¿Subir el gasto o reforzar Europa?
46.000 millones de euros es la distancia entre el objetivo de gasto en defensa que se ha propuesto España y el nuevo umbral del 5% que pide la OTAN
Dos cifras pequeñas, 2,1 vs. 5, pero que ocultan una diferencia colosal: 46.000 millones de euros al año. Esa es la distancia entre el objetivo de gasto en defensa que se ha propuesto el Gobierno español (2,1% del PIB) y el nuevo umbral del 5% que la OTAN acaba de consagrar en la pasada cumbre de La Haya. Para hacerse una idea, esos 46.000 millones suponen aproximadamente un tercio de todo lo que el Estado recauda por IRPF. Y Donald Trump ha decidido poner precio político a esa brecha: si España no acelera hacia ese 5%, sus exportaciones se enfrentarán a aranceles. La amenaza no es ane...
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Dos cifras pequeñas, 2,1 vs. 5, pero que ocultan una diferencia colosal: 46.000 millones de euros al año. Esa es la distancia entre el objetivo de gasto en defensa que se ha propuesto el Gobierno español (2,1% del PIB) y el nuevo umbral del 5% que la OTAN acaba de consagrar en la pasada cumbre de La Haya. Para hacerse una idea, esos 46.000 millones suponen aproximadamente un tercio de todo lo que el Estado recauda por IRPF. Y Donald Trump ha decidido poner precio político a esa brecha: si España no acelera hacia ese 5%, sus exportaciones se enfrentarán a aranceles. La amenaza no es anecdótica; inaugura una fase en la que el comercio se usa como palanca geopolítica y la defensa como moneda de cambio.
Las palabras de Trump no son un exabrupto aislado, sino un nuevo episodio de una estrategia conocida: usar el comercio como herramienta de presión política. En 2018 impuso aranceles al acero y aluminio europeos; en 2019 amenazó al vino francés; y durante su primer mandato mantuvo bajo amenaza a la industria automovilística alemana. Aunque no siempre llegó a ejecutar esas medidas, lograba su objetivo: sembrar incertidumbre y condicionar decisiones. Su fórmula es clara: o suben el gasto en defensa, o suben los costes de exportar.
Pero aceptar ese chantaje sería caer en una trampa: convertir un objetivo europeo –la autonomía estratégica– en un peaje dictado por Washington. ¿Qué significa realmente la tan mencionada autonomía estratégica? Es la capacidad de la Unión Europea para actuar por sí misma en el escenario internacional, sin depender excesivamente de terceros países en materias clave como defensa, energía o tecnología. No se trata de un repliegue proteccionista, sino de una apuesta por reforzar las capacidades propias para tener voz y poder de decisión en un mundo cada vez más fragmentado y volátil.
En el contexto de la autonomía estratégica, el 5% no es solo contable; es existencial para la UE. Invertir en defensa puede, y debe, convertirse en la palanca que consolide la capacidad industrial y tecnológica del continente. Recientes investigaciones académicas muestran que el gasto en defensa, bien orientado, genera derramamientos en I+D superiores a los de cualquier otro gasto público. Para España, con un déficit crónico en intangibles y un esfuerzo en I+D del 1,49% del PIB –muy por debajo del 2,2% de la media europea–, destinar parte de esos 46.000 millones extras a proyectos altamente intensivos en innovación, tecnología e I+D sería un acelerador de productividad.
El problema es dónde acabaría hoy ese dinero. Según el informe de competitividad elaborado por Mario Draghi para la Comisión Europea, el 78% del gasto en defensa de los países de la UE se destina a proveedores fuera del bloque, y el 63% llega directamente a contratistas de EE UU. Avanzar abruptamente hasta el 5% sin cambiar esa dependencia significaría reforzar las cadenas de valor de Boeing, Lockheed o Raytheon –exactamente lo contrario de la ansiada autonomía estratégica–. De ahí la necesidad de un despliegue progresivo: aumentar el gasto en tramos de 0,2-0,3 puntos de PIB por año, mientras se protege el objetivo industrial europeo mediante consorcios conjuntos y cadenas de suministro propias.
Dar el salto sin hoja de ruta sería una victoria para la industria norteamericana, pero una derrota estratégica para Europa. Rechazarlo de plano, en cambio, sería ignorar una oportunidad histórica para modernizar nuestra base tecnológica y, de paso, ganar voz geopolítica. La respuesta, por tanto, debe ser doble: unidad comercial bajo Bruselas y plan industrial europeo que ligue cada euro de defensa a empleo y conocimiento dentro de la UE.
Si España cediera y negociara sola, dinamitaría la política comercial común. Sería la grieta que Trump necesita para tratar con los Veintisiete como piezas sueltas y no como bloque. La Comisión ya lo advirtió en 2018: cualquier arancel unilateral recibirá una represalia proporcional y conjunta. Para que esa amenaza sea creíble, los Estados miembros tienen que cerrar filas, igual que se hizo frente a los aranceles al acero.
Desde la crisis financiera de 2008 la brecha entre la economía europea y la estadounidense no ha dejado de ensancharse: el PIB real de EE UU es hoy un 25% mayor que entonces, mientras el de la zona euro apenas ha avanzado un 10%. La productividad por hora trabajada crece al doble ritmo al otro lado del Atlántico, y el frenazo de la industria alemana amenaza con agrandar todavía más esa distancia. Por eso el debate sobre elevar el gasto en defensa debe encajarse dentro de una estrategia industrial mucho más audaz: Europa necesita volver a invertir en tecnología puntera –semiconductores, robótica y, sobre todo, inteligencia artificial– si quiere recuperar terreno.
El problema es que el margen fiscal es estrecho: la deuda pública media supera el 90% del PIB. La clave, por tanto, no es solo gastar más, sino gastar mejor. Eso implica un ritmo gradual y un destino muy claro para cada euro: proyectos altamente intensivos en I+D que multipliquen la capacidad innovadora, refuercen cadenas de suministro críticas y pongan a las empresas europeas en la frontera tecnológica.
En resumen, la disyuntiva que plantea Trump obliga a Europa –y a España– a elegir entre dos caminos: pagar más para seguir dependiendo o pagar mejor para depender menos. Si convertimos el 5% en un proyecto industrial europeo, desplegado paso a paso con metas anuales medibles y focalizado en las tecnologías de vanguardia de la era de la IA, la amenaza arancelaria se volverá irrelevante.
Europa tiene la soberanía comercial y el mercado para plantarse. Le falta la musculatura industrial para que cada euro de defensa se quede en casa. Esa es la tarea urgente. Y España, con sus 46.000 millones en juego, debería ser la primera en liderarla.
Profesor del departamento de Economía, Finanzas y Contabilidad de Esade