -hoy por hoy convertida en juez y parte de la economía- asume que la concurrencia de compradores y vendedores es la única fuente fiable que puede determinar el precio de las cosas, y que éstas valen lo que se paga por ellas. Pero, por otro lado, en el mercado se ven empresas que valen 100 y al mes siguiente 150 o 200. Luego empresas sin actividad -el caso de Urbas- puede valer un 25% más de un día para otro porque alguien lo paga. Y no hay más que hablar.

Esta lógica de mercado es, desde luego, cómoda. Pero ella misma entraña un absurdo: Si los precios de las acciones contuviesen siempre toda la información relevante la Bolsa no se movería.

La academia sirve de poco. Los chicharros responden a una clásica estructura piramidal, en la que los compran un activo se benefician de las aportaciones de los inversores que van después, quienes a su vez ganan dinero con los siguientes. No ha pasado nada, pero una cantidad notable de personas se siente más ricas. No es más rica hasta que vende.

Sobre el papel, estos juegos son de suma cero. Pero en la Bolsa no, precisamente porque hasta que los inversores no venden siguen siendo más ricos y porque las acciones sí pueden revalorizarse de forma sostenible. El mercado, se dice, pone a cada uno en su sitio, pero nadie sabe cuándo.

Por eso la clave de invertir en chicharros no es comprar, es vender. Detectar una burbuja es fácil, pero si se quiere ganar en esta suerte es imprescindible, en primer lugar, no creerse todo lo que se oye y, en segundo, saber apearse de la ola antes de que nos trague. Porque al final no se suelen dar los duros a cuatro pesetas.