Cuando ya todo da igual
Hubo una época en que agosto era un mes para desconectar de las preocupaciones cotidianas del resto del año
Hubo una época en que agosto era un mes para desconectar de las preocupaciones cotidianas del resto del año. Y así, luego, en septiembre, tocaba el síndrome postvacacional al reencontrarnos con la dureza de una vida construida a partir del castigo bíblico en forma de trabajo. Ahora, ese es un lujo que nuestros políticos populistas no nos pueden dejar que disfrutemos, no sea cosa que descubramos que se puede vivir, y mucho mejor, sin el ruido y la tensión continua del insulto, la descalificación, el autobombo y el fanatismo que definen eso que Dan Ariely (La espiral de la razón, Ariel) ha denominado “las creencias infundadas o irracionales” que, agitadas desde las redes sociales, configuran nuestro escenario vital el resto del año. Lo importante no es lo que haces, sino lo que cuentas. Porque cada uno escuchará sólo aquello que refuerce sus pre-juicios, sin que la contrastación, el chequeo con la realidad, los hechos o los datos modifiquen un ápice sus creencias.
El maestro de esta estrategia es, sin duda, el presidente Trump: cada día una noticia (y si no existe, se crea), un titular (aunque sea contrario al de ayer, ya olvidado) y una foto (que realce su liderazgo). Ni un dato, ni una realidad contrastada, ningún argumento razonado: relato y más relato irracional, asentado en esos tres pilares, hasta construir una realidad paralela en la que arrastran a vivir a unos ciudadanos que ven sustituidos sus problemas y preocupaciones reales por el guion preparado que le ofrecen, con tres cosas: construir un falso problema (o tergiversar uno existente), señalar un culpable y ofrecerse como solución mágica y contundente. Eso es el populismo antidemocrático al que nos han arrastrado nuestros políticos occidentales (otros, como los rusos o los chinos, ya vivían en él desde hace tiempo).
Así, hemos visto a Trump, como los antiguos muñequitos de Madelman, “apatrullando” la ciudad de Washington con el ejército, firmando acuerdos comerciales muy importantes con la UE, entre bogey y chip, en su campo de golf de Escocia, o rodeado de sus alumnos, líderes europeos, mientras escuchaban su lección impartida en el Despacho Oval. Y todavía ha tenido tiempo para rehabilitar a Putin (único líder que le toma el pelo, sin que el ego de Trump le permita darse cuenta), “acabar” con una guerra al mes en el mundo (buscando el Nobel de la Paz), enviar barcos de guerra a Venezuela, bombardear Irán e imponer aranceles a una docena más de países, a la vez que destituía a la responsable de la Oficina de Empleo porque los datos publicados no eran positivos. Y, además, asistir, sin ser invitado, a la final del Mundial de Clubes, entregar la Copa y hacerse una foto (¡claro!) en la que no se oyen los abucheos que recibió.
Dura lección para una Unión Europea evanescente que, en palabras de Draghi, “ha perdido la ilusión de su poder geopolítico”. A corto plazo, la enloquecida política comercial de Trump está provocando cambios en los flujos internacionales de comercio. A medio, habrá que reconocer que, en su configuración actual, la UE no está preparada para llevar adelante las tareas de supervivencia marcadas en los informes de Letta y Draghi. Por tanto, o renacionalizamos algunas de estas medidas de autonomía estratégica, o reconstruimos, a toda velocidad, un nuevo espacio político europeo, con el euro como aglutinador, y delegamos en él más competencias nacionales, creando una auténtica autoridad federal Europea.
Este agosto también nos ha confirmado la inanidad de los mecanismos actuales de gobernanza mundial, incluso para hacer frente a problemas como los millones de refugiados que malviven en campamentos indignos o el cambio climático. Y no me refiero, solo, al bochorno de no ser capaces de frenar el genocidio de palestinos en Gaza mediante bombas y hambruna, a cargo de un Netanyahu asediado por la justicia y en manos de grupos extremistas. Hablo de algo más prosaico, en lo que tampoco hemos sido capaces de ponernos de acuerdo: un tratado internacional para combatir la contaminación por plásticos, a pesar de ser ya un riesgo para la salud humana (no solo de los mares). Los seres humanos hemos progresado gracias a la capacidad mostrada para cooperar cada vez que un problema era más grande que nosotros y nuestra tribu. Pero, parece, hasta aquí hemos llegado. A pesar de los muchos problemas mundiales que nos afectan, no somos capaces de encontrar fórmulas eficaces de cooperación a escala global, más allá de declaraciones enfáticas o acuerdos que no se cumplen.
El estado de la economía mundial también ha tenido un repaso en la tradicional reunión de los gobernadores de bancos centrales en Jackson Hole. Y sacamos dos conclusiones: que Christine Lagarde habla de “aterrizaje suave” para referirse al batacazo de una economía europea (menos España, de momento), cada vez más desestructurada, y que Jerome Powell ha iniciado una tímida aproximación a Trump al minimizar el impacto inflacionista de la subida de aranceles o la incertidumbre desatada por el aumento de deuda o la anunciada desregulación de las cripto (donde los hijos de Trump están ganado mucho dinero) e insinuar una bajada de tipos este mes porque el empleo se ha enfriado un poco. Las Bolsas así lo han interpretado, al iniciar una senda alcista.
¿Y España? Hemos seguido con el sainete político, de nuevo, en torno a los incendios, utilizándolos como una herramienta partidista más, en lugar de hacer lo que ya se sabe: limpieza de campos y caminos; suficientes medios operativos todo el año; no retener el nivel 2 (autonómico) de gestión para echar la culpa al Gobierno central de insuficiente cooperación, en vez de traspasarle la competencia (declarar el nivel 3). Hay que reducir el nivel de hectáreas quemadas, que está en manos de las Administraciones, antes que el número de incendios que escapa a ese control.
Y Sánchez, en La Mareta, donde también veranearon Aznar y Zapatero, pensando en cómo mantener la ruleta de la legislatura, girando.
Jordi Sevilla es economista