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Aprender a tiempo

La IA y la biotecnología nos enfrentan a la lección de cómo seguir siendo humanos en medio de una enorme ola de disrupción tecnológica

Cada revolución ha obligado a la humanidad a aprender de nuevo. La imprenta nos enseñó a leer el mundo. La máquina de vapor, a construirlo. Internet, a conectarlo. Hoy la inteligencia artificial y la biotecnología nos enfrentan a otra nueva lección: cómo seguir siendo humanos en medio de lo que probablemente sea la mayor ola de disrupción tecnológica de la historia de la humanidad.

La ola tecnológica que se aproxima no espera a nadie. Cambia los oficios, los lenguajes, los vínculos. Lo vemos en nuestras empresas, en los medios, en los hogares. Todo se mueve con la lógica de la inmediatez, mientras el sistema educativo (que debería prepararnos para entender este cambio) avanza con pasos de otra época. No por falta de talento o compromiso, sino por la dificultad de cambiar instituciones construidas en siglos a un tiempo que se acelera a cada segundo.

Durante la jornada de presentación de Nausika el pasado día 17, esta preocupación surgió una y otra vez: ¿llegaremos a tiempo? ¿Seremos capaces de educar para un mundo donde la tecnología aprende más rápido que nosotros? La pregunta, en realidad, no es tecnológica, sino ética y política. ¿Qué queremos que aprendan nuestras hijas e hijos, nuestra juventud, para poder elegir su destino en un entorno gobernado por algoritmos? ¿Cómo podemos educar a nuestros profesionales para que no pierdan el tren de tantos cambios?

Preparar el sistema educativo para esta nueva era no significa llenar las aulas de pantallas (de ese viaje ya estamos volviendo, por fortuna). Significa formar criterio, sensibilidad y pensamiento crítico. Enseñar a convivir con la complejidad, a dialogar con la incertidumbre, a usar la tecnología sin rendirle el alma. Porque los contenidos cambian, pero los valores (curiosidad, cooperación, responsabilidad…) son los que nos permitirán navegar sin perdernos.

La educación que necesitamos no cabe solo en la familia y en los centros educativos. Se construye también en las empresas, en los medios, en la conversación social. Debe ser una tarea compartida, intergeneracional, colectiva. Requiere abrir las puertas, mezclar disciplinas, aprender a escuchar lo que viene sin miedo a desaprender lo que fuimos. El comportamiento de políticos, deportistas y empresarios es una fuente de educación informal. Un comportamiento irresponsable por su parte genera desconfianza y mala educación. En positivo, comportamientos ejemplares generan confianza y crean un valor social imprescindible.

De nuestras conversaciones de la jornada de presentación nos quedó clara una idea: la educación es la asignatura más importante y debe entrar en modo experimental. No podemos esperar a reformas que lleguen tarde: hay que atreverse a probar, a combinar ciencia y humanidades, a incorporar el pensamiento ético en la formación técnica. Debemos enseñar a crear y a cuidar, a diseñar soluciones que sirvan al bien común, no solo a la eficiencia. Debemos observar las cosas que funcionen bien, y extenderlas rápido para que lleguen a cuantas más personas mejor.

Si no lo hacemos, corremos el riesgo de criar generaciones de usuarios sin brújula. Jóvenes capaces de programar máquinas inteligentes, pero incapaces de decidir con sabiduría qué hacer con ellas. Y ese es un riesgo que ninguna sociedad puede permitirse.

Pero hay esperanza. Muchas escuelas donde se enseña a los niños a razonar con algoritmos y también a dudar de ellos. Muchas aulas universitarias que reabren el diálogo entre ingeniería y filosofía. Empresas grandes, medianas y pequeñas que entienden que formar talento no es un gasto, sino su mayor inversión de futuro. Millones de personas que, al enfrentarse a una nueva herramienta digital, se preguntan no solo cómo funciona, sino: ¿nos hará mejores?.

Educar para la ola tecnológica que viene no es una cuestión de programas, sino de propósito. De recuperar la idea de que aprender no es acumular información, sino aprender a mirar con conciencia y actuar con sentido. De eso dependerá que esta revolución nos acerque al bien común o nos arrastre hacia la fragmentación.

Quizá nunca antes habíamos tenido tanto poder para transformar el mundo, ni tanta necesidad de hacerlo bien. La tecnología puede amplificar lo mejor de nosotros o multiplicar nuestras sombras. Todo dependerá de si somos capaces de formar una generación que combine inteligencia con compasión, conocimiento con responsabilidad.

El tiempo apremia, sí.

Pero aún estamos a tiempo.

A tiempo de imaginar escuelas que preparen para la creatividad, no para la obediencia.

A tiempo de alinear tecnología y humanismo.

A tiempo de recuperar la confianza en la sociedad.

A tiempo de aprender, juntos, antes de que sea la tecnología la que decida por nosotros.

Decía Borges que “somos el tiempo”. Es importante que mantengamos ese bastión en este quicio de la historia…

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