El coste de sacrificar siempre la inversión pública que nunca se queja
España invierte mucho menos que Europa y tiene querencia enfermiza a castigar el gasto productivo para preservar el social
La inversión pública ha sido la víctima principal de la Gran Recesión en España y con ella, todas las consecuencias que desencadena un deficiente crecimiento potencial de la economía y un estancamiento de la productividad. Fue una de las partidas en las que con más vehemencia se cebó el ajuste fiscal porque carece del atributo de quejarse, mientras que cercenar el gasto social chocaba siempre con la impopular enemiga de colectivos poderosos. Y cuando más necesario es el rescate de niveles aceptables de inversión pública, algo que no han logrado ni siquiera los generosos fondos Next Gen...
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La inversión pública ha sido la víctima principal de la Gran Recesión en España y con ella, todas las consecuencias que desencadena un deficiente crecimiento potencial de la economía y un estancamiento de la productividad. Fue una de las partidas en las que con más vehemencia se cebó el ajuste fiscal porque carece del atributo de quejarse, mientras que cercenar el gasto social chocaba siempre con la impopular enemiga de colectivos poderosos. Y cuando más necesario es el rescate de niveles aceptables de inversión pública, algo que no han logrado ni siquiera los generosos fondos Next Generation, más dificultades fiscales habrá porque Europa vuelve a exigir disciplina y la presión del envejecimiento y el gasto en defensa es máxima.
Mientras Mario Draghi ha advertido con dramatismo de la necesidad de un esfuerzo inversor descomunal, en Europa, para poder aguantar el tipo a los gigantes americano y asiático en un escenario de competición industrial de bloques, y mientras países como Alemania han puesto en circulación un plan de medio billón de euros de inversión para los diez próximos años, España está en Babia o, en el mejor de los casos, esperando que la caja sin fondo de la Unión Europea ponga el dinero para atender las necesidades crecientes de la economía española y, a ser posible, que tire de eurobonos y que no le cueste un duro.
El reequipamiento económico, industrial y social del país es responsabilidad compartida del sector público y del privado, pero la puesta a disposición de las grades infraestructuras públicas de transporte y de carácter social son de manera casi exclusiva del Estado. Lo son porque dispone de la capacidad normativa para decidir qué, cuándo y cómo se ejecuta cada proyecto, además de retener la titularidad pública de cada infraestructura, sea viaria, tecnológica o educativa. El sector privado puede colaborar con la financiación si existen mecanismos de explotación ulterior que devuelvan el esfuerzo y garanticen una rentabilidad razonable, pero la iniciativa solo puede partir de los responsables públicos.
Desde la Gran Recesión de los años 2008-2013 tanto la inversión pública como la privada han vivido un profundo letargo, e incluso desde 2019, año de referencia previo a la pandemia, la privada no ha vuelto aún a los valores que tenía, mientras que la pública, con la ayuda financiera de la Unión Europea, ha recuperado cierta pujanza. Las razones para este comportamiento tan modesto la iniciativa privada las identifica con la inestabilidad de la política económica, la regulación empresarial y laboral y el coste de financiación: el clima económico que precisa para la toma de decisiones de inversión, y que depende de la política.
Pero la parálisis de la inversión pública, que cuasi paralizada está estructuralmente por mucho que haya repuntado unas décimas en los dos últimos años, es exclusivamente imputable a los administradores públicos. De aquel consensuado compromiso de los noventa que cifraba en el 5% del PIB el nivel de inversión pública anual no queda ni el espíritu. Nunca se alcanzó del todo de forma estable ni siquiera con el riego abundante de fondos europeos, pero desde la gran crisis fiscal del país cayó muy lejos de tal objetivo, y ahora está a mitad de camino del mismo en el mejor de los casos.
A principios de siglo rondaba el 4% del PIB, superó el 5% en 2009 (máximo histórico) y cayó en picado hasta el 1,87% del PIB en 2014 empujado por el severo ajuste fiscal que exigió la Unión Europea y que, unas veces a regañadientes y otras con entusiasmo, ejecutaron los políticos españoles. En 2024 ha cerrado en el 2,6%, la mitad del objetivo histórico, tras elevarse en unas pocas décimas cada uno de los últimos años y superar los valores nominales de 2019, mientras que la privada sigue aún por debajo de los que tenía antes de la pandemia.
Pero la inversión pública en España sigue muy alejada de los esfuerzos que hacen sus pares europeos. La media de la Unión Europea llega al 3,4% del PIB, con los países nórdicos por encima del 4%; Francia, Holanda y Dinamarca, en el 3,5%, y Alemania, que acaba de anunciar un potente programa de gasto en inversión, en los valores de España.
Algo debe tener que ver con este estancamiento voluntario de la inversión pública el hecho de que desde 2014 España no mejora la productividad, no incrementa la renta per cápita y no recorta, sino que agranda, el diferencial en los niveles de renta, riqueza y bienestar con los países centrales de la Unión Europea. Algo debe tener que ver porque uno de los motores que estimulan el crecimiento potencial de la economía y la productividad es el reequipamiento permanente de las infraestructuras físicas y tecnológicas del país. Desde el gran ajuste de gasto posterior a la gran depresión, que bajó la inversión pública a los mínimos históricos, el stock de capital público está retrocediendo, porque las nuevas inversiones ni siquiera cubren la depreciación de los activos físicos, tal como admite un informe de la Fundación BBVA y el Instituto Valenciano de Investigación Económica (Ivie).
El coste, por tanto, de sacrificar la inversión pública es incalculablemente elevado, cuando podría haberse optado por otra composición del ajuste fiscal que exigía Bruselas. Unos gobiernos y otros, los supuestamente socialdemócratas y los supuestamente liberales o democristianos, optaron por la resta fácil para no enfrentarse a colectivos incómodos y poderosos, ya que nadie iba a reclamar inversión pública. Solo lo que Zapatero identificó como su particular Pearl Harbor en 2010 supuso un pequeño ajuste a pensionistas y funcionarios.
Y en los últimos años se ha reincidido en el error con un Gobierno maniatado a postulados populistas y a intereses partidistas muy contradictorios, que ha primado el gasto social sin medida, con subidas desmesuradas de prestaciones y creación de otras nuevas, mientras ha abandonado la inversión a la suerte de los flujos europeos que surgieron de la pandemia, y que han supuesto un alivio muy limitado y muy pasajero, pese a ser España, junto a Italia, destino principal de los dineros.
Cuando faltan apenas 20 meses para gastar los 80.000 millones a fondo perdido que puede disponer España, solo se han gastado 32.000, bastante por debajo de los niveles de ejecución de otros países, y nada se conoce de los proyectos a financiar con los 80.000 millones en créditos disponibles después. Y campo de acción hay mucho tanto en infraestructuras físicas (la patronal de los constructores tienen identificados proyectos por más de 220.000 millones hasta 2030) como de carácter social, además de completar las transiciones digital y medioambiental.
Cómo afrontará España el reto, a la vez que encaja la desbordante factura en pensiones y sanidad, honra su carnet de socio de pleno derecho de la OTAN duplicando la inversión en defensa y se ciñe a las reglas fiscales. ¿Apostando por la inversión pública como primer pilar presupuestario, si es que hay Presupuesto, para ensanchar el crecimiento futuro y recoger réditos fiscales que permitan financiar el gasto no productivo?, o ¿primando el presente en vez del futuro para ser más simpático que nadie y mantener y aumentar el gasto social?
Periodista