En colaboración conLa Ley

Urgencia española para el desarrollo de las acciones colectivas

Abordar esta evolución de nuestro ordenamiento procesal exige desprenderse de inercias, indiferencias y suspicacias que han venido lastrando nuestras acciones desde hace mucho tiempo

Sede del Tribunal de Justicia de la UE (TJUE), en Luxemburgo. ReutersReuters

La reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) del pasado 4 de julio de 2024, sobre la idoneidad de las acciones colectivas para enjuiciar la transparencia de ciertas cláusulas contractuales, idénticas o muy similares, usadas por la práctica totalidad del sector bancario español, con millones de potenciales afectados (el caso de las cláusulas suelo), confirma de nuevo una realidad muy tozuda, como es la ineludible necesidad y conveniencia del desarrollo urgente de un sistema de acciones colectivas en España, un escenario procesal autónomo, moderno y en línea con los ordenamientos nacionales más desarrollados.

La preocupación de la Unión Europea por las manifiestas carencias de muchos Estados miembros a este respecto, entre ellos España, se tradujo en la Directiva (UE) 2020/1828 de 25 de noviembre de 2020, relativa a las acciones de representación para la protección de los intereses colectivos de los consumidores. Muy fuera del plazo indicado en la directiva, España aún se encuentra tramitando en el Parlamento la ley que implemente en nuestro ordenamiento interno esa normativa.

Abordar esta importante evolución de nuestro ordenamiento procesal exige desprenderse de una serie de inercias, indiferencias y suspicacias que, lamentablemente, han venido lastrando nuestras acciones de clase desde hace mucho tiempo.

El propio proyecto de ley de acciones colectivas, en tramitación parlamentaria, es muestra de cómo enterrarlas en una normativa que merme su comprensión y precisión técnica: en vez de darles una norma específica, se mezcla la reforma de la ley procesal civil con la reforma, igualmente sustancial, de la oficina judicial y las normas de eficiencia, y las dos anteriores, a su vez, con la regulación de los medios alternativos de solución de controversias. Este cajón desastre (sic), como con ironía me decía hace poco un alumno de un máster, dificulta tratar las claves del tratamiento de las acciones colectivas, en la anterior propuesta del legislador llamadas acciones representativas.

Es preciso dar carta de naturaleza y regular con inteligencia ese elefante en la habitación, absolutamente esencial, que es la financiación de este tipo de acciones, comprender que sin la financiación adecuada pocas acciones colectivas pueden enfrentarse a los grandes retos que les esperan y prosperar, y que, siendo ineludible el control de transparencia y de posibles conflictos de interés, una intervención judicial en los pactos privados de financiación simplemente convertirá el mercado español de financiación de las acciones de clase en un erial desolador.

Es preciso comprender, como ha puesto de relieve la sentencia del TJUE de 4 de julio, que las acciones colectivas exigen un enfoque autónomo, idóneo para la protección de ciertos intereses generales del colectivo social, no sólo de los consumidores, sino de todas aquellas personas, físicas y jurídicas, que necesiten de auxilio judicial; es preciso liberarlas del ancla del examen tradicional ad hoc de las acciones individuales (un derecho subjetivo, una persona afectada, una demanda, una sentencia), que precisan de una aproximación diferente, centrada no tanto en el derecho subjetivo individual, sino en el interés. Conceptos nucleares como la legitimación y la cosa juzgada mutarán, evolucionarán, y los operadores jurídicos y tribunales necesitan una norma clara que guíe este proceso evolutivo.

Es notorio que la legislación europea al respecto ha tratado de huir de las acciones de clase norteamericanas. Yo no estoy muy convencido de que el fenómeno del abuso de la clase y la litigación frívola tenga exclusivamente su origen en el modelo elegido, pero si se procura un sistema europeo distinto de acciones representativas, debe entenderse que la frivolidad y el abuso en la litigación vendrá de manos de los abusadores, no del modelo.

Trascender los escenarios individuales, por el contrario, permitirá liberar a los juzgados civiles y mercantiles de una buena parte de su actual carga de trabajo, con miles de casos de afectados particulares que, con una acción de clase que suspenderá la prescripción de sus acciones individuales, no saturarán su funcionamiento como hasta ahora, incluyendo la Sala 1ª del Tribunal Supremo. Y hacerlo mediante un sistema de opt-out. Es decir, de desvinculación expresa, protegerá mejor a esa mayoría silenciosa típica de las acciones de clase y pondrá fin a la extraordinaria dificultad actual de ir generando adhesiones individuales a la acción, absolutamente ineficiente y contrario a lo que razonablemente puede exigirse a quien, por principios fundacionales, quiera defender los intereses generales por medio de este tipo de acciones.

Contemplar, pues, cómo la justicia europea refuerza la idoneidad de las acciones colectivas como un mecanismo procesal de defensa judicial de los intereses generales, refuerza también la urgencia de lanzar cuanto antes las acciones colectivas españolas. Con nuestro propio acento, fruto de nuestras propias reflexiones, pero en definitiva tan efectivas y eficaces como exige la Unión Europea.

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