El bienestar social, primer enemigo del clima

El hombre había paliado hasta ahora los efectos negativos de los avances tecnológicos con nuevos avances: el reto climático va más allá de las renovables

Agencia Getty

Aseguraba Isaac Asimov, allá por los años 70, que los adelantos científicos y tecnológicos, tan útiles para la humanidad, “podían conllevar desagradables e impredecibles efectos secundarios”. Pese a ello, el hombre nunca ha dado marcha atrás ni renunciado al bienestar obtenido y siempre ha superado esos inconvenientes con nuevos adelantos técnicos, sostenía entonces el divulgador científico. Para demostrar su teoría, ponía, entre otros muchos, este simple y primitivo ejemplo: el descubrimiento del fuego permitió al hombre abandonar los trópicos y marchar hacia zonas más frías, pero el humo perjudicaba a los pulmones y, al apagarse las hogueras durante la noche, el frío volvía a las cuevas. ¿Forzaron estos problemas el regreso a las zonas cálidas? No. El hombre ideó mejores formas de hacer fuego, calentar sus habitáculos y canalizar el humo al exterior mediante chimeneas.

La teoría de Asimov bien puede aplicarse al destrozo que la energía mediante combustión, destinada al funcionamiento del actual sistema económico basado en el crecimiento imparable de la industria, el transporte, el turismo y la nueva globalización de la mano de internet, viene asestando a la atmósfera en las últimas décadas. Algunos países desarrollados, como los que integran la Unión Europea, pretenden frenar el calentamiento de la Tierra provocado por las emisiones de gases de efecto invernadero, principalmente, de dióxido de carbono (CO2), con tecnologías basadas en fuentes de energías renovables (agua, viento y sol); aparentes políticas de eficiencia (eufemismo de la palabra ahorro, tan mal vista por lo que implica de una vuelta al pasado) y el castigo fiscal a las energías emisoras.

Aunque las tecnologías renovables no han logrado sustituir, por el momento, a las basadas en la quema de hidrocarburos, ni hay margen de tiempo ante la dimensión del daño a solventar, el hombre no parece dispuesto a renunciar al bienestar logrado o por lograr. Todo ello pese a los fenómenos que indican con claridad los efectos perniciosos del cambio climático, como las olas de calor que desencadenaron terribles incendios en España y buena parte de Europa el verano pasado (y en estos momentos) o las temperaturas anormalmente elevadas del pasado abril. Muy por el contrario, las olas de calor han llevado a un aumento del consumo de energía: el aire acondicionado, dicen, ha llegado a Reino Unido.

A la amenaza de Rusia de cortar el suministro de gas a los países de la UE (adalid de la lucha contra el cambio climático) en el marco de la invasión de Ucrania, muchos Gobiernos no dudaron en recuperar la producción de electricidad con carbón y ante la imposición de restricciones del consumo de energía (no por la urgencia climática, sino forzados por el conflicto y el miedo a cortes de suministro) empresas y usuarios pusieron el grito en el cielo. Recuérdese las protestas de los comerciantes españoles ante la obligación de apagar los escaparates desde las 10 de la noche o la negativa de los ayuntamientos a limitar la hucha que supone la iluminación navideña. Los 11 millones de bombillas de Vigo acaban con la fe de muchos creyentes en la lucha contra el cambio climático.

Las medidas de los Gobiernos (tributarios de las urnas) para hacer frente a la crisis de los precios de la energía, que dura ya casi tres años, se ha centrado en subvencionar el consumo de energía (directamente por el Estado o forzando la caja de ingresos de las energéticas) y no en su ahorro. Y es que la bajada del consumo (en general) es el primer enemigo del crecimiento económico y este el garante de un bienestar al que el ciudadano no quiere renunciar y menos a cambio de un beneficio a largo plazo (la conservación del planeta) que no va a conocer ni disfrutar. El Acuerdo de París se fijó como objetivo que el calentamiento global no superase en 1,5 grados los niveles preindustriales. La Organización Meteorológica Mundial acaba de advertir que existe un 66% de probabilidades de que esos grados se superen “transitoriamente”.

Retardismo y decrecimiento

A la hora de atribuir el pecado original, se ha establecido una cadena acusatoria: el individuo culpa a los Gobiernos y estos atribuyen al ciudadano una parte de la responsabilidad y arremeten contra las empresas que se resisten a reducir las emisiones y a asumir tasas disuasorias. A ello se añaden las acusaciones de los países en vías de desarrollo contra los que han logrado avances económicos gracias a la contaminación histórica, o los que se niegan a firmar acuerdos internacionales.

Para los más pesimistas, las medidas paliativas contra el cambio climático sirven de poco (apenas para acallar conciencias: reciclo hoy para seguir contaminando mañana) pues el actual sistema económico se basa precisamente en la destrucción de la atmósfera, el mar y la tierra. Y aunque quienes niegan expresamente el cambio climático (por obra del hombre) tienen cada vez menos peso en la opinión pública, ha surgido un nuevo negacionismo: el de los retardistas que reconocen los hechos pero piden que la lucha se aplace en el futuro. Por último, están los defensores del planeta que, en el día a día, actúan inevitablemente como negacionistas inconscientes (casi todos) al formar parte de un sistema económico del que no pueden escapar. Eliminar sectores altamente contaminantes (como el turismo de masas) pondría en jaque el empleo y el disfrute de muchos ciudadanos cargados de buena voluntad climática.

Ni el aviso de la naturaleza, con una pandemia mundial, ni la invasión rusa de Ucrania, que ha puesto al descubierto la peligrosa dependencia de un hidrocarburo como el gas natural, han servido para abrazar las teorías del decrecimiento económico, como las que el antropólogo Jason Hickel ha plasmado en su obra Menos es más. Cómo el decrecimiento salvará al mundo. Una esperanza en medio del pesimismo fue ver cómo la naturaleza demostró que, cuando el ser humano se confina (y, fundamentalmente, no utiliza el transporte), aquella tiene una gran capacidad de regeneración. Algún osado ha propuesto volver al nivel de bienestar social de los años 60 del siglo XX (en Occidente, claro).

La teoría de Asimov sobre las tecnologías que superan a tecnologías perniciosas se limitaría, hoy por hoy, a los avances aeroespaciales para la conquista de otro planeta.

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