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Nihilismo antieconómico: deseo de caos y hostilidad

Curarlo comenzaría paliando la falta de políticas socioeconómicas transformadoras, solidarias y efectivas

La necesidad de caos ha llegado a convertirse en uno de los principales deseos libidinales (energía sexuada) de una parte significativa de la ciudadanía en Occidente. En 2023, una investigación liderada por Michael Bang Petersen (Universidad de Aarhus, Dinamarca) diagnosticó una serie de factores que explicarían la creciente pulsión de compartir por internet un caudal desaforado de bulos, desinformación, teorías conspirativas y campañas de odio y acoso que fisuran el bienestar de las democracias. Su estudio de campo, centrado en el ecosistema estadounidense, arrojó una serie de claves basadas ...

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La necesidad de caos ha llegado a convertirse en uno de los principales deseos libidinales (energía sexuada) de una parte significativa de la ciudadanía en Occidente. En 2023, una investigación liderada por Michael Bang Petersen (Universidad de Aarhus, Dinamarca) diagnosticó una serie de factores que explicarían la creciente pulsión de compartir por internet un caudal desaforado de bulos, desinformación, teorías conspirativas y campañas de odio y acoso que fisuran el bienestar de las democracias. Su estudio de campo, centrado en el ecosistema estadounidense, arrojó una serie de claves basadas en diferentes escenarios, de las que economistas, periodistas, educadores y clase política de cualquier país deberían responsabilizarse para hacer una pedagogía con la que modificar la inercia psicológica hacia el nihilismo integral que tanto desfigura el sistema de valores y creencias de la cultura posmoderna.

Petersen clarifica que el deseo de caos, que subterráneamente gobierna el goce al redistribuir y amplificar bulos, desatar la ira y adherirse a fenómenos conspirativos y anticientíficos, resulta ser transversal, pues no está determinado por la pertenencia a una ideología coherentemente conservadora o progresista. Lo que emerge, más allá de la polarización que divide el voto y la mentalidad política colectivizada, es el resentimiento, fruto del miedo o de la impotencia, canalizados por historias y argumentos cuyo atractivo es el de socavar la confianza ciudadana en el funcionamiento del sistema político y las estructuras del Estado.

Por consiguiente, los razonamientos mutan a falacias circulares que desembocan en fantasías catastrofistas del tipo: “Es imposible que podamos arreglar los problemas de nuestras instituciones, así que tenemos que derribarlas y empezar de nuevo” o “Cuando pienso en nuestras instituciones, no puedo evitar pensar en que todas se quemen o exploten de una vez”.

¿Quiénes serían las tipologías de personas más susceptibles a experimentar esta necesidad de caos utilizando perversamente las redes sociales? Principalmente habría dos yacimientos sociológicos. El primero sería el que reúne a personas marginadas o en situaciones de marcada desigualdad económica que buscan ganar estatus apelando a la sed de venganza o a una justicia instrumental contra otras minorías, pero especialmente contra el Estado (en alza el sentimiento de destrucción). El segundo estaría formado por personas de clases sociales heterogéneas, incluidas las clases acomodadas y las élites, que se creen con el derecho a poseer y no compartir un estatus que egoístamente temen perder.

Entre los marginados, prevalecería el sentimiento de inferioridad, mientras que, entre los que se defienden ante la posibilidad de sufrir una pérdida del objeto amado o del fetiche de su identidad social, lo que cristalizaría es un narcisismo colectivo, cuya óptica sesgada legitimaría sus percepciones de que solo ellos merecen privilegios inalienables y eternos (en alza el sentimiento antidemocrático).

Lo que tienen en común ambos colectivos es una predilección por solucionar sus problemas a través de una mentalidad de dominación (activada mediante la inducción del miedo, el uso justificado de la fuerza o de la segregación para garantizar el orden, la intimidación y la coerción). Igualmente, ambos yacimientos sociológicos se movilizarían contra al prójimo con la meta de restituir sus niveles de autoestima (inhibiendo el sentimiento de culpa y destituyendo el sentido de responsabilidad hacia el Otro).

Herbert Marcuse (1898-1979) desarrolló a partir de una serie de conceptos freudianos su teoría de la desublimación represiva, concibiéndola como el síntoma de una alienación estructural totalitarista mediada por el ansia de dominación y la angustia de impotencia del sujeto. Este fenómeno psicológico y social, a mi modo de analizarlo, enriquece el diagnóstico de Petersen de varias maneras.

Para empezar, Marcuse señaló que el proceso de desublimación siempre es institucional e histórico. Esto implica entender que la energía sexual antes de la revolución tecnológica y del consumo de masas venía siendo sublimada por medio de la educación, la ética del trabajo, el arte, la religión y la innovación científica como vías de escape para alcanzar dosis de placer con las que resistir al principio de realidad (la rectitud, crueldad y entropía con las que acontece la vida; con el papel de la mala suerte como archienemigo).

Una vez que las tecnologías de la información y la publicidad se adueñaron del proceso productivo, aconteció un punto de inflexión en el que los impulsos, antes interiorizados, quedaron liberados para fluir en la superficie de la conducta cotidiana, porque el simple hecho de consentirlos favorecía el crecimiento económico sin que, además, se corriese el riesgo de que engendrase demandas revolucionarias en la conciencia del pueblo.

La necesidad de sublimación ha sido reducida institucionalmente porque la tensión entre aquello que se desea y aquello que se permite hacer o decir ha pasado a ser notablemente más baja. El freno a lo instintivo queda relegado, puesto que ya no hay que obligar al sujeto a transformar su goce en una negación de sus necesidades más íntimas: puede comprar, viajar, amar, cursar estudios, elegir su identidad sexual, divorciarse, endeudarse, desertar, insultar y retuitear sin límites ni jueces internos que le castiguen ni torturen. Por consiguiente, la necesidad de caos se convierte en uno de los múltiples efectos secundarios de esta desublimación represiva que nunca ha trabajado contra el statu quo, sino por el statu quo.

Las redes sociales, tanto en su uso estético como antipolítico, han ejecutado la castración de lo que producía la sublimación: la mentalidad reflexiva. La desublimación represiva institucionalizada ha sido la moneda de cambio de la economía para que la ciudadanía se aliene a sí misma dentro de un estado de conciencia feliz. Marcuse describía esta conciencia feliz como la voluntad de estar conforme con su propia incapacidad para entender las contradicciones y alternativas a todo lo que la racionalidad técnica del poder hegemónico instituye.

Aunque parezca una paradoja, esta hipótesis se cumple entre aquellos que desean girar el mundo hacia el autoritarismo y nacionalismo: entre sus partidarios nunca hay ideas nuevas, sino únicamente la negación de estados de conciencia orientados al bien común junto a la proliferación de metáforas de lo baldío y relatos de pánico y supervivencia. La necesidad de caos refleja una escatología dictada por un dios rencoroso e insensible al sufrimiento del género humano. Solo hay lugar para un ¡sálvese quien pueda!

Volviendo a las conclusiones de Petersen y los hallazgos de Marcuse, habría dos lecciones para asimilar en el debate público. La primera tiene una digestión exigente, solo viable desde la ética de la responsabilidad. Así, tomar en serio las experiencias de los oponentes que siembran el caos es lo último que un ciudadano ilustrado quisiera hacer. Sin embargo, el silenciamiento y la ridiculización solo exacerban los sentimientos de marginación que impulsan las opiniones antisistema.

Para Sigmund Freud, la indefensión de los seres humanos en la infancia es la fuente primordial de todos los motivos morales. Es decir, la moral comienza en la angustia del infante que depende de sus cuidadores para que le proporcionen satisfacciones que no puede lograr por sí mismo. Cuando un sujeto no obtiene satisfacción por su maltrato es cuando emerge el sentimiento de ira y el acto de agresión (hacia uno mismo y los demás). En efecto, la segunda lección es tomar conciencia de que la regresión infantil que sufren las masas saturadas por el deseo de caos solo podría ser inhibida si se detiene sus sentimientos de humillación, abandono y miedo. En lo profundo, su protesta tendría una semilla protomoral, y curar su hostilidad comenzaría paliando la falta de políticas socioeconómicas transformadoras, solidarias y efectivas.

Alberto González Pascual es profesor asociado de la URJC, Esade y la EOI, y director de cultura, desarrollo y gestión del talento de Prisa Media

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